lunes, 2 de enero de 2017

CUENTO DE NAVIDAD


Se pueden imaginar –comenzó el escritor- la Nochebuena que pasé con tan tremenda sorpresa? No, no se lo pueden imaginar. A decir verdad, aunque era previsible, no me lo esperaba, pero ¿quién puede esperar tamaña cita con la muerte? Era de esperar que con tamaña elección para leer en navidad sólo aumentase la depresión creciente. Y es que no había bastado con quedarme ciego. Esa maldita pantalla de ordenador que estalló ante mis ojos porque no pudo soportar que yo le transmitiese mis sentimientos más allá de los impulsos de interfaz. Con mirarla sabía cómo estaba funcionando y ella, tan veloz y pertinaz, no entendía, cómo, a diferencia del resto de humanos que se dejaban penetrar sus sensaciones y pensamientos para resultar haciendo lo que ella ya sabía que harían; yo, en cambio, simplemente me resistía, porque tampoco había descifrado, es verdad, el mecanismo, pero mi sensibilidad llevada al extremo por las circunstancias, me advertía; entonces las relaciones hombre-máquina se tornaban en una especie de bloqueo estratégico mutuo; no contaba el reloj de los ajedrecistas ni tampoco el reloj apremiante de los presupuestos de los científicos. Fronteras cerradas para la creación ¡qué disparate! Pero sucedía, y el comercio de bazofia era el plus-ultra estético.
Bueno, decía que no bastaba mi ceguera, también se estaba ensañando conmigo el cansancio y el reumatismo estaba pidiendo a gritos alguien que me tendiese la mano, yo que tan independiente era. Ya no podía hacer mis largas caminatas charlando con el aire y con todo aquello que su ser dejara penetrar mi mirada. Aunque en realidad no mucho se perdía, hoy todo el mundo se agazapaba en su trinchera de privacidad y anonimato, y ni qué decir del escudo acerado de la personalidad, por más que estuviese vestida de harapos y que, en las billeteras ostentosas ganaba un brillo triste.
Todo empezó cuando al ir a retirar los audiolibros de la biblioteca me senté en una cafetería cercana a tomarme un café y, como era lógico ante tanta ostentación vulgar de días previos a la navidad –compras, desvaríos, afanes, histerias-, me calcé mis audífonos y, al azar, inserté uno en el reproductor. No había cargado todavía el menú, cuando de entre la brillantez difusa que el espléndido día me permitía abstraer de sombras siluetas definidas, razón por la cual no necesitaba lazarillo, aunque ya no podía lanzarme como un cervatillo por riscos y cañadas; ahora, siempre por la línea trazada por el hormigón y el asfalto. Cuando bajó del cielo azul, como un perro que menea la cola, una mariposa inmensa que me produjo pavor. Pero pasó pronto porque el pavor de esas mariposas inmensas es que son negras y generalmente anuncios de que la muerte ronda en el ambiente. Era tan bella, que como los destellos de una gema, sus colores me irradiaron con toda la psicodelia arácnida que puede percibir un ciego en ciernes: Era color ocaso y luto, óxido y alba. Alguna aberración vulgar de la famosa monarca; el caso es que después de hacer dos o tres piruetas delante de mis narices hizo un amague como de imposición de manos sobre mi sombrero desvaído a lo cual correspondí con una finta instintiva; entonces ante el desprecio, batió una vez más sus alas enfrente de un aviso que colgaba de una vitrina y se alejó. El reproductor entonces hizo el gesto de posarse en cualquier número azaroso del menú, o acaso nuestra sensibilidad nerviosa que trata de reaprender esa insólita capacidad de atender a varios estímulos al tiempo, puso el dedo allí. De cualquier modo la página empezó a hablar de una vergüenza. Sólo dos frases o tres bastaron para reconocer en ese estilo una fuerza supremamente situada allá afuera, en el ser de las cosas, como si el formato fuese el contenido y no sus cualidades. El mapa hablando de sus habitantes sólo por su clima y no por su orografía; mármol: genio violento que no conoce el río que va al mar del orgasmo o la sonrisa, y así, mueble: ser susceptible de que se le levante la pollera de su frescura de dejar que cualquiera le posea. Por un instinto extraño pregunté a la dependiente qué decía el aviso aquel: Cigarrillos Derby, sólo $ 1.600, veinte cigarrillos, me dijo y como con ironía añadió: debajo hay otro aviso que dice: Claro le da más, llame ya a su operador de minutos.      
