EL SÍNDROME DE LA BELLA DURMIENTE
“¿Cómo?,
clama la criatura humana, ¿esto no es todo?
no,
responde el espíritu, levántate; se desata la tormenta,
la naturaleza
se estremece, tiembla bajo el azote de Dios
{del otro dios}...el escritor espíritu ve la idea-fantasma,
la palabra se espanta, la frase se estremece
en todos
sus miembros...”
Gustave Simon (Chez Víctor Hugo)
Hasta que se armó la furrusca. Después de
la larga discusión de pesadas y corpulentas nubes con vientos violentos -¿qué
hace aquí ese velamen intruso y harapiento que deja ver su tersa y lozana piel
azul cautiva, que no deja que las flores tengan su mayo y las hojas acepten su
destino de otoño? Las centellas de plata se desgranaron de pronto sobre el
inerme hormiguero que luchaba por interpretar su misión y su sino que si antes
era angustioso hoy era ilegible por la terrible madeja que se había enredado de
pronto por el manotazo abusivo de la razón.
Allí, como escudo, bajo la cuerda de circunferencia proyectada hacía la
calle en aluminio bruñido que sostenida por dos paralelas perpendiculares para dar sostén al inmóvil columpio
de acero dividido en estrechas secciones por si algunas posaderas venían a
hacer honor a la desmesura, llegó la loca destilando dardos desleídos de la
deshecha sombrilla. La sonrisa que le ofreció al atrincherado indiferente
cuando una de las puntas desnudas de su escudo irónico le acarició la nuca y
que nadie interpretó como una admonición del descabello al final de la corrida
aburrida, sin arte, sin triunfo, era de perrita pekinés. Sólo el poeta que
recibió los respetos de un puesto de distancia se dio cuenta de que sus dientes
frontales superiores cruzados eran la denuncia de que los dedos interiores se
cruzaban en plegaria de que nadie se diera cuenta de que ni aun sus teticas
delgadas que se asomaban por entre el hambre de un brassiere curtido ni su
cuerpo enfundado en un guante ajustado que aún podía despertar lujuria de algún
desesperado que la viese de espaldas, podían anular la decepción de fijarse en
su carita contrahecha, como de caricatura, con sus ojos maliciosos y su pelo de
cabuya.
Los timbales y platillos que sonaban como exordio de una gran escena y
que harían apenar a los más aplaudidos espectáculos de Brodway o Pigalle
dejaban indiferente al escaso público que se apiñaba allí. Inmersos en el
abismo de la incertidumbre miedosa de que aquella suspensión del movimiento no
termine nunca, no se daban cuenta, acaso el tipo que parado detrás de la loca y
el poeta sentados, con actitud hierática
podría ser un ángel guardián o un simple inspector de otra dimensión, esa
dimensión que anunciaba que contiguo estaba el Instituto Univer-salario de bajos estudios del sistema métrico-espiritual
sumido en el anonimato por el sistema
economi-cazador. Hasta que se inició la primera escena del acto I.
—
¡Qué hace! –la loca
se volteó orgullosa exhibiendo su labor de crochet en tonos café cargado y café
con leche mientras arremetía puntadas diestras.
—
Una blusita para...
–se quedó mascullando una incoherencia, como si todavía su sistema
métrico-moral le pidiese que el pudor –o la malicia- no anunciaran su ilusión
pene-lope-sca «...cuando me case».
El indiferente, que había capitulado ante el asedio de la curiosidad,
luego de que con gesto decentemente despectivo había excusado la caricia de
latón, posó sus ojos en los del poeta (si hubiese sido algo más que uno más con
historia refundida habría seguramente pensado que no cabía la menor duda, se
trataba de la copia futural del famoso Flânery
Co’nhonor ).
