Se pueden imaginar –comenzó el escritor- la
Nochebuena que pasé con tan tremenda sorpresa? No, no se lo pueden imaginar. A
decir verdad, aunque era previsible, no me lo esperaba, pero ¿quién puede
esperar tamaña cita con la muerte? Era de esperar que con tamaña elección para
leer en navidad sólo aumentase la depresión creciente. Y es que no había
bastado con quedarme ciego. Esa maldita pantalla de ordenador que estalló ante
mis ojos porque no pudo soportar que yo le transmitiese mis sentimientos más
allá de los impulsos de interfaz. Con mirarla sabía cómo estaba funcionando y
ella, tan veloz y pertinaz, no entendía, cómo, a diferencia del resto de
humanos que se dejaban penetrar sus sensaciones y pensamientos para resultar
haciendo lo que ella ya sabía que harían; yo, en cambio, simplemente me
resistía, porque tampoco había descifrado, es verdad, el mecanismo, pero mi
sensibilidad llevada al extremo por las circunstancias, me advertía; entonces
las relaciones hombre-máquina se tornaban en una especie de bloqueo estratégico
mutuo; no contaba el reloj de los ajedrecistas ni tampoco el reloj apremiante
de los presupuestos de los científicos. Fronteras cerradas para la creación
¡qué disparate! Pero sucedía, y el comercio de bazofia era el plus-ultra estético.
Bueno, decía que no bastaba mi ceguera,
también se estaba ensañando conmigo el cansancio y el reumatismo estaba
pidiendo a gritos alguien que me tendiese la mano, yo que tan independiente era.
Ya no podía hacer mis largas caminatas charlando con el aire y con todo aquello
que su ser dejara penetrar mi mirada. Aunque en realidad no mucho se perdía,
hoy todo el mundo se agazapaba en su trinchera de privacidad y anonimato, y ni
qué decir del escudo acerado de la personalidad, por más que estuviese vestida
de harapos y que, en las billeteras ostentosas ganaba un brillo triste.
Todo empezó cuando al ir a retirar los
audiolibros de la biblioteca me senté en una cafetería cercana a tomarme un
café y, como era lógico ante tanta ostentación vulgar de días previos a la
navidad –compras, desvaríos, afanes, histerias-, me calcé mis audífonos y, al
azar, inserté uno en el reproductor. No había cargado todavía el menú, cuando
de entre la brillantez difusa que el espléndido día me permitía abstraer de
sombras siluetas definidas, razón por la cual no necesitaba lazarillo, aunque
ya no podía lanzarme como un cervatillo por riscos y cañadas; ahora, siempre
por la línea trazada por el hormigón y el asfalto. Cuando bajó del cielo azul,
como un perro que menea la cola, una mariposa inmensa que me produjo pavor.
Pero pasó pronto porque el pavor de esas mariposas inmensas es que son negras y
generalmente anuncios de que la muerte ronda en el ambiente. Era tan bella, que
como los destellos de una gema, sus colores me irradiaron con toda la
psicodelia arácnida que puede percibir un ciego en ciernes: Era color ocaso y
luto, óxido y alba. Alguna aberración vulgar de la famosa monarca; el caso es
que después de hacer dos o tres piruetas delante de mis narices hizo un amague
como de imposición de manos sobre mi sombrero desvaído a lo cual correspondí
con una finta instintiva; entonces ante el desprecio, batió una vez más sus
alas enfrente de un aviso que colgaba de una vitrina y se alejó. El reproductor
entonces hizo el gesto de posarse en cualquier número azaroso del menú, o acaso
nuestra sensibilidad nerviosa que trata de reaprender esa insólita capacidad de
atender a varios estímulos al tiempo, puso el dedo allí. De cualquier modo la
página empezó a hablar de una vergüenza. Sólo dos frases o tres bastaron para
reconocer en ese estilo una fuerza supremamente situada allá afuera, en el ser
de las cosas, como si el formato fuese el contenido y no sus cualidades. El
mapa hablando de sus habitantes sólo por su clima y no por su orografía;
mármol: genio violento que no conoce el río que va al mar del orgasmo o la
sonrisa, y así, mueble: ser susceptible de que se le levante la pollera de su
frescura de dejar que cualquiera le posea. Por un instinto extraño pregunté a
la dependiente qué decía el aviso aquel: Cigarrillos Derby, sólo $ 1.600,
veinte cigarrillos, me dijo y como con ironía añadió: debajo hay otro aviso que
dice: Claro le da más, llame ya a su operador de minutos.