La pausa que había dado al ordenador soltó su aprieto:
“DIARIO DEL SINVERGÜENZA
“Una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama <>, no es de él; que su cabeza, a quien llama <>, lleva, además, una vida aparte: casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera.”


Como quiera que a los sinvergüenzas se les pasa por alto o se les ignora, el asunto de cuarenta y ocho horas antes de la nochebuena no pasó a mayores, pero no era el caso. Después, solo una media hora después, vino la paradoja de la pobreza dándoselas de elegante. Quiero decir que cuando me situé en aquella caseta de barrio marginal a tomarme una cerveza helada, algo me sorprendió de entre el paisaje. Yo estaba a la sombra, igual que en el sótano-garage aquel. El horizonte era una serie de sombras que se levantaban sobre la cabeza, casas construidas en las faldas de la montaña; pero entre ellas, una ventana que reverberaba como el asfalto en una carretera de motociclista del lejano oeste. Allí, el perfil de una figura parecía un águila clavando su pico en el pecho; inmóvil, imperturbable, tenía que estar leyendo un libro. Y sí, de pronto alzó su mirada y la volcó sobre la caseta, las miradas se “encontraron”; hubo un intercambio de fuerzas; como si una humareda intempestiva se hubiese cernido sobre una barriada apacible, lo cual era una terrible ilusión, pues inmediatamente después, la figura fantasmal con espasmos desesperados que llegó pidiendo una moneda para comprar una bolsa de agua que solamente iba a ser la cuota para el próximo cigarrillo de crack, confirmaría que las páginas del siguiente audiolibro iban a ser más deprimentes, pues la asombrosa tensión que destilaban aquellas letras no reflejaba la terrible circunstancia que con apariencia de vida que transcurre como cualquiera, se abatía sobre aquel paraje. ¿Para qué diablos sirve describir la miseria y la abyección, además de la ironía de vidas que pasan y se desparraman ante toda la impostura bien vestida que, como ellos no piensa en la moral y las buenas costumbres y, mucho menos en la belleza?


Cuando la noche de Nochebuena golpearon a mi puerta en medio del estruendo de pick-ups y fogatas olorosas a lechón, empanadas, cerveza y ron, con los niños corriendo la felicidad de un lado a otro, también, ya con sus tragos en la cabeza, robados generalmente, me hice el tonto; quise significar que a la L de elegancia que era mi pobre madriguera amenazando ruina, no se acercaban mis odiosos amigos para traer una limosna que horas más tarde ha de ser mierda. Mi madriguera era un profundo túnel de gurre  que se volcaba a su siniestra, una ele acostada sobre su espalda, patas arriba; el dormitorio estaba situado en todo el triángulo de la punta final –si es que se supone que esa era una L romana o itálica. Para cuando me decidí a ir a espiar por la ventana de vidrio reflectivo, donde esperaba verlos a su vez tratando de espiar a través de las ranuras o de las denuncias que la luz de dentro hace del engaño del espejo, ya estaban instalados en el garaje que hacía de sala con unos muebles poltrona tapizados en una tela rancia por el uso y por los arabescos que en una deliciosa mezcla de oro viejo, vino tinto y beige, daban un aire señorialmente francés al lugar –sin prejuicio de recordar a Luis XIV y su dolor de muelas que se sabe debía darle un tufo putrefacto a su aliento, también el aire del lugar tenía su tufo de hongos comiéndose impunemente los techos de madera ordinaria por niña y la cal de las paredes-. Estaban enfrascados en una extraña polémica acerca del cuadro que presidía el recinto. Claro, no eran mis amigos pero los reconocí al instante y ellos no hicieron ningún amague de sorpresa o de cortesía cuando la luz de la cocina instalada en el túnel se encendió; siguieron esgrimiendo sus argumentos. Es que es muy diferente el arte por el arte que el arte con ciencia, dijo con su voz cascada que arrastraba las erres el hombre del pesado abrigo colgando de un brazo y su quizás ridícula, aunque muy a la moda indumentaria de sandalias, bermudas vino tinto y una camiseta estampada en letras chillonas encima de un fondo negro que rezaba Fuck-you debajo del dibujo