DIABLO
Y LENGUAJE
El
savant
En-te-vas-a se había acodado con un café a devanar el hilo de su
re-cuerdo
en aquella cafetería de mala muerte a la que no entraba por gusto
sino porque nadie como él sabía que ya los sitios no se escogen
por su prestigio y más bien es que las mezclas de atracción y
repulsión del universo crean frentes en donde anidan y se sazonan,
sabrá alguien por cuanto tiempo o en que propiciaciones, diferentes
sabores de armonías y asonancias del mundo.
El
caso es que al estar bajo el parasol junto al freidor de churros y
frente al contraste de aquel centro comercial de última
arquitectura y provinciano diseño, que lo era no tanto porque
estuviese ubicado o no en una cosmópolis, al fin que las vanguardias
ahora estaban en las mentes , o porque su nombre Nereidas
fuese o no
adecuado en virtud de moda y estilo, vista y pensamiento, proyección
y sensación producían un marco para un cuadro de brujos comprando
pasajes al futuro; sabemos, por ejemplo, que las Nereidas es ese
conjunto fantástico de 50 u 80 Ninfas –los magos de la historia no
se ponen de acuerdo- que solían aparecer en fuentes solitarias y
tibias y que hoy podrían ser (˜)finas
-ninas,
pero siempre a algún bucólico e inocente paseante o a algún dios
en trance de ser alcanzado en las tramas de Destino. El caso,
decimos, es que como la cuerda del re-cuerdo no podría asumirse
como cercana o lejana, como presente o ausente, como actual o
solamente posible, más bien, simultánea en el río, el filósofo y
el poeta que hace un buen rato conversan mientras el savant
les
observa al ritmo del sol tibio (ese sí pueblerino como ellos y no
porque –aunque también- el primero sea profesor y el otro
portero en el colegio contiguo donde a la planta docente y discente
sólo le importa, sin saberlo, pasarla bien replicando el diseño de
sometimiento y dominación de los señores, precisamente con la
guerra de egos y no con el contraste de roles y disciplinas, sino
porque su sentimiento es ese sentimiento de abandono y no el de
actuante expectación de la vida de hoy a la que no le basta lo que
hay sino lo que se esconde, no para combatirlo, sino para tener el
placer de conocerlo y contrastarlo aunque ellos mismos ahora mismo se
contrasten) reciben una singular visita: Un perro negro azabache de
tipo mastín pero evidentemente callejero se echa a los pies del
filósofo, gris como es de vi-entre
y patas abiertas al sol y éste se dedica a hacerle fiestas (y no es
que tenga un talante ecológico o amante de los animales, sino que el
alcohol que corre por sus venas con frecuencia corrobora la máxima
de su interlocutor de que ahora
con el ron lo importante no es la lucha sino la locha):
— ¡Humm,
y ahora hermanito, qué me vas a decir acerca de lo que venimos
hablando: que la poesía sabe más que toda tu podrida filosofía!
— ¿Por
qué lo dices?
— ¡Claro,
no me vayas a decir que, hablando de los instintos primarios, el
bello y pobre diablo no ha venido a hacerte la visita! –lo dice
hinchando el pecho y una irónica sonrisa de broma que no sabe que
está ridiculizando la platónica idea de que el filósofo es
guardián de las ideas puras-
— ¡Pobre
marica!, diablo tú; ¿no te has puesto a pensar que estas hablando
emotivamente con lenguaje vacío?
— ¿Me
estás diciendo que mi lenguaje no está lleno de fuerza
significativa y no te toca?
— Claro
que sí, está lleno de emoción, pero falto de significado y por eso
no me hace las cosquillas que yo le hago al chandoso.
— ¿Por
qué razón?
— Sencillamente
porque comprendo bien que la asociación que se hace de que el perro
es una conciencia más incisiva, si se quiere más antigua, que la
conciencia del hombre, pero eso no significa que acepte, que
comprenda que entidades nacidas de mentes febriles posean la
conciencia del perro; los instintos naturales son eso, instintos,
claro que hay que educarlos –por eso el perro está aquí
insinuándonos su magnífico miembro, porque no tiene el atavismo
social del pudor-, pero el diablo es una figura sin substancia por
más que le pongas cachos, tenedor y cola.