La pausa que había dado al ordenador soltó su
aprieto:
“DIARIO DEL SINVERGÜENZA
“Una noche
el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama <>,
no es de él; que su cabeza, a quien llama <>, lleva,
además, una vida aparte: casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele
entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera.”
Como quiera que a los sinvergüenzas se les
pasa por alto o se les ignora, el asunto de cuarenta y ocho horas antes de la
nochebuena no pasó a mayores, pero no era el caso. Después, solo una media hora
después, vino la paradoja de la pobreza dándoselas de elegante. Quiero decir
que cuando me situé en aquella caseta de barrio marginal a tomarme una cerveza
helada, algo me sorprendió de entre el paisaje. Yo estaba a la sombra, igual
que en el sótano-garage aquel. El horizonte era una serie de sombras que se
levantaban sobre la cabeza, casas construidas en las faldas de la montaña; pero
entre ellas, una ventana que reverberaba como el asfalto en una carretera de
motociclista del lejano oeste. Allí, el perfil de una figura parecía un águila
clavando su pico en el pecho; inmóvil, imperturbable, tenía que estar leyendo
un libro. Y sí, de pronto alzó su mirada y la volcó sobre la caseta, las
miradas se “encontraron”; hubo un intercambio de fuerzas; como si una humareda
intempestiva se hubiese cernido sobre una barriada apacible, lo cual era una
terrible ilusión, pues inmediatamente después, la figura fantasmal con espasmos
desesperados que llegó pidiendo una moneda para comprar una bolsa de agua que
solamente iba a ser la cuota para el próximo cigarrillo de crack, confirmaría que las páginas del siguiente audiolibro iban a
ser más deprimentes, pues la asombrosa tensión que destilaban aquellas letras
no reflejaba la terrible circunstancia que con apariencia de vida que
transcurre como cualquiera, se abatía sobre aquel paraje. ¿Para qué diablos
sirve describir la miseria y la abyección, además de la ironía de vidas que
pasan y se desparraman ante toda la impostura bien vestida que, como ellos no
piensa en la moral y las buenas costumbres y, mucho menos en la belleza?
Cuando la noche de Nochebuena golpearon a mi
puerta en medio del estruendo de pick-ups
y fogatas olorosas a lechón, empanadas, cerveza y ron, con los niños
corriendo la felicidad de un lado a otro, también, ya con sus tragos en la
cabeza, robados generalmente, me hice el tonto; quise significar que a la L de elegancia
que era mi pobre madriguera amenazando ruina, no se acercaban mis odiosos
amigos para traer una limosna que horas más tarde ha de ser mierda. Mi
madriguera era un profundo túnel de gurre
que se volcaba a su siniestra, una
ele acostada sobre su espalda, patas arriba; el dormitorio estaba situado en todo
el triángulo de la punta final –si es que se supone que esa era una L romana o
itálica. Para cuando me decidí a ir a espiar por la ventana de vidrio
reflectivo, donde esperaba verlos a su vez tratando de espiar a través de las
ranuras o de las denuncias que la luz de dentro hace del engaño del espejo, ya
estaban instalados en el garaje que hacía de sala con unos muebles poltrona
tapizados en una tela rancia por el uso y por los arabescos que en una deliciosa
mezcla de oro viejo, vino tinto y beige, daban un aire señorialmente francés al
lugar –sin prejuicio de recordar a Luis XIV y su dolor de muelas que se sabe
debía darle un tufo putrefacto a su aliento, también el aire del lugar tenía su
tufo de hongos comiéndose impunemente los techos de madera ordinaria por niña y
la cal de las paredes-. Estaban enfrascados en una extraña polémica acerca del
cuadro que presidía el recinto. Claro, no eran mis amigos pero los reconocí al
instante y ellos no hicieron ningún amague de sorpresa o de cortesía cuando la
luz de la cocina instalada en el túnel se encendió; siguieron esgrimiendo sus
argumentos. Es que es muy diferente el arte por el arte que el arte con
ciencia, dijo con su voz cascada que arrastraba las erres el hombre del pesado
abrigo colgando de un brazo y su quizás ridícula, aunque muy a la moda
indumentaria de sandalias, bermudas vino tinto y una camiseta estampada en
