miércoles, 22 de agosto de 2012

EL GLOBO


EL GLOBO
(Cuento de niños para grandes)
A mi hija: Laura María Pérez Rodríguez

Criptiano Pointilio salto ufano desde su pequeña lancha sobre la espuma aún furiosa de las playas de la boquilla. Era un vulgar ladrón de bancos, pero no era un ladrón cualquiera; tanto que los James Bond de toda la historia de Hollywood o los Mc’gyver de todas las razas palidecían delante de su poder venido de toda la conjunción imaginaría de las tecnologías y sin un peso de presupuesto para divulgación y promoción en los medios, puestas en escena o efectos especiales. Había burlado las triangulaciones satelitales, los enfoques directos de Google Hearth y aun estaba seguro de que el mismísimo dios le había perdido la pista desde el golfo de Morrosquillo bordeando la costa, simplemente porque una pintura especial, invento suyo, reflejaba la luz que incidía contra su bote y su cuerpo y se difuminaba en rayos gama de aquellos que emiten las galaxias infinitamente lejanas cuando una de sus supernovas o estrellas enanas  explota y le trasparentaba en medio del paisaje.
Y era que Pointiano, un negro vanidoso y endiabladamente inteligente que había descendido las grandes simas del bajo mundo para situarse en los más altos pináculos  de la vida muelle, de abundancia, de extravagancia, pero, irónicamente, en el más triste anonimato puesto que esa tarea deleznable y contradictoria de penetrar la conciencia de los congéneres la tenía absolutamente perdida e inserta como una espina en la planta del pié de sus anhelos y rabiaba de pensar cómo el mundo era tan atrevido de decir cosas como, por ejemplo, que Mohamed Alí, esa rutilante estrella  condensada al calor de esfuerzo, disciplina de puños y sacrificios y quién sabe cuántas claudicaciones inconfesables, era ahora, cuando tenía que ser guiado por otros, cuando toda su carne temblaba como una gelatina desliéndose al sol, cuando era verdaderamente grande. Su extraña personalidad en la que confluían una tremenda elocuencia que le permitía hilar historias maravillosas y una energía de imán imperceptible que cautivaba como la red de la araña, como la luz a la chapola, fue la que le granjeó un prestigio creciente cuando, en las largas expediciones de pesca en que se embarcaba ya de mozuelo enclenque y desgarbado excepto por sus ojos y ese cerebro que no paraba de urdir situaciones, explicaciones, nudos y desenlaces, de modo que inventando historias que entretenían a todos de unja manera tan particular que los fascinaba a tal punto que los hitos que cada espíritu tenía marcados en la identidad de sus vidas aparecían trastocados de una manera pasmosa pero maravillosa e inadvertida  - o si advertida aceptada sin reticencias- después de sentarse a oírlo. Así, cuando arribaban a puerto, generalmente pródigos en calidad y cantidad de producto, resultaban timados, igual en las operaciones de contrabando, luego en pequeñas transacciones de droga, hasta que se convirtió en un ejecutivo negro de cuello blanco que llegó a conocer a los más astutos y sofisticados ladrones del mundo entero, por la mera vanidad de timar timadores.
Había dejado sumidos en un profundo éxtasis a sus más cercanos compinches –a decir verdad lacayos , pues éstos reconocidos ya de su poder lo tenían por amo y señor dentro de la lámpara y ellos los genios frotadores-. Facebook Enturtleiment, Logos Allrithman, Parculo Bosson y Smileligth Crazy, auténticos nombres de pila  -léase batería- y quienes respondían  más facilmente por sus remoquetes de: Care’libro de Entuertos, Espíritu del Ritmo, Jefe Nalguitas y Luzarisa Loca respectivamente; acaso no sobre decir que eran sólo mencionados Fingo Hipótesis en sórdidos antros de tarjetas y circuitos y que sus prontuarios de múltiples caretas reposaban en reseñas digitales clasificadas como: top secret; y aunque sus identidades y mutaciones de apariencia se habían convertido en tremendo dolor de cabeza para investigadores y sabuesos se hablaba de ellos como vulgares villanos a los que la democratización del conocimiento y  las exhaustivas clasificaciones les permitían camuflarse ilusamente dentro de las absolutamente controladas disposiciones del Gran Hermano. Pero el hecho de que Pointilio se complaciese de hacerse conocer como Cristiano Hilapuntos desdibujaba mucho el desprecio con que se le trataba cuando cometía sus fechorías dentro de las que se incluían el barrido y extravío de cuentas y datos y hasta archivos catalogados de Reliquias de la Humanidad. Era el héroe de los esquizoteóricos, una nueva y aristocrática raza de enfermos mentales caracterizados por anunciar un nuevo mundo de salvación natural.
