miércoles, 1 de febrero de 2012

LA INSTRUCTORA

Se sorprendió de la cuenta al terminar de bajar los peldaños: Quince. Su espíritu juguetón con el movimiento de la lengua en esas criaturas salvajes llamadas palabras no se sintió a gusto con lo que daba el juego difuso: King-es; C- Skin. Que fuera el único hospital de nuestro querido pueblo Villa Peach Ant’s no indicaba que fuera lo mejor, pero si que era lo mejor que se tenía a mano para aliviar todo eso que la tecnología nos hurtaba y enrostraba en la ciudad y la capital. Pero todo aquel ritual de contar lo que tenía al instante era para poner más bajo el volumen de la música de su corazón que acaba de empezar a tocar una violenta fuga en tono de mi-mayor; y eso que era la época en que ya escuchar a ZZ Top con su Bright Dressing Man, o el fandango del Blue Jean Blues no era nada raro de combinar con los ritmos de pasillo, tango y guabina entre cantinas de leche, quesos y hortalizas en la época en que enredarse de lengua, piernas y demás con alguna sorpresa o entre hembra y hembra y género-viceversa tampoco era problema; pero seguíamos prefiriendo las tonadas tipo: ...ay yo soy, yo soy el jardinero(bis)/tengo amores con Lucrecia, con Teresa y con Raquel o embebernos de despecho reciente con tenías que ser tan tirana y enredarnos el alma en ese obscuro objeto del deseo.
El haber bajado por la escalera parecía una jugada maestra de hados maliciosos para poner los contrastes en aquella partitura de vida a la que no se quería incluir en ningún catálogo. Era, de un lado, la sección de higiene oral a donde tenía que ir y, del otro aquella oficina de higiene memorial que son las estadísticas; Pero ¿qué significaba aquella otra estancia que se encontró de pronto como estandarte entre dos fuegos?: Lo primero que vio fue uno de esos armarios de alcoba con espejo de cuerpo entero en la puerta lateral a las divisiones de cajones donde las mujeres guardan toda clase de checheres y en el interior del lado del espejo guardan, generalmente, los vestidos del macho que las acompaña junto a los abrigos con los que ellas ostentan sus vanidades (a veces son pieles de visón, armiños o colas de zorros pero son excepciones valoradas en artimañas que el dinero representa). Cuando de la habitación contigua salió aquella figura no lo podía creer. Era nada más y nada menos que...pero hagamos primero un pequeño flash back: La fuga que se estaba cociendo era porque el encuentro inesperado con Simona, aquella linda regente de la farmacia a la que no esperaba ver de nuevo luego de aquella vez en que años atrás, a raíz de un letrero que había puesto en la puerta que rezaba algo así como:
“Apreciado usuario:
El miedo es la base de todo abuso.
Antes de acercarse aquí
¡domine sus nervios!”
le había dicho: “Aunque usted no quiera nada de nervios, hay ponerse nervioso para decir: ¡Hermosa damita despácheme estos remedios” y ella había respondido con un simple y enigmático: “¿por qué tan duro hoy conmigo?.
...Pancha, la histérica flacucha de rostro anhelante que primero había trabajado en un bar, luego había pasado por las manos de los carniceros, de los tenderos y de algunos personajes más importantes pero con menos escrúpulo a la hora de contrastar hambre con gusto, ahora fungía como aseadora, lo que traducía, aparentemente, lo que decía la escarapela: “Hospital San Valentino. Operadora de Servicios Generales”. Sin embargo la realidad era más compleja.
Sus miradas chocaron: Era como una ágil iguana apostada a la orilla del mar del deseo esperando que las chispas del oleaje del amor le refrescaran su alma desesperada; pero siempre caía en el marasmo, se lanzaba al agua y salía aún más sedienta y salada. “Hola, lindo” le dijo; “¿quieres seguir?, te invito a conocer”.
Sí, quería conocer; era como la entrada a una cueva de la que se necesitaba averiguar el fondo. En la otra habitación había sólo una gran cama con cubre-lecho de satín púrpura y en un rincón un arrume de traperos, escobas y afeites de piso; lo único apenas interesante eran los afiches pegados en las paredes con figuras de ídolos de la canción, varios cuadros de buena factura con posiciones del Kama-Sutra y el sutil fluido de música de una emisora popular.
Pese a que estaba en un tratamiento psiquiátrico encubierto, se había convertido además en instructora también encubierta (nuestro pueblo era a pesar de todo adelantado en cuestiones de la “política del alma”), de los alumnos de onceavo grado que aún necesitaban adiestramiento empírico. Con las nenas era un poco más complicado, pero podían asistir a sesiones grupales bien como observadoras, ya como participantes activas; lo encubierto era solo de la oficialidad central que todavía era dogmática, puesto que la asociación de padres de familia era debidamente instruida. Además ganaba doble sueldo.
Cuando después de una rápida ojeada y el cuarto de hora de higiene oral subió de nuevo al pasillo de la farmacia decidió que el punto más emocionante de la sinfonía fuera: “Es el susto el que hace el amor; o es que al amor le gusta el susto. ¿Qué tal si nos tomamos un café y lo discutimos?”