PESCADOR
Salgo cada día a faenar en la mar de
asfalto; pero no lo hago como lo hacen aquellos que salen a darse un
aire; yo voy a darme baños con el oleaje del paisaje y me dejo
azotar por tempestades que trae la marea de la vida con sus criaturas
salvajes y abisales, con los misterios del acaso, con los acechantes
del anonimato y con la indiferencia de los albatros que gravitan
sobre aguas que no les ofrecen más que duros bocados enigmáticos
que tragan enteros y de igual modo desechan en silenciosos flatos.
Todos los días pesco algo: Algunas veces caen en mi red
desaprehensiva bellas y exóticas criaturas coloridas; otras veces se
enganchan a mi sedal atento pequeños monstruos dialécticos y
esperadas ninfas avisadas por cantos sirenaicos que escucharon
antiguos Ulises y héroes anónimos –ya no necesito atarme a los
mástiles, me volvió la cordura a fuerza de sobredosis de veneno de
desengaños; claro que a cada rato quemo las naves y vuelvo al hogar
nadando en resignaciones-. Pero generalmente devuelvo mis presas al
vértigo de olvido de donde vinieron y sólo me alimento de la
improbable seguridad de que vuelvan cuando haya un mercado o un
acuario para ellas; otras veces las traigo a casa y descansan en ella
hasta que alguna novedad les regala la libertad de hacerse
invisibles. En ocasiones me dejo preñar de sus seducciones y las
dejo crecer en mi pequeña matriz de materia gris hasta que ya no
aguantan más las ganas de verse en un espejo de letras y cadencias,
o embriagado de sus emanaciones me pongo a hacer fiesta con ellas y
bailamos tangos de muerte y sambas y saudades y celebramos bodas
orgiásticas y recibimos embajadas de mundos absurdos. También tengo
un rincón de pequeños fetos disecados que ahogué alguna vez en
arrebatos de celos por su tendencia a felonías con estrellas de
mercadeo. Siempre, siempre, siempre pesco algo y tanto me conoce ya
la mar del asfalto que desde la estratosfera del delirio –donde
las mentes casi no van- se ve mi nombre escrito en el pavimento.
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