de una mano empuñada con el dedo corazón enhiesto, que no cuadraba mucho con la boina negra encasquetada al uso tradicional, es decir, formando una bomba alrededor del cráneo; sus facciones eran atormentadas y no congruentes con las fotografías de las solapas de sus libros que mostraban un rostro aristocrático y acaso ufano. ¡Vaya, como se nota que estás aprendiendo de retóricas ambiguas; con guión o sin guión la conciencia! dijo el hombre enjuto del bigotito chaplinesco y nariz tremendamente remarcada en su acento aguileño que, contradictoriamente, estaba ataviado de chepito, con su levita mareada por el sol de los ratos limeños que tiempo después de haber hecho mutis por el orto definitivo  hacía sudar mares de vergüenza a los deudores morosos. Pero, bueno, un momento, no podemos ponernos a tratar de definir si esa bonita pintura, que en su sencillez de casita empotrada en el bosque al pie de un pico nevado, con su arroyo lánguido pero cristalino y que la tecnología ha podido reproducir miles, millones de veces, para que sensibilidades e insensibilidades se engalanen con ella, fue hecha con ciencia y sin conciencia o, si el Kitsch implícito en su estilo corresponden o no a la manifestación de un espíritu o a la simple puesta en obra de una paciencia sin sentimiento, terminó de decir, por fin, con un aire de torero que hace un desplante, el tercer contertulio que, más contradictoriamente aun, simplemente lucía una camisa de leñador y unos vaqueros desteñidos que hacían resaltar unas zapatillas extremadamente populares en el último semestre y que estaban inspiradas en una especie de escarabajo cuya textura y grabado asemejaban un jaspeado de terciopelo en color marrón con negro y que, llevada la interpretación in-extremis, quisieran simbolizar una distorsión de los códigos de marca personales que hacían de huella digital de un nombre o razón social en el mundo digital. ¡Eso, precisamente!, saltó  a decir de nuevo el hombre de las sandalias, cómo se va a querer trasladar el sentimiento de un van Gogh o el de un Chopin a un Alberto Cortés. Y como si un maestro de ceremonias más invisible aún que estos quisiera mediar; había puesto mi reproductor Windows media en modo aleatorio, desde el fondo de la L se subió el volumen en la frase “…asociado en sociedad, con tales socios/se pueden imaginar/ se pueden imaginar…” entonces si se volvieron para posar sobre mi desconcierto el brillo extraño de sus ojos apagados.
Yo me había agarrado ya varias veces con ambas manos los huevos para asegurarme de que el alcohol no estaba jugando conmigo. De modo que después de saltar varias veces sin saber si el salto era por el dolor o el tremendo desespero de ¡y ahora qué hago! me di al dolor y me propuse hacer un papel digno; aunque, pensaba, qué papel digno puedo yo hacer si hace sólo unos momentos estaba mirando con cierta pasión de enamorado que no sabe si es correspondido, a aquella cuerda que, colgada del tragaluz de la habitación daba al hueco de la escalera que a su vez tomaba luz de la claraboya en el techo, como si dijese, ponte mi anillo perfecto, yo te asciendo; y las llantas veloces del alcohol derrapaban en mi cabeza: diciendo y haciendo…y, lo peor de todo, la culpa la tenían éstos. Pues que me lleven, pero con argumentos.
    Bueno, caballeros, aunque no comprendo por qué mis ojos enfermos pueden verlos tan nítidamente, comprendo que es un hecho que ustedes están aquí y no puedo menos que dar una bienvenida efusiva a tan ilustres anfitriones; como pueden ver mi humilde morada no es digna de su presencia y en esta noche de derroche y de benevolencia gratuita no tengo nada que ofrecerlos; podrían estar al frente, o en seguida, ya ven como los humos olorosos de los asados se mezclan con los humos eufóricos, en cambio, yo sólo tengo unas sobras de lentejas, que, no es ironía, no es que quisiera hacerme unos lentes comiendo lentejas, es lo que cayó en el número de la lotería sin apuesta…-sin darme cuenta estaba balbuceando y retorciéndome las manos-
    Oigan a mi papá; ¿acaso tendría usted por ahí un delicioso fiambre verde hinchado de larvas que nos diera el gusto de paladear vida comiéndose a la muerte?
