domingo, 13 de septiembre de 2015

RETRATO PARA UNA RATA



RETRATO PARA UNA RATA
El artista se despertó bajo el peso de la expectación propia de una devastación inminente. Expectaba, como quien intenta desparramar a manos llenas la paga de moneda dura de sonrisas burlonas, una caricia que de misericordiosa caridad intempestiva, la desdeñosa fortuna le regalara para aliviarle un poco las heridas de su miserable vida. Estaba por conocerse el fallo de un concurso convocado por la corporación Id-Hartas ¿Era el artista acaso una versión de la transmigración premiosa de algún Renoir, de un Cezanne, un Degas, tal vez un Baudelaire, un Flaubert? Es incierto y dudoso pero lo que si era seguro es que era una mixtura aparecida así, casi que de pronto, de todas las formas expresivas del arte, como una reacción refutatoria de la vieja idea de los artistas –vieja por cuanto ya nadie la echaba en vista pero si se tiene en cuenta que la “twenty century zorra” era apenas una  núbil golfa prematuramente envejecida, era recientísima- que no tienen el mismo compromiso con la historia por manejar los conceptos poco deleznables de las imágenes y su elusivo carácter de nube nudosa pero agitada por vientos inconmensurables. Por eso el interés del concurso de Id-Hartas: Nuevas propuestas. 
Era una sensación muy francesa –al diablo con la manida expresión romántica- y, pese a su natural desenfado, que el artista, desperezándose ahora –es mejor la palabra distensionándose pero eso no juega en francés hasta que alguna cosa suceda con la relación entre lenguaje y sentimiento que obliga a que una de las partes salga de su trinchera y confronte a la otra; a los cuadros se les puede destrozar, hasta con palabras, a las obras del lenguaje no- en su obscura y pobre cueva, hete aquí que cuando se encuentra con una rata esmirriada que ha caído en un pozo por trampa del cubo de la basura, hace intentos desesperados por escalar las plásticas paredes de jabón para sus garras temblorosas por un apremio doble: El hambre y el asedio de unos ojos que desde arriba, como un dios monstruoso le mira con desgano (poco después, cuando, al tiempo que se escabullía eludía astuta y veloz la mano del artista, que la quiso tomar –sin hacerle daño- y lanzarla lejos como quien pasa la página de un libro malo, le pidió, confesándole que era teatro, que le hiciese un retrato-.
Para aliviar un poco el golpe tan certero de la circunstancia, se propuso dar un paseo al aire libre, de modo que, acaso pudiese disponer de sus pinceles y encontrar colores apropiados, muy a sabiendas de que, por buena que fuese –por su circunstancia- la obra no sería vendible, melancolía pura y lógica para disuadir cualquier inspiración genial; y se encontró con un caballete absolutamente distinto y lejano del francés sentido. Era él un guardián alojado en el cobertizo aledaño a un granero donde se guardaban y custodiaban podridos e ignotos granos antiquísimos. Un maíz primigenio. Un personaje de enigma trágico al estilo de Faulkner en los predios del vastísimo delta del Missisipi, mucho antes de que el blues verdadero y el cross-road alojaran y compartiesen la hospitalaria malicia del innombrable y viejo caído dolorido. Trasegando entonces por borrosos caminos, avergonzado de sus sentimientos de Huckelberry Finn, de pronto despojado de su venda inocente y candorosa, escarbando sus colores y pinceles entre follajes espesos de umbría majestuosidad, escuchando la conversa incomprensible de las cigarras multitudinarias que, despejado ya desde ha mucho el aire de la conminatoria solemnidad de los odiosos y obscuros filósofos, a menos que se les meciese en la cuna decrépita, levantándoles la manta de las hojas de los libros donde dormían profundamente y que se remozaban cada vez que una mano curiosa les abría su misterio y les restregaba entre sus partes más sinuosas, íntimas y profundas, de modo que la luz verdadera no la administraban unos sistemas ominosamente monstruosos, sino el logos con su batallón cada vez más diezmado.
 Fue entonces cuando puso dejar que brotasen los primeros trazos de lágrimas generosas y doloridas que por enésima vez compartían, virtualmente con la rata que se paseaba por aquel granero inmemorial de los vicios y las desdichas de los hombres, su propia imagen:
“Si bien me conocíais, mi señora; si bien sabíais que era este un pobre diablo enfundado en figura de sanguijuela errabunda en cuyo rostro se delataban todos los vicios y maldades (sólo que no tenía tu valentía de poner toda la carne en la parrilla del fuego que nos tocó en suerte), lo que te impulsó a retar, con socarronería y saña: Tu me pagas una, yo te pago dos, para que la gaminería callejera después se burlase: Pague dos y lleve ninguna, por qué, entonces, bien guardados a mis ojos cándidos tus secretos de viciosa, de adicta al lúcido lechoso polvo, si bien que protegida por los designios de una rata de más alto coturno: Dinero del que por mi puerta pasaba un oculto sendero…No Id-Hartas, Id-Rathas de la populosa y cosmopolita ratonera presurosas y apeñuscadas a participar de la piñata obsequiosa que de luz obscura tenemos montones; ya nada de artistas denunciantes, no, artistas malabareros, Eros-culión os da sus fastos, Hiper-rión sus vitaminas… Por qué no podías compartir conmigo, sin compromiso ni ilusión, sin objeto y sin pretensión, un poco de la dulce pacotilla de tu palabra, de tu delirio, de tu no importa, de tu temblor. Acaso la molicie bien vestida de fría malicia te iba a encumbrar, te iba a entronizar en un poder de los que detestabas su elegancia, su ostentación, sus podridos modales y no te dejaba columbrar, desnudar, concluir, que siendo yo un pobre lesbiano afectivo, al tiempo que bujarrón intransigente , podía, por esa estúpida joya de amor que demostré con creces, para que la guardaras en tu relicario intimo de ¿quién sabe? intercambiar un poco de la baba que esos otros, los bien protegidos de la repugnante decencia, en su propia casa, degeneración bien conservada de la museo-lógica idea de-escencia, se dan a borbotones entre confetis y serpentinas de disimulos y fragancias anodinas, que no querían cambiar, como cambiarte nunca quiso este deshecho, ni intervenir en tu vida, como no fuera un poco del aire viciado común que nos tocó en suerte como no fuese un toque de ese acabado tremor de tambor por el que aún todos viven, aunque quizás a vos, menos que a ellos, aún hace temblar los cimientos epóxicos del futuro, de los hijos, de los tiempos en que las fuerzas se enseñorean con un nombre despreciable: Piedad y que acaso ya no importa saber si existe ese aviso de aquel banco en bancarrota: La amistad.