letras chillonas encima de un fondo negro que rezaba Fuck-you debajo del dibujo de una mano empuñada con el dedo corazón
enhiesto, que no cuadraba mucho con la boina negra encasquetada al uso
tradicional, es decir, formando una bomba alrededor del cráneo; sus facciones
eran atormentadas y no congruentes con las fotografías de las solapas de sus
libros que mostraban un rostro aristocrático y acaso ufano. ¡Vaya, como se nota
que estás aprendiendo de retóricas ambiguas; con guión o sin guión la
conciencia! dijo el hombre enjuto del bigotito chaplinesco y nariz tremendamente
remarcada en su acento aguileño que, contradictoriamente, estaba ataviado de
chepito, con su levita mareada por el sol de los ratos limeños que tiempo
después de haber hecho mutis por el orto definitivo hacía sudar mares de vergüenza a los deudores
morosos. Pero, bueno, un momento, no podemos ponernos a tratar de definir si
esa bonita pintura, que en su sencillez de casita empotrada en el bosque al pie
de un pico nevado, con su arroyo lánguido pero cristalino y que la tecnología
ha podido reproducir miles, millones de veces, para que sensibilidades e
insensibilidades se engalanen con ella, fue hecha con ciencia y sin conciencia
o, si el Kitsch implícito en su
estilo corresponden o no a la manifestación de un espíritu o a la simple puesta
en obra de una paciencia sin sentimiento, terminó de decir, por fin, con un
aire de torero que hace un desplante, el tercer contertulio que, más
contradictoriamente aun, simplemente lucía una camisa de leñador y unos
vaqueros desteñidos que hacían resaltar unas zapatillas extremadamente
populares en el último semestre y que estaban inspiradas en una especie de
escarabajo cuya textura y grabado asemejaban un jaspeado de terciopelo en color
marrón con negro y que, llevada la interpretación in-extremis, quisieran simbolizar una distorsión de los códigos de
marca personales que hacían de huella digital de un nombre o razón social en el
mundo digital. ¡Eso, precisamente!, saltó
a decir de nuevo el hombre de las sandalias, cómo se va a querer
trasladar el sentimiento de un van Gogh o el de un Chopin a un Alberto Cortés.
Y como si un maestro de ceremonias más invisible aún que estos quisiera mediar;
había puesto mi reproductor Windows media en modo aleatorio, desde el fondo de
la L se subió el volumen en la frase “…asociado
en sociedad, con tales socios/se pueden imaginar/ se pueden imaginar…” entonces
si se volvieron para posar sobre mi desconcierto el brillo extraño de sus ojos
apagados.
Yo me había agarrado ya varias veces con
ambas manos los huevos para asegurarme de que el alcohol no estaba jugando
conmigo. De modo que después de saltar varias veces sin saber si el salto era
por el dolor o el tremendo desespero de ¡y
ahora qué hago! me di al dolor y me propuse hacer un papel digno; aunque,
pensaba, qué papel digno puedo yo hacer si hace sólo unos momentos estaba
mirando con cierta pasión de enamorado que no sabe si es correspondido, a
aquella cuerda que, colgada del tragaluz de la habitación daba al hueco de la
escalera que a su vez tomaba luz de la claraboya en el techo, como si dijese,
ponte mi anillo perfecto, yo te asciendo; y las llantas veloces del alcohol
derrapaban en mi cabeza: diciendo y
haciendo…y, lo peor de todo, la culpa la tenían éstos. Pues que me lleven,
pero con argumentos.
—
Bueno, caballeros, aunque no comprendo por qué mis ojos enfermos
pueden verlos tan nítidamente, comprendo que es un hecho que ustedes están aquí
y no puedo menos que dar una bienvenida efusiva a tan ilustres anfitriones;
como pueden ver mi humilde morada no es digna de su presencia y en esta noche
de derroche y de benevolencia gratuita no tengo nada que ofrecerlos; podrían
estar al frente, o en seguida, ya ven como los humos olorosos de los asados se
mezclan con los humos eufóricos, en cambio, yo sólo tengo unas sobras de
lentejas, que, no es ironía, no es que quisiera hacerme unos lentes comiendo
lentejas, es lo que cayó en el número de la lotería sin apuesta…-sin darme
cuenta estaba balbuceando y retorciéndome las manos-
—
Oigan a mi papá; ¿acaso tendría usted por ahí un delicioso fiambre
verde hinchado de larvas que nos diera el gusto de paladear vida comiéndose a
la muerte?