No hice caso del perdulario del bigotito que soltó tan terrible epítome y haciendo acopio de fuerzas, no por terror de presencia, sino por terror de inteligencia, me asumí con gesto desafiante.
    Para que se enteren de que quien tienen al frente está en pleno uso de sus facultades y considerando, me permito presentarlos delante de mí mismo: Mi mismo, estos son…   
    Vea, semejante güevón –se adelantó el hombre de camisa leñadora mirando a sus compañeros y extendió su mano de dedos largos y huesudos queriendo tomar mi nuca en un gesto filial, pero me le escurrí-
    Qué, me va a negar que la gran mariposa danzarina del miércoles era don Felisberto Hernández presentándose?
    Y, su mercé, que ahora me tiene enamorado de una puta perra lectora a la que  ni le he visto el culo pero me mostró la luz de la esperanza mediando un pinche libro; acaso leía a Paulo Cohello. Qué, me va a hacer aparecer recogiendo una carta suya después de haberme colgado, no de envidia por su gran arte de retratar la vida de los pobres y necesitados, no de Lima, de Latinoamérica entera, sino de tristeza porque su sentimiento machu-piche-ano se entregó al sentimiento ufano de las oficinas; o me va poner a escanciarles orines en las orejas para celebrar mi vida entera entregada al servicio del fracaso?
    Trrr-anquilo, mijo; es porque lo consideramos no tanto digno, esa palabra ya no tiene sentido para nosotros, sino apropiado de nuestras coordenadas que estamos considerándolo; ¿qué quiere, un buen whisky; quiere langosta, quiere caviar? –y haciendo un gesto a los otros que empezaron a hacer unos movimientos espasmódicos que entre mi nebulosa, ahora sentía que esa era la verdadera mirada, como volutas de un humo manejado por el ritmo de una cantilena gutural que no podía imitar ninguna letra, iban conformando ante mi deseo y mi mano, una excelente botella de malt pale 12 years , y un banquete opulento-.
    No quiero nada de eso, tráiganme el amor –dije indignado-
    Muy bien –el de la boina cambio su extraño modo de brotar aire desde la garganta y los otros se disolvieron en una nube espesa de dos humos de todos los colores que se intercambiaban; alcancé a ver que mientras el de la levita hipaba con su pelvis, el de los zapatos escarabajo parecía pincelar un cielo con sus dedos…y apareció un montón de hembras como un álbum de traqueto –no digo que de jeque árabe, porque estas hembras, pese a poseer todas las cualidades lascivas de las criollas, tenderían a valorar su deseo en el pene que les correspondía, por alá, y no en los billetes que trabajarían, por Dios-
    No quiero carne fresca ni podrida –exclame con fuerza- quiero el amor.
    Ah, ese si tendrás que fraguártelo –y pusieron frente de mí una especie de rompecabezas. Y se reían mientras observaba las piezas- Que se estremezca juntándolas –dijo uno- ; no, que las junte como un niño –dijo otro- Que las derrita con su miembro como oro en el crisol –repuntó Felisberto-
Y así fue como me sentí atrapado en un remolino vertiginoso que quería hacer conmigo lo que hacen los contrincantes de los juegos dialécticos: Reducir al otro ad-absurdum, con esa peculiar fuerza que deja intactos los sentidos, menos el de sentirse bien.
Y trataron de ignorarme iniciando un juego ininteligible de palabras con la música que ahora sonaba: Band on the run. Comenzaron a avanzar por detrás de la cortina que separaba la sala de la cocina para adentrarse en el túnel. Un momento, grité. Se volvieron justo en el límite de sombra y luz entre la cortina que separaba la sala de la cocina y el túnel. Parecían fichas de algún juego en un tablero virtual. No movían los pies, del mismo modo que yo no tanteaba el suelo con mi bastón. Ustedes no son tan coherentes como parece. El de la boina hizo un gesto a los otros como de suena interesante y como me repantigué cuán largo era en el sofá, ellos tomaron los restantes asientos como un rey cada cual en su reino.
