viernes, 2 de mayo de 2014

MURO DE LAMENTACIONES

MURO DE LAMENTACIONES

Dejo desbarrar mi ser y me embriago
para no caer –del todo- en el infierno virtual de la lucidez  
estoy en el lado invertido del muro de los lamentos
quiero decir, del lado donde exudan aún los muertos
sus tristezas de no haber vivido y haberse ido
por contra del sabio que dijo: La peor enfermedad, la vida
este sitio que queda en las antí-gonas de Jerusalén
no, no da descanso
y aunque mi talón oprime un fresco hatillo
de sangre de dinosaurio que se ha puesto a mi pies
inopinado transparente  llora agua dulce y fresca
su química resurrección de maleable suerte
las agujas del cielo le han clavado la noche última
no hago caso, destapo mis alcoholes que bebo
y me plastifican los dolores y las muertes de cada instante
se arraciman a conversarme las uvas de sus combustiones
sin rumbo, sin ganas las oigo cantar en mi sangre
sus himnos antiguos hasta que recalo en la vieja Vía Apia
esa tumba viva donde se instala el jardín infantil “Ilusiones”
otra vez el duende risueño se apodera de mis ansias serenas
y toma el timón:

¡al diablo!

BEBÉ

BEBÉ

¿Hay algo más puro que un bebé? Acaso la omnipotencia de Dios o su omnipresencia; pero Dios no tiene olor y menos hoy cuando las narices del entendimiento están sólo dispuestas para los aromas concretos –máxime si tales nos producen el placer de ignorar que el tiempo azuza al ser para que esté en consonancia con el estar: estar pensando, estar creando, estar amando, estar temblando de gozo con su visita a nuestros adentros y afueras, y no ese cruel tormento de estar al acecho de ese algo que nos llama, nos increpa, nos araña, nos vuelve de revés. La lluvia parecería tener un encarnizado combate con ese algo. Los destellos en el aire del filo de sus cuchillos vertiginosos denuncian su persecución ubicua  que sólo los muchachos de la escuela rubrican sin saberlo con el chapoteo travieso de sus zapatos en los charcos y en la cara de las niñas a las que persiguen con su crueldad soez pletórica de hormonas trabajando en cubierto. Los parroquianos guarecidos bajo los alerones que respiran una tregua del festín del comején no barruntan una probable muerte por accidente absurdo. Sólo el poeta que asombrado del fastidio extraño de mojarse se cobija bajo la plancha de acero del edificio en re-construcción esquiva los jabs y oper-cuts de esa cosa y la lluvia; pero acepta, sin pena ni gloria, que cualquier desfondamiento del soberano culo del cielo en el día menos pensado le derramará encima toda su mierda. El resto era pasar y pasar; y el diálogo sordo de las miradas desconsoladas con la lluvia deja leer los labios de párpados pasando de las palabras para dejarse seducir por las imágenes: TODO A CINCOMIL: Los colores de la psicodelia en las iridiscencias de ojo de mosca de las gafas de sol para la temporada marca “Gamba”; calzones para una noche de copas como premio de consolación al temblor de turno; medias veladas para anunciar, con misterio y seducción, la sacra tienda de reunión; tiza china para emborrachar las cucarachas que vampirean las cocinas por miles; papel selfie-adhesivo para atrapar los hijos de las ratas mayores sin ser acusados de bebecidio; topless para el despertar de la inocencia de quinceañeras que van a entrar en el glamouroso pero humilde mundo de la in-con-ciencia; perfumes para imitar el último vagido de Shakira o Rihana con puro de futbolista incluido. Y adentro las imágenes de la factura del plan de datos peleándose con el agua y la luz. ¿Dónde va a ser la borrachera de hoy viernes? ¿Qué erección intempestiva me ha acometido? ¡Quiero unos zapatos como esos! Busco una mujercita pura y honesta que no me haga sufrir esta farsa universal de la infamia. Aparece en la esquina, a menos de cinco metros, una muchacha de máximo veinte con rostro dulce y virginal, con mochila de flores fucsia a la espalda y un aire interesante mezclado con sencillez de pureza. Mi corazón se revuelca como un gato en un saco. Se va a subir a la buseta. El aire huele a bebé, a talcos de bebé, a aceite Jhonsons, yo qué sé; voy tras ella. Veintitrés y veinte, vale la pena.

El poeta se siente más holgado en el espacio liberado. El aire huele a bebé. La mujer gorda saca del zaguán otra olla de agua hirviendo para regarla en la acera debajo del freidor de empanadas, de pasteles de yuca, de chicharrones y esparce detergente que refriega con cepillo. El vaho de la mezcla de grasa y aroma de fab mar-ca-gato huele a bebé.