No hice caso
del perdulario del bigotito que soltó tan terrible epítome y haciendo acopio de
fuerzas, no por terror de presencia, sino por terror de inteligencia, me asumí
con gesto desafiante.
—
Para que se enteren de que quien tienen al frente está en pleno
uso de sus facultades y considerando, me permito presentarlos delante de mí
mismo: Mi mismo, estos son…
—
Vea, semejante güevón –se adelantó el hombre de camisa leñadora
mirando a sus compañeros y extendió su mano de dedos largos y huesudos
queriendo tomar mi nuca en un gesto filial, pero me le escurrí-
—
Qué, me va a negar que la gran mariposa danzarina del miércoles
era don Felisberto Hernández presentándose?
—
Y, su mercé, que ahora me tiene enamorado de una puta perra
lectora a la que ni le he visto el culo
pero me mostró la luz de la esperanza mediando un pinche libro; acaso leía a
Paulo Cohello. Qué, me va a hacer aparecer recogiendo una carta suya después de
haberme colgado, no de envidia por su gran arte de retratar la vida de los
pobres y necesitados, no de Lima, de Latinoamérica entera, sino de tristeza
porque su sentimiento machu-piche-ano
se entregó al sentimiento ufano de las oficinas; o me va poner a escanciarles
orines en las orejas para celebrar mi vida entera entregada al servicio del
fracaso?
—
Trrr-anquilo, mijo; es porque lo consideramos no tanto digno, esa palabra
ya no tiene sentido para nosotros, sino apropiado de nuestras coordenadas que
estamos considerándolo; ¿qué quiere, un buen whisky; quiere langosta, quiere
caviar? –y haciendo un gesto a los otros que empezaron a hacer unos movimientos
espasmódicos que entre mi nebulosa, ahora sentía que esa era la verdadera
mirada, como volutas de un humo manejado por el ritmo de una cantilena gutural
que no podía imitar ninguna letra, iban conformando ante mi deseo y mi mano,
una excelente botella de malt pale 12
years , y un banquete opulento-.
—
No quiero nada de eso, tráiganme el amor –dije indignado-
—
Muy bien –el de la boina cambio su extraño modo de brotar aire
desde la garganta y los otros se disolvieron en una nube espesa de dos humos de
todos los colores que se intercambiaban; alcancé a ver que mientras el de la
levita hipaba con su pelvis, el de los zapatos escarabajo parecía pincelar un
cielo con sus dedos…y apareció un montón de hembras como un álbum de traqueto
–no digo que de jeque árabe, porque estas hembras, pese a poseer todas las
cualidades lascivas de las criollas, tenderían a valorar su deseo en el pene
que les correspondía, por alá, y no en los billetes que trabajarían, por Dios-
—
No quiero carne fresca ni podrida –exclame con fuerza- quiero el
amor.
—
Ah, ese si tendrás que fraguártelo –y pusieron frente de mí una
especie de rompecabezas. Y se reían mientras observaba las piezas- Que se
estremezca juntándolas –dijo uno- ; no, que las junte como un niño –dijo otro-
Que las derrita con su miembro como oro en el crisol –repuntó Felisberto-
Y así fue como me sentí atrapado en un
remolino vertiginoso que quería hacer conmigo lo que hacen los contrincantes de
los juegos dialécticos: Reducir al otro ad-absurdum,
con esa peculiar fuerza que deja intactos los sentidos, menos el de sentirse
bien.
Y trataron de ignorarme iniciando un juego
ininteligible de palabras con la música que ahora sonaba: Band on the run. Comenzaron a avanzar por detrás de la cortina que
separaba la sala de la cocina para adentrarse en el túnel. Un momento, grité.
Se volvieron justo en el límite de sombra y luz entre la cortina que separaba
la sala de la cocina y el túnel. Parecían fichas de algún juego en un tablero
virtual. No movían los pies, del mismo modo que yo no tanteaba el suelo con mi
bastón. Ustedes no son tan coherentes como parece. El de la boina hizo un gesto
a los otros como de suena interesante
y como me repantigué cuán largo era en el sofá, ellos tomaron los restantes
asientos como un rey cada cual en su reino.