    Ahora quiere circo-analizarse –dijo el hombre de mano huesuda-
    Cuéntanos tu trauma –repuso el de la levita- 
    ¡ja!; ahora van a ver –pensé-. Agradezcan que los he sacado de su frío y terrible encierro, y los he sacado a pasear bajo el sol, bajo la lluvia, bajo las nubes, al vaivén de las hojas de los árboles…A propósito, ustedes están empeñados en venir a atormentarme, pero yo veo que lo que tienen es un terrible dilema de divergencias que se cruzan en una serie de puntos comunes a las vicisitudes humanas: El  amor, el vicio y la muerte. Y usted ¿de qué se ríe? –el hombre meneaba su cabeza y todo su cuerpo al ritmo de la música, mientras su mechón de pelo parecía una desgreñada batuta dirigiendo el viento: “vístete de putita corazón que estoy malito”. Sí, usted don Felisberto; debería darle vergüenza, pero no de su actitud desmañada, sino conmigo; lo tengo pilladísimo: Con que El caballo perdido, ah; entonces Celina era ese dulce fetiche con que jugaba su prolífica imaginación miedosa y gazmoña como las de su época: Como “Celina tenía sus cajones cerrados con llave”, entonces te dabas maña de hacer del piano una buena persona a la que “con unos pocos dedos míos apretaba mucho de los suyos, ya fueran blancos o negros; [y] enseguida les salían gotitas de sonidos; y combinando los dedos y los sonidos, los dos nos poníamos tristes…” pero era antes, no “después [que] Celina corría alrededor de la mesa…y daba brincos como una niña y yo la corría con un palito que tenía un papel envuelto en la punta”. El muy pajuelo. Y entonces tienes remordimientos de  ídolo de la tribu y quieres estetizar el mundo, gran pendejo. Y no me digás que no, porque yo si te encendía las lámparas; cito: “mi amigo estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las manos. Tal vez él les habría hecho [qué hermosas muchachitas] desarrollar inclinaciones que le permitieran vivir una vida demasiado independiente. “Que le”, no “que les”, siempre eras tú, ¿no? En el túnel.
Entonces se formó una tremenda algarabía porque todos querían hablar y yo quería seguir con mi parlamento inspirado que era más una misse escene de terror, pues pensaba que si les permitía seguir delante de la cortina, me convencerían, al fin, de mi amor con la cuerda.         
    Merde!, dio un alarido zapateando con sus sandalias como un bailaor flamenco que ha perdido sus papeles, el de las bermudas, ¡vaya, qué desaguisado! Pero impuso silencio. Te guardo de reserva dos quesitos…
    Hay que tener en cuenta que son otros tiempos; pero eso ahora no importa. ¿Cómo se ufana impunemente, fullero caballero, de sacarnos a pasear por aire, mierda y tierra; acaso no puede usted imaginar –no, no puede- que acaso el gran señor bibliotecario, Sr. Jorge Luis Borges, esté muy solo en su biblioteca infinita, buscando ayudantes y que nosotros seamos sus enviados? Y le voy a hacer una confidencia: Son sólo veintiocho volúmenes, divididos en infinitas series, los que para su referente, el administra, junto a, claro está, los demás referentes de las principales lenguas. Y es una tarea que él entiende, y maneja a la perfección; pero quiere descansar; parece que sufre de una decepción.