Se chingó su mochila con el botín que iría a encaletar para cuando decidiera retirarse definitivamente en algún rincón de Sapzurro o de Nuquí –el Paraíso no lo habían conocido ni los primos antediluvianos de los caimanes, por más que hubiesen islas exóticas donde lavar desde reputaciones hasta almas- con alguna doncellita arrebatada a algún ministro Europeo o Americano. Aquella mochila contenía diamantes de exquisita talla y pureza (un par de ellos respaldaron una póliza de seguros para cuando alguien probara que la mecánica cuántica estaba desfasada en un punto de correlatividad); también habían esmeraldas de coronas legendarias y gemas que nunca conocieron los anticuarios; además de collares y gargantillas de personalidades y algún cinturón de seguridad de Ingeniería Química. Pero en realidad la joya de su corona la constituía un pequeño dispositivo que convertía  el papel periódico en dinero contante y sonante; el problema era que si el dispositivo no simpatizaba con su dueño, este no funcionaba, además de que había que cortar el papel de una forma determinada para ingresarlo en el compartimiento decodificador de valor de celulosa y trasladarlo a valor de uso o valor de cambio; dizque porque el corte debería corresponder a una correlación de cognición con ética y moral, cosa de la que ya entendemos muy poco- . El caso es que hizo su vuelta en un lugar escogido en alguna de sus andanzas y se fue como cualquier negro a tomarse unos rones en el centro de Cartagena. Era navidad.
L’aura du Ma(s)tin se sentó en la acera de un costado del muelle de Los Pegasos para descansar un poco del extenuante día que ya era bien entrada noche, con su chaza de cigarrillos, tintos, bollo limpio, gafas de sol, collares de hippies y qué otro tanto de cachivaches que le daban mucho más que el competido mercado de minutos (quién iba a pensar que un día llegaría a venderse tiempo, aunque sólo fuese para perderlo en el no-espacio?); era que su figura y personalidad vendían. Pero ¿qué tenía aquel día mágico que la entretenía con su doble seña de nostalgia y alegría? Ella hembra fría y despierta que mantenía la raya del mundo por cuenta suya  ¿Cómo es que ahora dejaba que se le acercara la nostalgia para recordar aquellos viejos tiempos en tierra fría cuando papá le explicaba que su nombre quería significar el aura de la mañana pero que también era una conexión con el lejano mastín  que en tiempos inmemoriales cortó en dos la historia del Paraíso y el futuro? Ella que recién el Día de la Asunción se había resignado a cumplir sus quince sin ese orgullo y alegría del vestido nuevo, del paseo, del halago de amigos y conocidos y, ante todo la carta de membresía de ingreso en el exclusivo club de las mujeres; ese delicioso, misterioso y exclusivo reino donde el poder es asunto de tactos, simulaciones, coqueterías, y otros ingredientes no secretos, pero si nunca debidamente entendidos, estudiados ni aceptados.  Que el humor con regusto a malicia indígena teñido de alegría de cabra montés y cobardía de gata sumida en una charca de mamá se hubiese agriado y ya no escuchase los dichos y chanzas: <<Guardiano hijueputón, malparidón,  vení acá que yo te calmo los bríos >> y que aquel lejano día en que papá se fue a buscar cómo mantenerlos sin volver jamás, así hubiese sido para poder darse el gusto de un merecido desprecio había sido el toque singular de aquel día.
Oscuramente había alcanzado a percibir  cuando un negro de mala energía –ella percibía los contrastes del camuflaje de los humanos- con su porte y atuendo de fantasía le había dicho luego de apearse de una lancha sospechosa: “humm, mami, si no estuvieras tan desvaída te haría feliz”, pero no pudo descifrar ni momento ni lapso ni oportunidad para cuando se vio tirada sin chaza, sin aliento y sin producido, por un brazo infame que la encuelló y se escabulló por entre el ruido de petardos y una muestra de su sangre tomada de su delgada cintura  en la punta de un oxidado puñal.