Por su parte el recién sumido en la pila bautismal que no llegaba a ser
inspeccionó infructuosamente en sus archivos, esa cara ya había obtenido un
registro; ese gesto de labios latinos enseñados a ofrecer el premio delgado de
una sumisión ambigua en su sonrisa morena, o acaso en su rictus inconsciente de
hombre bueno, bueno por intuición no
por conclusión, algo tenía que ver con su vida.
Quizás era la tensión de la atención que le solicitaba la retahíla de la
loca que dirigiéndose de hito en hito a los simuladores espectadores, luego de
que la pregunta y usted, ¿qué hace, es
profesor? respondida con la evasiva pero considerada ironía sonriente de ¡yo...profesor... soy alumno de la lluvia!,
no les permitía ubicar el expediente. Inevitablemente recordó que alguna vez
había aspirado a ser pobresor y que
la misma anamnesis de catálogo de la loca se lo había frustrado.
Pero el catálogo del holograma inverso de aquella infortunada aunque
reputada cuentista que plasmaba con maestría estampas del viejo oeste donde
cojos antipáticos enmascarados en la belleza irreductible de la biblia seducían
campesinas menos tontas que anhelantes de recibir un importe real de los envíos
de sus fantasías aunque les costara los ahorros y un marco desdichado para el
cuadro de sus vidas, parecido pero no igual a las citadinas que la evolución
había traído a colación de amantes que
saben distinguir el polvo del amor del amor de los polvos, tenía que ser
mucho más profundo y menos esquemático, o al menos, menos dispuesto al
vasallaje de la secta de los psiquiatras. Cierto, porque si bien la retahíla
era más o menos coherente, no aprobaba los retenes de la auténtica poesía
–mentimos, de la avezada retórica-. Las siete mierdas enviadas al doble no sé
cuantas que no le permitía acomodar el torniquete de la muleta de la sombrilla
desarmada por la lluvia para armar otra estación en el Liceo Isabel la católica –volvemos a mentir, por los vientos
furiosos, lo que nos hace recordar que la discusión que acabó en furrusca era
aguerrida porque las corpulentas nubes decían que tenían su derecho, que en el
ecuador nada estaba escriturado a las estaciones del norte o de Europa y los
vientos aducían que, logrado un cuerpo, tal como ellas lo habían logrado,
debían ocupar el lugar que se les asignara; era la ley dinámica de los vientos;
ellos, sutiles como eran, tenían preponderancia de los espacios. ¡qué espacios –respondían enardecidas
las nubes-, razones, queremos razones!
Y resulta que la razón sólo traía a explicación metáforas y figuras que sonaban
a excusas enfundadas en semblante de dictador.
II
Primero fueron simples casos aislados. La huérfana enfermedad del síndrome de la bella durmiente provocaba
románticas gestas en mentes calenturientas. Nunca nadie se dio cuenta de la
pandemia. Eran especialmente niñas sin ningún antecedente clínico o sin ninguna
sospecha de trastornos de ningún tipo; apenas se decía entre las familias que
un ser tan vivaz e inteligente como ellas iban así, de pronto a desear o acabar
en ese hechizo de dormir hasta una semana completa. Pero luego se fueron dando
casos de hombres maduros, niños, adolescentes, curas, científicos, hasta un
presidente incómodo para la comunidad internacional estaba siendo presa de tan
rara dolencia. El secreto de una cura parecía estar en cierta tendencia
inmunológica por parte de intelectuales y artistas que se resistían –acaso del
mismo modo que Stephen Hawking había vencido por más de cincuenta años la
devastación de la esclerosis lateral amiotrófica-, pero había unos pocos poetas
menores que, enmarcados dentro del genérico rótulo de fronterizos, esos seres que, al contrario de los que, caso Fernando
Pessoa, James Joyce, Fernando Botero y Fernando Vallejo –contraste curioso del
bien y el mal encarnados en la inteligencia y que parecían decir: Era-de-la-fe-en-la que-ando- habían
logrado imponerse a la oposición del mundo, unos con el éxito a cuestas, otros
con el estigma de artistas mendicantes o, cuando menos, raros, proclamaban una
rara tesis. Alguna parte de la opinión pública –la que no se preocupa de los
Fernandos y de los James sólo cuando metían goles de niños lindos- tomaba partido por las especies que dejaban
filtrar los medios acerca de que cosas como la vacuna contra el virus del
papiloma humano tenían que ver con este fenómeno, dados los síntomas que la
comunidad científica denominaba histeria colectiva: extraños malestares
febriles, algias difusas, debilidad muscular, estrictamente en adolescentes.
