SUSANA CASTELLANOS: Encantadora. Con la
emoción que nos lleva a imaginar un agua clara, o al menos honesta; pero ¿qué
podría significar un agua clara y qué una honesta? Lo que debe significar para
el gato –o el tigre- que por instinto es reticente al agua y qué, supuesta
aceptable la metáfora o la parábola del hombre cuyos miedos atavicos le han
hecho desarrollar primero la intuición en el mito, acerca de lo que es o puede
ser la realidad y el mundo, y después la razón en la ciencia, se va de la mano
–o se mete- con un agua -o una mujer- desconocida, sólo porque intuye que al
ser un pozo donde razonablemente se ve el fondo y, del mismo modo que, por
aquella idea por la cual la apariencia nos hace desconfiar puesto que casi
nunca concuerda con la esencia, nos ponemos a pensar si, ya que se ve el fondo
y el fondo es cenagoso, pero hechas las conjeturas pertinentes se llega a la
conclusión de que el cieno es simplemente el sucedáneo del arma defensiva del
calamar para, en el caso que nos ocupa, cuando la escritora que no ha tenido
empacho en hablar con propiedad y fluidez de brujas, vampiros y el mal en
general en la literatura y que en contraste de la forma en que define a su hijo
“feminista” como un feminismo
diferente, acaso ingenuo del que ella misma profesa y en el cual, por el poder
de especulación que el tigre convertido en hombre, hace acerca de si en lugar
de cieno en el fondo hay piedras y ¿qué se esconde debajo de ellas? Entonces
esa emoción se convierte en un desafío.
El desafío se configura en el hecho de que si
esta autora ha sabido convencernos de que, a diferencia de lo usual, según lo
cuál es el hombre quien “mira” y define lo femenino, hay mujeres que se han
interesado por definir, racionalizar, profundizar en el gran misterio que su
condición implica; ese misterio, que ha hecho que la sociedad y su desarrollo
para el cual la noción de progreso se convierte en una serie de estrategias y
tácticas que buscan dominar, esclarecer, o cuando menos dejar de lado lo
obscuro, lo azaroso, lo arrebatado, para definir la figura de lo femenino como
algo peligroso, impredecible, de cuidado, si no se subordina al método de
iluminación visto con lentes masculinos, entonces, luego de llegar a esa
conclusión que en contraste con la convicción de que ese muchachito de
veintidós años que ve lo femenino en términos de una proclama de igualdad, nos
hace sus prosélitos, ¿debemos abandonar nuestra naturaleza de macho experto y
diestro en el manejo de las armas que el género nos proporciona? ¡Qué la fuerza
del amor acompañe a nuestro tigre de encontrarse en confrontación accidental
con la manta raya!
Debe ser por lo anterior que oponemos la más mínima resistencia a lo femenino como principio creativo. ¿acaso no suena razonable que la teoría del Big-bang es el estallido primigenio de la vagina cósmica que la imaginación masculina volvió dentada en el afán de creer que el principio de génesis es el penetrar los obscuros laberintos que taladra el pene. La imaginación no es más que invaginación, ese deseo desmesurado de volver al tibio laberinto donde la conciencia de sí no angustia y para mantener la ilusión de dominio el ser se inventó -por gracia del esfuerzo masculino- los ojos que guían y dan sentido la luz.