RETRATO PARA
UNA RATA
El artista se despertó bajo el
peso de la expectación propia de una devastación inminente. Expectaba, como
quien intenta desparramar a manos llenas la paga de moneda dura de sonrisas
burlonas, una caricia que de misericordiosa caridad intempestiva, la desdeñosa
fortuna le regalara para aliviarle un poco las heridas de su miserable vida.
Estaba por conocerse el fallo de un concurso convocado por la corporación Id-Hartas
¿Era el artista acaso una versión de la transmigración premiosa de algún
Renoir, de un Cezanne, un Degas, tal vez un Baudelaire, un Flaubert? Es
incierto y dudoso pero lo que si era seguro es que era una mixtura aparecida
así, casi que de pronto, de todas las formas expresivas del arte, como una
reacción refutatoria de la vieja idea de los artistas –vieja por cuanto ya
nadie la echaba en vista pero si se tiene en cuenta que la “twenty century zorra” era apenas una núbil golfa prematuramente envejecida, era
recientísima- que no tienen el mismo compromiso con la historia por manejar los
conceptos poco deleznables de las imágenes y su elusivo carácter de nube nudosa
pero agitada por vientos inconmensurables. Por eso el interés del concurso de
Id-Hartas: Nuevas propuestas.
Era una sensación muy francesa
–al diablo con la manida expresión romántica- y, pese a su natural desenfado,
que el artista, desperezándose ahora –es mejor la palabra distensionándose pero
eso no juega en francés hasta que alguna cosa suceda con la relación entre
lenguaje y sentimiento que obliga a que una de las partes salga de su trinchera
y confronte a la otra; a los cuadros se les puede destrozar, hasta con
palabras, a las obras del lenguaje no- en su obscura y pobre cueva, hete aquí
que cuando se encuentra con una rata esmirriada que ha caído en un pozo por
trampa del cubo de la basura, hace intentos desesperados por escalar las
plásticas paredes de jabón para sus garras temblorosas por un apremio doble: El
hambre y el asedio de unos ojos que desde arriba, como un dios monstruoso le
mira con desgano (poco después, cuando, al tiempo que se escabullía eludía
astuta y veloz la mano del artista, que la quiso tomar –sin hacerle daño- y
lanzarla lejos como quien pasa la página de un libro malo, le pidió,
confesándole que era teatro, que le hiciese un retrato-.
Para aliviar un poco el golpe tan
certero de la circunstancia, se propuso dar un paseo al aire libre, de modo
que, acaso pudiese disponer de sus pinceles y encontrar colores apropiados, muy
a sabiendas de que, por buena que fuese –por su circunstancia- la obra no sería
vendible, melancolía pura y lógica para disuadir cualquier inspiración genial;
y se encontró con un caballete absolutamente distinto y lejano del francés
sentido. Era él un guardián alojado en el cobertizo aledaño a un granero donde
se guardaban y custodiaban podridos e ignotos granos antiquísimos. Un maíz
primigenio. Un personaje de enigma trágico al estilo de Faulkner en los predios
del vastísimo delta del Missisipi, mucho antes de que el blues verdadero y el cross-road alojaran y compartiesen la
hospitalaria malicia del innombrable y viejo caído dolorido. Trasegando
entonces por borrosos caminos, avergonzado de sus sentimientos de Huckelberry
Finn, de pronto despojado de su venda inocente y candorosa, escarbando sus colores
y pinceles entre follajes espesos de umbría majestuosidad, escuchando la
conversa incomprensible de las cigarras multitudinarias que, despejado ya desde
ha mucho el aire de la conminatoria solemnidad de los odiosos y obscuros
filósofos, a menos que se les meciese en la cuna decrépita, levantándoles la
manta de las hojas de los libros donde dormían profundamente y que se remozaban
cada vez que una mano curiosa les abría su misterio y les restregaba entre sus
partes más sinuosas, íntimas y profundas, de modo que la luz verdadera no la
administraban unos sistemas ominosamente monstruosos, sino el logos con su batallón cada vez más
diezmado.
Fue entonces cuando puso dejar que brotasen
los primeros trazos de lágrimas generosas y doloridas que por enésima vez
compartían, virtualmente con la rata que se paseaba por aquel granero
inmemorial de los vicios y las desdichas de los hombres, su propia imagen:
“Si
bien me conocíais, mi señora; si bien sabíais que era este un pobre diablo
enfundado en figura de sanguijuela errabunda en cuyo rostro se delataban todos
los vicios y maldades (sólo que no tenía tu valentía de poner toda la carne en
la parrilla del fuego que nos tocó en suerte), lo que te impulsó a retar, con
socarronería y saña: Tu me pagas una, yo te pago dos, para que la gaminería callejera después se
burlase: Pague dos y lleve ninguna, por
qué, entonces, bien guardados a mis ojos cándidos tus secretos de viciosa, de
adicta al lúcido lechoso polvo, si bien que protegida por los designios de una
rata de más alto coturno: Dinero del que por mi puerta pasaba un oculto
sendero…No Id-Hartas, Id-Rathas de la populosa y cosmopolita ratonera
presurosas y apeñuscadas a participar de la piñata obsequiosa que de luz
obscura tenemos montones; ya nada de artistas denunciantes, no, artistas
malabareros, Eros-culión os da sus
fastos, Hiper-rión sus vitaminas… Por
qué no podías compartir conmigo, sin compromiso ni ilusión, sin objeto y sin
pretensión, un poco de la dulce pacotilla de tu palabra, de tu delirio, de tu
no importa, de tu temblor. Acaso la molicie bien vestida de fría malicia te iba
a encumbrar, te iba a entronizar en un poder de los que detestabas su
elegancia, su ostentación, sus podridos modales y no te dejaba columbrar,
desnudar, concluir, que siendo yo un pobre lesbiano afectivo, al tiempo que
bujarrón intransigente , podía, por esa estúpida joya de amor que demostré con
creces, para que la guardaras en tu relicario intimo de ¿quién sabe?
intercambiar un poco de la baba que esos otros, los bien protegidos de la
repugnante decencia, en su propia casa, degeneración bien conservada de la
museo-lógica idea de-escencia, se dan a borbotones entre confetis y serpentinas
de disimulos y fragancias anodinas, que no querían cambiar, como cambiarte
nunca quiso este deshecho, ni intervenir en tu vida, como no fuera un poco del
aire viciado común que nos tocó en suerte como no fuese un toque de ese acabado
tremor de tambor por el que aún todos viven, aunque quizás a vos, menos que a
ellos, aún hace temblar los cimientos epóxicos del futuro, de los hijos, de los
tiempos en que las fuerzas se enseñorean con un nombre despreciable: Piedad y
que acaso ya no importa saber si existe ese aviso de aquel banco en bancarrota:
La amistad.