viernes, 9 de septiembre de 2011

LA TRANSACCIÓN


Ya se habían visto antes después de mucho tiempo. No quisieron reconocerse. Mientras ella con la mano en la oreja (“Aló, mamá) ignoraba los sabuesos que querían olerla bien antes de azuzarla, él pensó: “No tontestan” . Ahora ella no sabía quien era el que estaba al otro lado de la línea:
—Davivienda buenas tardes.
—Vaya voz bonita.
—Si, diga....ola, ola
—Aló, aló...
—Si, a sus órdenes
—Si, mire quiero averiguar por la nueva línea de servicios Davilínea
—Claro con gusto, nuestro nuevo....-
Vaya si también hay una voz bonita, pensaba mientras ofrecía sus mejores esfuerzos por describir el nuevo nicho de embelecos plásticos: giros al instante, totalmente gratis, atención personalizada, cosa que no había sucedido antes cuando razones sociales políticamente prudentes aconsejaban mantenerse al margen.
—Dígame, ¿la ternura también es personalizada?
—Bueno, eso depende. ¿Quisiera repetirme lo que dijo al principio?
—Ah, si, si, es que estoy viendo a Bugs Bunny en la televisión y hay una conejita que le hace de la suyas, entonces digo: ¡Vaya Bugs Bunnita!
Se habían conocido en la facultad de filosofía, en una clase de ética; ella quería ser médico y el quería investigar porqué la felicidad es tan sólo un estado al que todos le quieren dar golpe de mano, especialmente si es la felicidad de los otros, porque la propia se amarra a cualquier burdo lazo. Finalmente ella se dio cuenta de que era más fácil calcular números y relaciones de números con las ansiedades de las personas que calcular las buenas intenciones de los demás, de modo que se hizo economista y él se quedó a seguir estudiando cómo la inteligencia pretende hacer de la ética su querida y de la moral su decente esclava esposa y se había creado su propio lema: “No hay que tenerse por muy abeja; alguien te pondrá algún día a hacer miel”.
—Para abrir una cuenta es preciso hacerse presente ¿no?
—Desde luego; sabe que la firma digital todavía no es aceptable para cerrar un trato.
— ¿Perdone, cómo dijo que se llamaba? -si hubiera aguzado más el oído del corazón hubiera escuchado un vuelco en el pecho como cuando ese o esa que nos ama nos llama desde lejos o cuando uno se gana la lotería.
—AMAME.
— ¿Perdón?
—Aura Matilde Melilla.
—Ah, que bien sabe jugar usted ¿porqué no concertamos una entrevista personal?, le aseguro que hay una buena suma en juego -menos mal que no era una teleconferencia porque ahora eran dos ascuas nadando en wiskies dialécticos.

***
La encontró desgarbada y pangilienta. En otras palabras, tenía cara de putonga y viciosa. Pensó que si fuera a decírselo sólo le diría que había despilfarrado el cinabrio como dicen aquellos que creen en auras y energías y por un momento se imaginó discutiendo con la médica que seguramente con palabras positivistas diría: «No amiguito, ¿cuál energía, ni qué cinabrios? la energía es la que uno se consume y repone cada vez que la gasta; así de sencillo; el resto es simple deterioro» y pensó cómo sería intercambiando decente y cortesmente acerca de las libertades de elección en el uso de los placeres y sus relaciones con las convicciones morales, que todos las tienen, sólo que se inventan una fachada para justificar que uno elige con libertad, pero no por eso deja de percibir que hay otros caminos más apropiados.
En cambio él, un tanto ficto y teatral estaba irreconocible. Había aprovechado las nuevas tecnologías de la imagen para hacerse ciertas mejoras –aparte de que era un deportista consumado, poco dado a los goces, que los tenía, y un gourmand incorregible, su lado débil eran las relaciones de poder-: lentes de contacto cosméticos, barbilla hendida, nariz hecha. Tan diferente de aquel desgarbado y enjuto mozuelo tímido de la universidad; en cambio ella, con su bello porte griego que en medio de la pobreza dejaba adivinar cierta nobleza, era un pobre recuerdo. Ella quería subir; él también, sólo que por las escaleras y haciendo las pausas necesarias, ella por las puertas laterales y en los musculosos ascensores del amor.
— Bueno, siempre me gusta ir al grano y sin embargo esta vez quisiera que pensara seriamente en la posibilidad de que tengamos una cita, de negocios, claro, pero en un ambiente más cómodo, que permita conocernos más. Mientras lo va pensando le manifiesto mi deseo de representar a un amigo que quiere que usted le guarde una suma por unos pocos días; esa suma la guardará usted como jefe de cuentas de esta entidad a nombre de una entidad que hará una transacción en esos mismos días: importación de insumos alimenticios, y sin que tenga que aparecer en sus registros, no durará más de una semana y el favor le representará a usted, digamos dos mil dólares.
—Si mal no le entiendo, usted me está sugiriendo un negocio de lavado de activos –le dijo sin el más leve pestañeo, pero por dentro la gusanera del perro se revolvía: «Esa mirada la conozco».
—Yo preferiría llamarlo una operación encubierta y si acaso un pequeño desliz, pero nada más, no se olvide que es sólo el respaldo de su prestigioso cargo sin hacerle mal alguno a su igualmente prestigiosa entidad.
—Y como cuando quiere usted que llame a seguridad, ahora mismo o después de que estreche su amable mano, caballero –se lo dijo con esa misma dulzura que le había explicado al teléfono cómo podía llegar hasta ella. Él simplemente le dijo que no se preocupara por él, puesto que siendo él un caballero y ella toda una dama tendrían tiempo para entenderse.
Evidentemente había aprendido que la clase no se improvisa, pero él había aprendido mucho más: que a clase engaña malicia y que prudencia es roca, pero ambición gota; de modo que Buggs Bunnita fue coleccionando rosas y degustando bombones. Cuando fue detenida y acusada de deslealtad empresarial y uso abusivo de un cargo confidencial estaba disfrutando plenamente de los emolumentos que en metálico y en sitio absolutamente privado le habían representado la transacción de papel que un enamorado despechado le había hecho con ética e inteligencia. El gusto le costó dos mil dólares