    Ah, sí?, pues no, señor Sándor –aproveché que bajó los párpados como de parafina derritiéndose y me despaché de nuevo- Mire no más que ayer, me lo lleve a usted y a su “La hermana” a un parquesito que miraba, acaso como su muy señor don Jorge Luis, pero en tensión total, y con total velo de significado, pasar la realidad colgada de un cable de acero; y esa realidad eran unas góndolas aéreas en las que se metía la gente con sus sueños bien despiertos, pero bien dormidos, y entonces usted, por intermedio de “la hermana”, meditaba y discurría, drama en medio, del dolor, de la muerte, de la fama y su oropel, de la armonía como colofón de la música; ¡qué impresión! Chopin, Tchaikovski, Beethoven; y su idea de la armonía sublimada que iba a encontrarse con el humo de estos otros dos; fumones. La realidad y la armonía jugando entre nubes. Su Jorge Luis enviándoles señas de los pedidos. Como una cinta de Moebius. Volutas de símbolo y significado. Y la armonía, que parecía ser una pobre balanza sopesando el ritmo, no se hacía entender totalmente: A-no-moría si armonía; pero las ideologías lo llevaban hasta Ra-no-moría. Y todos pretendían develar sus misterios. Pero se atenían a la tradición y a los maestros, qué digo, maestros, pobres por-fe-sores. Usted también tenía miedo, ¿no es verdad? Pero se había construido su pequeño gran imperio; igual que todos hacíamos, a la medida de nuestras posibilidades. Que su personaje? No, usted. Acaso no se rindió a la pelea con la vejez y el absurdo? Y le remordía dentro, si a su personaje, esa pobre relación platónica con E. que quería idealizar pese a que todo apuntaba a que su estilete quería hundirse en esa arcilla; y si lo hacía, no era bien visto que reconociese la vida que ese triste juego de apariencias y virtudes se derrumbase como un dominó puesto de pies. Entonces había que sublimar. De ahí la etiqueta y los modales, y la circunspección y la diplomacia. Sin embargo, todo se volvía un juego aburrido al que no le bastaba el deseo agazapado que cazaba, de vez en cuando, su entuerto bien surcido. Y venía la varita mágica: Lucky, Camel, Chesterfield a sustituir el estupor que no podía hacerse estupro. Nadie se lo decía o se lo confesaba a sí mismo, que la pequeña fortaleza construida a fuerza de rutina y de conducta, se convertía en un abandono del ser, de la emoción; entonces había que llamarlo: Sos-tú, susto, el que venís agazapado con el humo y nos das la sensación que nos hace sentir vivos y con ganas de ser héroes. ¿pero héroes de qué?
    Ah, así me gusta que hable –saltó el flaquillo del flequillo- entonces me da razón, sin reconocerla, de mi juego con la batuta de la humareda, la música. La música es ese lenguaje mudo, con cara hermosa, que nos muestra la nada de todas las cosas. Donde el ser vulgar ve un pentagrama, y aún donde lo ve un iniciado, solo ve unas señales, unos testigos señalando el camino…— Se quedó como siguiendo el curso de alguna nube que, en un día de verano se empeña en dibujar figuras caprichosas en el fondo del cielo azul, es decir, con el telón de fondo del invisible  y misterioso oxigeno que sólo se deja ver cuando es masivo, como el misterio, como la música, y las notas del pentagrama son sus pobres letras, sus nubes. De pronto dije automáticamente—: El terrible problema de la percepción; donde unos ven, o imaginan cierta cosa otros ven –e imaginan- otra, en el mundo de las emociones, claro, en el mundo de las cosas sólo hacen falta los ojos y, para transformarlas, la ciencia…
    Bah —el de la levita se acodó sobre sus piernas y acunando en las palmas su gesto desdeñoso de labios fruncidos y ozantes, añadió—: Acaso entenderá que a nosotros ya nos sobrepasa la percepción.
    Qué simpático es usted —dijo con sorna el europeo en tanto se rascaba la cabeza por encima de su boina, lo que me recordó sus frases acerca de la palidez; ésta, pensé en su momento, es la retirada de la luz de la sangre de las ventanas de la vida, para recluirse en su obscuridad sabihonda y dedicarse simplemente a transitar, negligente y perezosa por las avenidas de las venas, sólo obedeciendo a ese mecanismo que, como un dios estúpido repite su orden en tono de salmodia; pero, ¿cuál es, entonces, la diferencia, entre la palidez del cuerpo que se entrega de lleno e irresponsablemente a los excesos de la carne y esos mismos excesos se ven rozagantes en el intercambio del amor; y, cuál la diferencia de la salud y la luz que brota de la sangre cuando se trata del deporte y el deporte de la cama y su precepción, porque es diferente la plenitud del hombre que ha destilado su veneno en el fogueo de las cosas, con el que se destila en la retorta de los besos y la inmersión en la caverna de la sangre encasquetada en su casco de Hefestos?—, nada más hace un  rato usted se despachaba contra la música y volvía su idealidad humo, humo que, le recuerdo no es de mi estirpe, aunque también pueda ser europeo y, ahora, quiere sacarle a sus notas explicaciones ¿por qué no aprende más bien a tocar un instrumento? Tal vez así lo entienda o, qué nos tiene que decir de esa batuta que, según usted, son las letras?