¿Qué tenía que ver el hecho de que Flânery Co’nhonor buscase ahora en
los más profundos meandros de su conciencia la conexión con el indiferente y la
hipnosis que la loca parecía inyectarle guardando y sacando alternativamente el
tejido de ganchillo para dar una puntada, proferir sus imprecaciones y volver a
luchar con el escudo maltrecho de la sombrilla? ¿Acaso el mensaje cifrado que
una hora antes había entregado el escarabajo que a la salida de la panadería
cayó con las alas extendidas a sus pies del mismo modo en que el tiburón vuelto
sobre su lomo pierde la consciencia?: ontos on to
leguetai polacos, el polocho se va de spa al Das vestido de paisano birlando los linderos del cuartel
general de la policía.
III
Sí, que el muy malparido se vaya a sus más profundos avernos. Si policía
y poesía son familiares o si son incestuosos amantes nada importa. Los buenos
de los bondadosos se distinguen en el hecho de que el comando general terrenal
maneja sus fichas como figuras de un ajedrez: La bondad del peón no tiene
parangón con el brío del caballo, es bueno para ser montado y llevar rápido al
general, el peón está para ser comido. Por eso al pura sangre le es indiferente
si es cierto que la loca se presenta al desconcierto del mundo como las señales
de los teléfonos celulares de los pasajeros del avión de Malasyan Airlines y que sus restos desaparecidos yacen tranquilos
en el fondo de la enfermedad del sueño.
Si que tenía que ver. Ya que la verdad del ser que se da de múltiples
maneras sólo quiere decir que las substancias tienen muchos espejos en los
cuales mirarse, pero no necesariamente que los delirios de los cuerpos digan la
Verdad revelada. La estética es una colección interminable de evangelios para un
solo credo, dice el Baudelaire del
futuro; pero las maldiciones siempre están al día de la negación de las
bendiciones, como el hecho de que el cuerpo no puede establecer una auténtica
comunicación con la puro absoluto del afuera cuando el adentro tiene una
desesperada discusión con las substancias. Las multitudes son el modo de vivir
en el mundo los espíritus. Es una mercancía cara pero fácil de conseguir con
los intermediarios adecuados. Ahí estaba esa tarde el tío Hernando diciendo,
antes de que el fuego impuro de la candela le diera el pase definitivo a la
dimensión verdadera, ahí se los mando,
los últimos boletines del confín del delirio. Pero un poco más allá
estaban, muertos de la risa, Gûnter Grass, Eduardo Galeano y Oscar Collazos
junto a otros que recién emprendían el viaje bajo la mirada envidiosa de los Malasyan Airlines voyagers. El tío
Hernando tenía todavía pegado al ser el velo del anhelo de quedarse más tiempo
en la guerra de guerrillas de recuperar el paraíso, por eso, igual que mamá, se
quedaba por un tiempo aferrado a las cosas amadas, todavía inocente de lo que
querían decir en su antagonismo el pobre Baudelaire y el divino Víctor Hugo:
Este en el firme convencimiento de que los votos estaban del lado del citoyen que siempre hace trampa a las
elecciones de lo excelso para quedarse en el poder y aquel en la admirable
vocación del héros que llena de
sublimidad el paisaje de los humildes.
La canícula de las horas siguientes decía que mayo tendría sus flores a
su tiempo.