—
Ahora quiere circo-analizarse
–dijo el hombre de mano huesuda-
—
Cuéntanos tu trauma –repuso el de la levita-
—
¡ja!; ahora van a ver –pensé-. Agradezcan que los he sacado de su
frío y terrible encierro, y los he sacado a pasear bajo el sol, bajo la lluvia,
bajo las nubes, al vaivén de las hojas de los árboles…A propósito, ustedes
están empeñados en venir a atormentarme, pero yo veo que lo que tienen es un
terrible dilema de divergencias que se cruzan en una serie de puntos comunes a
las vicisitudes humanas: El amor, el
vicio y la muerte. Y usted ¿de qué se ríe? –el hombre meneaba su cabeza y todo
su cuerpo al ritmo de la música, mientras su mechón de pelo parecía una
desgreñada batuta dirigiendo el viento: “vístete
de putita corazón que estoy malito”. Sí, usted don Felisberto; debería
darle vergüenza, pero no de su actitud desmañada, sino conmigo; lo tengo
pilladísimo: Con que El caballo perdido,
ah; entonces Celina era ese dulce fetiche con que jugaba su prolífica
imaginación miedosa y gazmoña como las de su época: Como “Celina tenía sus
cajones cerrados con llave”, entonces te dabas maña de hacer del piano una
buena persona a la que “con unos pocos dedos míos apretaba mucho de los suyos,
ya fueran blancos o negros; [y] enseguida les salían gotitas de sonidos; y
combinando los dedos y los sonidos, los dos nos poníamos tristes…” pero era
antes, no “después [que] Celina corría alrededor de la mesa…y daba brincos como
una niña y yo la corría con un palito que tenía un papel envuelto en la punta”.
El muy pajuelo. Y entonces tienes remordimientos de ídolo de la tribu y quieres estetizar el
mundo, gran pendejo. Y no me digás
que no, porque yo si te encendía las
lámparas; cito: “mi amigo estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las
manos. Tal vez él les habría hecho [qué hermosas muchachitas] desarrollar
inclinaciones que le permitieran
vivir una vida demasiado independiente. “Que le”, no “que les”, siempre eras
tú, ¿no? En el túnel.
Entonces se formó una tremenda algarabía
porque todos querían hablar y yo quería seguir con mi parlamento inspirado que
era más una misse escene de terror,
pues pensaba que si les permitía seguir delante de la cortina, me convencerían,
al fin, de mi amor con la cuerda.
—
Merde!, dio un
alarido zapateando con sus sandalias como un bailaor flamenco que ha perdido sus papeles, el de las bermudas,
¡vaya, qué desaguisado! Pero impuso silencio. Te guardo de reserva dos quesitos…
—
Hay que tener en cuenta que son otros tiempos; pero eso ahora no
importa. ¿Cómo se ufana impunemente, fullero
caballero, de sacarnos a pasear por aire, mierda y tierra; acaso no puede
usted imaginar –no, no puede- que acaso el gran señor bibliotecario, Sr. Jorge
Luis Borges, esté muy solo en su biblioteca infinita, buscando ayudantes y que
nosotros seamos sus enviados? Y le voy a hacer una confidencia: Son sólo
veintiocho volúmenes, divididos en infinitas series, los que para su referente,
el administra, junto a, claro está, los demás referentes de las principales
lenguas. Y es una tarea que él entiende, y maneja a la perfección; pero quiere
descansar; parece que sufre de una decepción.
—
Ah, sí?, pues no, señor Sándor –aproveché que bajó los párpados
como de parafina derritiéndose y me despaché de nuevo- Mire no más que ayer, me
lo lleve a usted y a su “La hermana” a
un parquesito que miraba, acaso como su muy señor don Jorge Luis, pero en
tensión total, y con total velo de significado, pasar la realidad colgada de un
cable de acero; y esa realidad eran unas góndolas aéreas en las que se metía la
gente con sus sueños bien despiertos, pero bien dormidos, y entonces usted, por
intermedio de “la hermana”, meditaba y discurría, drama en medio, del dolor, de
la muerte, de la fama y su oropel, de la armonía como colofón de la música;
¡qué impresión! Chopin, Tchaikovski, Beethoven; y su idea de la armonía
sublimada que iba a encontrarse con el humo de estos otros dos; fumones. La
realidad y la armonía jugando entre nubes. Su Jorge Luis enviándoles señas de
los pedidos. Como una cinta de Moebius. Volutas de símbolo y significado. Y la
armonía, que parecía ser una pobre balanza sopesando el ritmo, no se hacía
entender totalmente: A-no-moría si
armonía; pero las ideologías lo llevaban hasta Ra-no-moría. Y todos pretendían develar sus misterios. Pero se
atenían a la tradición y a los maestros, qué digo, maestros, pobres por-fe-sores. Usted también tenía miedo,
¿no es verdad? Pero se había construido su pequeño gran imperio; igual que
todos hacíamos, a la medida de nuestras posibilidades. Que su personaje? No,
usted. Acaso no se rindió a la pelea con la vejez y el absurdo? Y le remordía
dentro, si a su personaje, esa pobre relación platónica con E. que quería
idealizar pese a que todo apuntaba a que su estilete quería hundirse en esa
arcilla; y si lo hacía, no era bien visto que reconociese la vida que ese triste
juego de apariencias y virtudes se derrumbase como un dominó puesto de pies.