    Usted no me hable, dije con voz airada, señor. Acaso sea esa la razón por la cual el arte y la cultura latinoamericanas son tan pobres; ustedes son la cultura, la historia, el non-plus-ultra de las ideas; son el repositorio de la sabia frescura que oriente les dejó y ahora está rancia; y, ahora que parece despertar del sueño, ahora que quiere transformar la esperanza de superar la degradación hundida en una moral inexplicable e inexplicada, simplemente dictada por un decreto de experiencia estúpida, nos quieren vender su mecanismo de degeneración comercial controlada, contabilizada indexada en las estúpidas estadísticas que se revuelven y se revuelcan unas con otras y tienen unos esperpentos que ni nuestro más ilustres imbéciles quieren; ah, unificar, masificar.
    Pero, calma, calma; respire profundo y no se desahogue con nosotros, tal vez ahora… -de pronto los tres abrieron los ojos con una desmesura que parecía que quería tragarme.
    Hipoteco tres veces la vida –exclamó don Felisberto-
    Le hago un club –vociferó entre bocanadas de humo Rybeiro-
    ¡Qué se la coman mis gusanos! –musitó Marai- Ah, pero como se nota que no ve con nuestros ojos lo que tiene entre manos.
No me había percatado que estaba haciendo arabescos con la cola de mi secretaria entre los dedos. Briseida, la gata que me guiaba en mis dictados a la computadora, se sentaba entre mis piernas y, con un lenguaje particular de su esponjada cola, me avisaba si iba por buen camino y, cuando caminaba a obscuras sin mi bordón por la casa se metía entre mis piernas y me guiaba.
    Señores, les presento a Briseida, mi pequeña gata.
    Ah, ahora se llama Briseida; la he conocido como Proserpina, como Agripina, como…en fin, con el nombre de todas las lesbianas. E imagino que sabe usted que es la amante de Fosa, la rata con la que hacen pacto de convivencia –comentó el viejo de las erres-
    Perdone usted, pero querrá decir Safo.
    Bueno, pero como ahora todos los valores están invertidos, lo cual no estoy para discutir, entonces da igual que en lugar de una poética idea se le denomine como una obscura identidad que a todos nos espera.
Espera? quise reírme con todas mis fuerzas; estamos, pensé, pero recordé que yo todavía luchaba con el pálpito aunque viviese en una podrida madriguera.
    Pero es absolutamente hermosa –se relamía la boca carcomida Felisberto-. No entiendo cómo es que usted se queja, señor; hoy con tanta dicha disponible, cuando ya no se tienen las amarras del qué dirán y puede uno lanzarse a disfrutar de lo que le pide el cuerpo… —El bigotito intervino con un gesto de decepción-
    El hecho de que ya no tenga chance no significa que le viene bien ser vulgar, amigo; debería por lo menos decir algo como “Freudianamente hablando se ha eliminado el tabú, o se ha corrido el velo”
    Bah, repuso Sándor, podrían ser un poco más actuales; que tal algo Lacaniano; “El más allá del objeto de deseo se come su fantasma”. Pero eso es estúpido. ¿Acaso no seguimos siendo artistas? El señor aquí presente quizás siga teniendo presente ese leit motiv de la creación, la represión libidinal.
