martes, 13 de septiembre de 2016

VIÑETA CON MARIPOSA


¿Qué puede pretender una simple mariposa que se posa sobre el diminuto brote que emerge  de la fractura del pavimento de una calle de barriada pobre de una ciudad apacible y culta? Es curioso; el brote es la colonización híbrida del suelo de dos familias, la una, cuatro, cinco simples hojas; la otra, el simple tallo que se corona en una flor de diente-león no liliputiense sino micro suficiente, apenas un escaso milímetro. eso sí, hay que reconocer que es una vulgar mariposa; no es ni una monarca ni una macaón ni una de esas que se anticiparon a la era de las formas geométricas bizarras y lo s colores ácidos, es tan vulgarmente común, que si su color, conocido en todo el mundo, fuese color amarillo-pollito, todas las demás de su clase dirían; ¡Y esta malparida. Se cree venida de otro mundo! y si fuese de color calostro, dirían: no le alcanzó la yerba para hacerse la diferencia ¡entelerida!

Se posa la mariposa, como es natural, sobre la flor -aunque garosea un poco sobre el verde menta de las hojas-, como un viejo verde estrechando la mano de una dulce damita. Como las mariposas no usan pantalones, se deja ver como un simulacro de operación de ganchillo, un escarbar en el útero del aire, una de esas formas de estimular que tan bien conocen las lesbianas.

No puede ser otra cosa, la mariposa posa para la lente del artista cuando el entorno está pletórico de flores normales, árboles corrientes y energías naturales; sino le haría a la flor una felattio. El lío es que no nos da su Facebook ni nos ofrece la oportunidad de defendernos de sus twets; tampoco hace ostentación sutil de sus seguidores o insinúa la egolatría de las formas de monetización digital, es decir, no se muestra Youtuber. Acaso esté  ofreciéndonos una mano: poeta, hueles en el aire los aromas de natura, tanto físicos como metafísicos, de donde procede todo asombro y toda filosofía; la ciencia es su pobre tejedora de coronas.

Pero bueno -el poeta se atreve-, tómese algo con nosotros; si quiere, algo que se parezca a su orgullo, un yogur ya que no debe necesitar alcohol con esa propulsión a chorro que tiene en su abdomen. Hace rato ha aparecido en escena un vendedor por encargo de tiendas. Tranquila, estamos solos. No hay forma de que alguien pueda terciar. Ni siquiera esos vecinos y vecinas que van desgranándose como la llovizna de septiembre. Esos que no siendo cultos detentan la elegancia que no conoce el escándalo, pero con el triste atenuante de no ser como las otras colmenas: Se apiñan y se entrelazan y se zanganean sin parar mientes en obreras o reinas o larvas. Los hormigueros desafricanizados al menos tienen el viático del diseño para proliferadores y el sagrado derecho de la intimidad.

De pronto un cataclismo sobreviene -más por un revolcarse interno del aposento moral que por una apetencia de la caldera del magma primordial-. Como el espacio de tiempo entre el silencio después que se escuchó en el aire universal el lamento Dionisos ha muerto  y la no prueba fehaciente de que haya advenido un nuevo reino, causó una confusión y segregación enorme de la armonía, Celema, el vendedor, ha dado un paso, Sé-el-lema de los velos entre la noche y el alba. Sé de la leche que no sabe y sin embargo a todos engolosina.