Entonces había que sublimar. De ahí la etiqueta y los modales, y la
circunspección y la diplomacia. Sin embargo, todo se volvía un juego aburrido
al que no le bastaba el deseo agazapado que cazaba, de vez en cuando, su
entuerto bien surcido. Y venía la varita mágica: Lucky, Camel, Chesterfield a
sustituir el estupor que no podía hacerse estupro. Nadie se lo decía o se lo
confesaba a sí mismo, que la pequeña fortaleza construida a fuerza de rutina y
de conducta, se convertía en un abandono del ser, de la emoción; entonces había
que llamarlo: Sos-tú, susto, el que
venís agazapado con el humo y nos das la sensación que nos hace sentir vivos y
con ganas de ser héroes. ¿pero héroes de qué?
—
Ah, así me gusta que hable –saltó el flaquillo del flequillo-
entonces me da razón, sin reconocerla, de mi juego con la batuta de la
humareda, la música. La música es ese lenguaje mudo, con cara hermosa, que nos
muestra la nada de todas las cosas. Donde el ser vulgar ve un pentagrama, y aún
donde lo ve un iniciado, solo ve unas señales, unos testigos señalando el
camino…— Se quedó como siguiendo el curso de alguna nube que, en un día de
verano se empeña en dibujar figuras caprichosas en el fondo del cielo azul, es
decir, con el telón de fondo del invisible
y misterioso oxigeno que sólo se deja ver cuando es masivo, como el
misterio, como la música, y las notas del pentagrama son sus pobres letras, sus
nubes. De pronto dije automáticamente—: El terrible problema de la percepción;
donde unos ven, o imaginan cierta cosa otros ven –e imaginan- otra, en el mundo
de las emociones, claro, en el mundo de las cosas sólo hacen falta los ojos y,
para transformarlas, la ciencia…
—
Bah —el de la levita se acodó sobre sus piernas y acunando en las
palmas su gesto desdeñoso de labios fruncidos y ozantes, añadió—: Acaso
entenderá que a nosotros ya nos sobrepasa la percepción.
—
Qué simpático es usted —dijo con sorna el europeo en tanto se
rascaba la cabeza por encima de su boina, lo que me recordó sus frases acerca
de la palidez; ésta, pensé en su momento, es la retirada de la luz de la sangre
de las ventanas de la vida, para recluirse en su obscuridad sabihonda y
dedicarse simplemente a transitar, negligente y perezosa por las avenidas de
las venas, sólo obedeciendo a ese mecanismo que, como un dios estúpido repite
su orden en tono de salmodia; pero, ¿cuál es, entonces, la diferencia, entre la
palidez del cuerpo que se entrega de lleno e irresponsablemente a los excesos
de la carne y esos mismos excesos se ven rozagantes en el intercambio del amor;
y, cuál la diferencia de la salud y la luz que brota de la sangre cuando se
trata del deporte y el deporte de la cama y su precepción, porque es diferente
la plenitud del hombre que ha destilado su veneno en el fogueo de las cosas,
con el que se destila en la retorta de los besos y la inmersión en la caverna
de la sangre encasquetada en su casco de Hefestos?—, nada más hace un rato usted se despachaba contra la música y
volvía su idealidad humo, humo que, le recuerdo no es de mi estirpe, aunque
también pueda ser europeo y, ahora, quiere sacarle a sus notas explicaciones
¿por qué no aprende más bien a tocar un instrumento? Tal vez así lo entienda o,
qué nos tiene que decir de esa batuta que, según usted, son las letras?