    No crea, caballero, es la política la que me hace tener presente que la libido no se puede convertir en tirana; ni por defecto ni por exceso. La pauta hoy es: Si, disfruta, pero primero edifica tu mentira. ¿No fue esa la mentira que usted construyó, don Felisberto? Esas narraciones estúpidas e ingenuas llenas de estupor gramatical como la de la señora y Muñeca y Dolly en “El comedor obscuro”, ¿qué dos muñecas te acostabas? Era la forma de reírse usted del afuera y mostrar cómo se disfruta por dentro, como escritor y como persona: Como persona se ganaba la simpatía de las damas con lloriqueos y poses infantiles y como escritor camuflaba y vendía sus andanzas. Yo voy contra esa pauta. El artista verdadero intuye trasparentar el velo aunque lo que le quede sea sólo poesía; y el novelista aprende a pintar con arte la hipocresía aunque le quede solo dinero entre…
    Rimas, rimas y rimas, cuentos, narraciones, cultura, ay… -y empezaron a perorar entre todos- acaso nos diga. No, es inútil. Deberíamos –alguno hizo una señal como de una vara golpeada desde los extremos con ambas palmas sobre la rodilla-        
    No, no me van a tirar de la lengua, ni me van a hacer tirar al abismo de la cuerda…—me quedé un momento resollando y observando sus risas de calaveras horribles que se les caía la carne a pedazos— y, sí, lo reconozco, usted mister Marai logró meterme una terrible sensación de pánico y malestar con sus descripciones del dolor, con que La hermana, ¿no? y, si, qué bello trayecto por el horror del enfermo amor y de la enferma alcurnia. Pero, sabe qué es el dolor? el dolor es d-olor, de un olor indefinido, como cualquier cosa que su olor no nos dice nada, siempre huele a mierda, porque son todos los olores y sabores mezclados en una cueva sin luz. Claro, su ‘hermana’ dirá que es d-loor por eso la volvió loca, porque atendió a Dios y al dinero, al dinero de la duda, del instinto, del impulso. Ay, pero no importa que la emoción y el pánico de su presencia me atosiguen y me atropellen. ¿Saben, el día del parquesito aquel, en que el fantasma del dolor vino con su humo de sensación a rondarme, un ese-como, s-como, mosco de esos que se sabe que son de los cementerios por su modo de posarse sobre las cosas, con un movimiento como de dejadez, como de mareo, como en cámara lenta, porque saben que la muerte es la mínima expresión de la vida, vino y se paró sobre el dorso de mi mano y yo le atendí la visita, y me puse a observarlo, justo en la vena que en ese momento estaba brotada y que irriga el dedo corazón; y se acomodaba y levantaba el rabo y hundía el pico, pero no encontraba el poro, parecía decirme: Ábrame, convérseme, con-fúndase, hasta que se fue a pararse sobre la página como un atrio y a subir y a bajar por las escaleras de las hojas de la parte leída; la parte por leer era el altar sagrado donde no se oficiaba, pero se sabía que habría que oficiar. Porque uno se acoraza de armonía, de esa armonía que no es del pentagrama y da la pelea porque vivir se trata de ser, pero ser siempre es a costa de otros y, sin embargo, ay, de lo sagrado, es sagrado no regar el vaso de la sangre, pero no les voy a explicar por qué, total, a ustedes ya no les interesa, a costa no es del simple parásito, es el darse, pero no sin resistencias ni reticencias, por más que servicio, ese vicio de ser, toda política es de esa voracidad, en tanto que todo amor es de esa guerra, más con economía y no de la economía salvaje, sino de esa que sabe, como saben ustedes, que algo flota en el ambiente, algo que nos confuta y nos atrae y nos bendice y nos maldice, por eso están ustedes aquí, porque quieren, aún, entenderlo, pero yo les digo, qué van a decirme, cómo van a llevarme, de qué mano me van a tomar, yo, quizás, con mi pobre arte desdeñado y despreciado, también doy piso a esa caída infinita de diminutas partículas que es el vivir común, el de los que no leen señales de su ser privilegiado, que no piensan escribir el libro de su propio heroísmo, que no hablan el lenguaje de su Delfos ni les importa y, sin embargo, son los pobres de Dios, con su cochinada y su miedo, con su tierra abierta para que nubes de otras inteligencias malvadas y extraviadas les colonicen y, no me refiero a la maldad venal, a la lúbrica, me refiero a la maldad del egoísmo, de la ambición, de la crueldad. Allá en las altas cumbres del buen vivir, del bien actuar, de la ética, de las instituciones, de las finanzas, de los intercambios de honores y privilegios está escrita, con irónicas letras esa ley que define una capitulación por un trono; el trono que el músico y E. y todos los músicos y E. y comerciantes del arte, la virtud, la verdad, la posverdad, han erigido a costa de…salvar los fenómenos, mantener la casa, impulsar el progreso, vencer la muerte, aumentar la dicha? No sé, lo que sí sé es que de cada resquicio de hormigón –ahora vitrifican las grietas del fraguado los ingenieros para que duren más sus palacios, mientras otra ruina más fuerte se va gestando- siempre brota una planta y su flor.
    Caballero, vemos que usted es un tipo intransigente –me espetó la boina playera- pero sepa que estamos pendientes ¿qué, nos quedamos hasta la nueva visita?—uno hizo un gesto de cuál con la barbilla- La del veintinueve, vienen nuevos anfiriones…
Y como por encanto, no  eran las doce de la noche ni daban doce campanadas, desparecieron, dictó el escritor.