— Porque
no entiendes el lenguaje del perro
— ¡Ah,
pero es que el perro tiene lenguaje!; entonces enséñame el lenguaje
del perro para que él nos dirima
— No
yo no conozco el lenguaje del perro, pero lo intuyo
— ¡Ah,
si ves!, perplejidades semánticas; ja, ja, lo intuyo, o sea:
in-tú-yo;
¡pero formúlamelo!: A, luego B, entonces C, Pe
+rro= Perro y
nos entendemos
— Tendríamos
que ir juntos hasta los principios
— Bah,
¡los principios!; ¿Los principios matemáticos, los principios
morales?, los... Quítele al diablo su carga simbólica de sexo
y le aseguro que queda muy poco; nada diría yo: ¿No es la ambición,
el egoísmo, la envidia, la gula, la maledicencia, la envidia, la
guerra, el chisme, etc., etc., posiciones pre, pro o por sexo que es
la calma, la apacibilidad, la frescura? Después que has tenido sexo
todo, pero nada importa.
— ¡Exacto!,
no hemos develado la fuente significativa, simbólica, de ese impulso
y por eso aún no nos ponemos de acuerdo.
— ¿De
acuerdo? Lo que es, es, como la piedra que te pega en el ojo, o el
puño que te hace ver estrellas, pero las estrellas no están en ti,
están allá, el golpe lo recibes por testarudo y por eso no las
disfrutas.
— Tú
lo dices, las piedras te pegan porque no están en ti, tú las creas,
en cambio las estrellas están en ti, aunque lejos las veas.
— Bah,
¡estás loco!
— Claro,
ese es tu final; en últimas, la fuerza de las significaciones de mis
enunciados te desequilibran, no son mis enunciados, es su fuerza; ¡la
locura!, ¿no es, en Heideggueriano, la negación de lo-cura,
la-cura= lo-cuidado?
— ¡Heideggueriano,
qué sabes tú de eso!
— ¿No
has escuchado aquella frase: y
las puertas del infierno no prevalecerán contra ella?
— ¡
Ay, Dios, la iglesia! Las puertas de tu escuela no te entraran ni por
el culo
— Sabes,
¡le-seguía!:
la
i-gle-sia
Pero
En-te-vas-a, quien no podía separarse de aquella secuencia en la que
otras detectadas aperturas –llámense tecnológicas, llámese
concienciales, llámense experienciales- se deslizaban como aquella
mujer de contextura mediana, de rostro indeterminado entre feo o
bello, de expresión humilde, de vestimentas sobrias, con mirada
filuda pero no por ojos achinados sino por un brillo acerado en sus
pupilas, le decía, no en lenguaje oral, ni verbal, sino sensitivo, y
que no podía describirse como la sensación de un corazón
palpitando a un ritmo, ni como un pellizco, ni como una secuencia
fónica, sino simplemente la conciencia íntima traducida en: y,
¿qué te diría yo si me preguntaras si todavía picho? que
descendía por una cuesta de-anunciada
como
vórtice, se ponía a pensar en qué hubiese dicho mediando entre el
filósofo y el poeta; ¿tenía algo que ver ese coro lejano cantando
que ya Cupido no podía hacer lo suyo por culpa del olvido; que
griego y poesía se perdían, muriéndose de amor, sin saber que
hacer, porque sólo En-te-vas-a se daba cuenta, tarde, de que cuando
un picor en la mejilla mientras iba por el tontodromo
tres
metros antes de cruzarse con una pecosa hermosa que reacciona con un
morder de labios es un flechazo de Cupido; o que luego de la mujer
aquella algún caminante ha tomado una hoja de pasto de las que
convierten el ansia en leche y haciendo eses (S’s) entre los dedos
ín-dice de
una mano y otra mientras lamenta un mal amor, una bella que conduce
un carro ejecutivo en vía contraria le alterna, con una sola mano,
siniestra, haciéndose bucles en los cabellos,?... En-te-vas-a quizás
hubiese dicho: Ustedes
no se peleen por palabras, aunque el misterio está en el lenguaje.
Todos navegamos en la locura; el filósofo es un loco con método; el
poeta es un loco al que el método le importa un bledo, pero el
mi-todo
del amor
que es donde siempre caemos, no puede ser, nunca será, el respiro
tranquilo que por fuerza de con-traste
vivimos.
Por ahora, en lenguaje vamos.