—
Usted no me hable, dije con voz airada, señor. Acaso sea esa la
razón por la cual el arte y la cultura latinoamericanas son tan pobres; ustedes
son la cultura, la historia, el non-plus-ultra
de las ideas; son el repositorio de la sabia frescura que oriente les dejó
y ahora está rancia; y, ahora que parece despertar del sueño, ahora que quiere transformar
la esperanza de superar la degradación hundida en una moral inexplicable e
inexplicada, simplemente dictada por un decreto de experiencia estúpida, nos
quieren vender su mecanismo de degeneración comercial controlada, contabilizada
indexada en las estúpidas estadísticas que se revuelven y se revuelcan unas con
otras y tienen unos esperpentos que ni nuestro más ilustres imbéciles quieren;
ah, unificar, masificar.
—
Pero, calma, calma; respire profundo y no se desahogue con
nosotros, tal vez ahora… -de pronto los tres abrieron los ojos con una
desmesura que parecía que quería tragarme.
—
Hipoteco tres veces la vida –exclamó don Felisberto-
—
Le hago un club –vociferó entre bocanadas de humo Rybeiro-
—
¡Qué se la coman mis gusanos! –musitó Marai- Ah, pero como se nota
que no ve con nuestros ojos lo que tiene entre manos.
No me había
percatado que estaba haciendo arabescos con la cola de mi secretaria entre los
dedos. Briseida, la gata que me guiaba en mis dictados a la computadora, se
sentaba entre mis piernas y, con un lenguaje particular de su esponjada cola,
me avisaba si iba por buen camino y, cuando caminaba a obscuras sin mi bordón
por la casa se metía entre mis piernas y me guiaba.
—
Señores, les presento a Briseida, mi pequeña gata.
—
Ah, ahora se llama Briseida; la he conocido como Proserpina, como
Agripina, como…en fin, con el nombre de todas las lesbianas. E imagino que sabe
usted que es la amante de Fosa, la rata con la que hacen pacto de convivencia –comentó
el viejo de las erres-
—
Perdone usted, pero querrá decir Safo.
—
Bueno, pero como ahora todos los valores están invertidos, lo cual
no estoy para discutir, entonces da igual que en lugar de una poética idea se
le denomine como una obscura identidad que a todos nos espera.
Espera?
quise reírme con todas mis fuerzas; estamos, pensé, pero recordé que yo todavía
luchaba con el pálpito aunque viviese en una podrida madriguera.
—
Pero es absolutamente hermosa –se relamía la boca carcomida
Felisberto-. No entiendo cómo es que usted se queja, señor; hoy con tanta dicha
disponible, cuando ya no se tienen las amarras del qué dirán y puede uno
lanzarse a disfrutar de lo que le pide el cuerpo… —El bigotito intervino con un
gesto de decepción-
—
El hecho de que ya no tenga chance no significa que le viene bien
ser vulgar, amigo; debería por lo menos decir algo como “Freudianamente
hablando se ha eliminado el tabú, o se ha corrido el velo”
—
Bah, repuso Sándor, podrían ser un poco más actuales; que tal algo
Lacaniano; “El más allá del objeto de deseo se come su fantasma”. Pero eso es
estúpido. ¿Acaso no seguimos siendo artistas? El señor aquí presente quizás siga
teniendo presente ese leit motiv de
la creación, la represión libidinal.