Y pensar que en medio de todos los ensueños estaba tratando de descifrar cual podría ser la mejor opción la noche: “Sailor” Mario –ella le decía milor Mario- el hermanito menor prefería el arroz de liza con un buen vaso de avena (ella le patrocinaba con sacrificio el curso de cocina internacional en el S.E.N.A. –Servicio Excluyente para Necios Aquiescentes-), pero mamá no se olvidaba de la sobrebarriga al horno, por más que bonitos, camarones, calamares, ñame y todos sus sueros, nísperos, tamarindo le hubiesen dado sorpresas de vecinos buena gente; ella por su parte era fanática del sancocho trifásico. De modo que se fue bordeando su tristeza, su nostalgia y su miedo (mamá tenía unos accesos de ira a cuyo cambalache de mil lágrimas y perdones era mejor no acercarse) en disfraz de marimonda sin seda ni lentejuelas, sólo aquella sonrisa humilde –ahora sonsa- de nariz aguileña y labios lívidos y filosos a los que papá, pendejo poeta soñador contraponía como rastrera y plebeya  la nariz respingada  que se elevaba de envidia  porque el cielo le negaba las alturas ; en cambio, la nariz aguileña sabía detectar siempre desde arriba donde estaban el peligro y la comida, por la avenida Santander.
El ron rumbaba y los Pick-ups tronaban en contraste de las románticas carrozas que paseaban gringos ausentes  como si la majestad del mundo siguiera desafiando el festín del pueblo y no al contrario.
Criptiano Pointilio –que era como decir el punto de lío de todos los enredos- se pavoneaba en sentido contrario, después de que al salir de Tiendas Olympicus con una botella de 100 Pipers (Chivas Regal le producía un zumbido azteca en los oídos) y tres cuartos de cábanos de perro ahumado traídos desde Bogotá por una prestigiosa empresa comercializadora, intentaba decidir si se iba a Mr. Babilya o cogía un taxi que lo llevase directamente a la acción del centro histórico. Se encontró metros después del Club Naval con un grupo  de cachacos que desde un campero y hartándose de tortillas de maíz y morcillas trataban de realizar la obsoleta y prohibida  proeza de echar a volar un globo hecho de papel cebolla y mecha de algodón impregnada de kerosene.
    —Carajo, eso si que es arte caballeros –dijo esgrimiendo su botella como un estandarte de batalla- permítanme y verán cómo  ahí si eso se va a la puta mierda, y derramó un generoso chorro sin que se desperdiciara una gota sobre la mecha y acto seguido encendió la borla de algodón que se vanagloriaba entre el amplio espacio de aire.
   ¡Hurra!- gritaron al unísono al dar tres vueltas la regordeta que portaba el pebetero de alambre en que la borla de algodón proveía su generosa porción de aire caliente y humo suficiente para llevar los deseos de sus encomenderos tan lejos como sus mágicos sentimientos lo sugerían , pero tan cerca como ninguna decepción etílica imaginaría, pidió que su tío prostático firmara al fin el testamento de dejarse manosear durante años sin que pudiera enseñarle algo provechoso de tenerlo todo y no sentir nada.
   Pago por uno de esos –dijo después de que todos lo abrazaron y mamaron de su pezón de vidrio corrugado y por veinte dólares americanos tostaditos y certificados, se fue a Getsemaní  a buscar quien le ayudase a elevar su propio globo.
Nadie a podido afirmar a ciencia cierta lo que realmente sucedió aquella noche cuando después de deambular por el malecón, L’aura du Matin llegó hasta una ruinosa choza situada al lado de la carretera al mar y se refugió allí a descansar su desazón. El caso es que se despertó al filo de la media noche acuciada por un chisporroteo y un desgranar acaso de triquitraques, buscapiés o que diantre; chispas de palma de cocotero parecían decirle de alguna barbacoa en el infierno. La leyenda popular reza que aquella noche nació una generosa potentada que le hizo la guerra a los cárteles de “la gata” quitándole los lacayos que  se arrastraban a sus pies, regalando mercados, becas, dinero y que benefició al pueblo cartagenero hasta que el gobierno la convenció de unirse al comité de empresarios por la reconstrucción de la moral y las buenas costumbres. Otros rumores dicen que aquella noche apareció sobre su regazo, entre otras cosas, del mismo modo inversamente misterioso que desde hace algún tiempo coincidente con accidentes nucleares y en general con el advenimiento de la era de la información aparecían puntas de cuchillos, tijeras quirúrgicas, monedas, clavos y toda suerte de objetos simbólico-penetrantes en vientres, corazones, cerebros, un flamante dispositivo Android Samsumg Galaxy CS III y que nunca más negoció con cachivaches.