—
No crea, caballero, es la política la que me hace tener presente
que la libido no se puede convertir en tirana; ni por defecto ni por exceso. La
pauta hoy es: Si, disfruta, pero primero edifica tu mentira. ¿No fue esa la mentira
que usted construyó, don Felisberto? Esas narraciones estúpidas e ingenuas
llenas de estupor gramatical como la de la señora y Muñeca y Dolly en “El comedor obscuro”, ¿qué dos muñecas
te acostabas? Era la forma de reírse usted del afuera y mostrar cómo se disfruta
por dentro, como escritor y como persona: Como persona se ganaba la simpatía de
las damas con lloriqueos y poses infantiles y como escritor camuflaba y vendía
sus andanzas. Yo voy contra esa pauta. El artista verdadero intuye trasparentar
el velo aunque lo que le quede sea sólo poesía; y el novelista aprende a pintar
con arte la hipocresía aunque le quede solo dinero entre…
—
Rimas, rimas y rimas, cuentos, narraciones, cultura, ay… -y
empezaron a perorar entre todos- acaso nos diga. No, es inútil. Deberíamos –alguno
hizo una señal como de una vara golpeada desde los extremos con ambas palmas
sobre la rodilla-
—
No, no me van a tirar de la lengua, ni me van a hacer tirar al
abismo de la cuerda…—me quedé un momento resollando y observando sus risas de
calaveras horribles que se les caía la carne a pedazos— y, sí, lo reconozco,
usted mister Marai logró meterme una terrible sensación de pánico y malestar
con sus descripciones del dolor, con que La hermana, ¿no? y, si, qué bello
trayecto por el horror del enfermo amor y de la enferma alcurnia. Pero, sabe
qué es el dolor? el dolor es d-olor, de
un olor indefinido, como cualquier cosa que su olor no nos dice nada, siempre
huele a mierda, porque son todos los olores y sabores mezclados en una cueva
sin luz. Claro, su ‘hermana’ dirá que es d-loor
por eso la volvió loca, porque atendió a Dios y al dinero, al dinero de la
duda, del instinto, del impulso. Ay, pero no importa que la emoción y el pánico
de su presencia me atosiguen y me atropellen. ¿Saben, el día del parquesito
aquel, en que el fantasma del dolor vino con su humo de sensación a rondarme,
un ese-como, s-como, mosco de esos
que se sabe que son de los cementerios por su modo de posarse sobre las cosas,
con un movimiento como de dejadez, como de mareo, como en cámara lenta, porque
saben que la muerte es la mínima expresión de la vida, vino y se paró sobre el
dorso de mi mano y yo le atendí la visita, y me puse a observarlo, justo en la
vena que en ese momento estaba brotada y que irriga el dedo corazón; y se
acomodaba y levantaba el rabo y hundía el pico, pero no encontraba el poro,
parecía decirme: Ábrame, convérseme, con-fúndase, hasta que se fue a pararse
sobre la página como un atrio y a subir y a bajar por las escaleras de las
hojas de la parte leída; la parte por leer era el altar sagrado donde no se
oficiaba, pero se sabía que habría que oficiar. Porque uno se acoraza de
armonía, de esa armonía que no es del pentagrama y da la pelea porque vivir se
trata de ser, pero ser siempre es a costa de otros y, sin embargo, ay, de lo
sagrado, es sagrado no regar el vaso de la sangre, pero no les voy a explicar
por qué, total, a ustedes ya no les interesa, a costa no es del simple
parásito, es el darse, pero no sin resistencias ni reticencias, por más que
servicio, ese vicio de ser, toda política es de esa voracidad, en tanto que
todo amor es de esa guerra, más con economía y no de la economía salvaje, sino
de esa que sabe, como saben ustedes, que algo flota en el ambiente, algo que
nos confuta y nos atrae y nos bendice y nos maldice, por eso están ustedes
aquí, porque quieren, aún, entenderlo, pero yo les digo, qué van a decirme,
cómo van a llevarme, de qué mano me van a tomar, yo, quizás, con mi pobre arte
desdeñado y despreciado, también doy piso a esa caída infinita de diminutas
partículas que es el vivir común, el de los que no leen señales de su ser
privilegiado, que no piensan escribir el libro de su propio heroísmo, que no
hablan el lenguaje de su Delfos ni les importa y, sin embargo, son los pobres
de Dios, con su cochinada y su miedo, con su tierra abierta para que nubes de
otras inteligencias malvadas y extraviadas les colonicen y, no me refiero a la
maldad venal, a la lúbrica, me refiero a la maldad del egoísmo, de la ambición,
de la crueldad. Allá en las altas cumbres del buen vivir, del bien actuar, de
la ética, de las instituciones, de las finanzas, de los intercambios de honores
y privilegios está escrita, con irónicas letras esa ley que define una
capitulación por un trono; el trono que el músico y E. y todos los músicos y E.
y comerciantes del arte, la virtud, la verdad, la posverdad, han erigido a
costa de…salvar los fenómenos, mantener la casa, impulsar el progreso, vencer
la muerte, aumentar la dicha? No sé, lo que sí sé es que de cada resquicio de
hormigón –ahora vitrifican las grietas del fraguado los ingenieros para que
duren más sus palacios, mientras otra ruina más fuerte se va gestando- siempre
brota una planta y su flor.
—
Caballero, vemos que usted es un tipo intransigente –me espetó la
boina playera- pero sepa que estamos pendientes ¿qué, nos quedamos hasta la nueva
visita?—uno hizo un gesto de cuál con la barbilla- La del veintinueve, vienen
nuevos anfiriones…
Y como por
encanto, no eran las doce de la noche ni
daban doce campanadas, desparecieron, dictó el escritor.