Ella tenía un
nombre cualquiera, de esos comunes que sólo significan si se los
desenreda; es decir, podría igual llamarse Luisa o Mary, dependiendo
de la idea que su idioma entrañare; es decir, dependiendo, no de su
sucia o transparente lengua, de su proyectarse. Y se proyectaba. Nada
que ver con su pobreza de niña, que sólo era pobre porque el
entorno no ofrecía nada; por lo demás, había adoptado lo que su
clase le había permitido: ese dejo vulgar a donde el dinero puede
estirar la elegancia. ¿Qué si snob? Nada de eso; lo que el ego
libre le debía a la apariencia sólo transparentaba inteligencia
pero, un momento, no la del zorro ni la de la liebre: la de la
adormidera en una flor de simpatía: sol,viento, lluvia, ella sabe de
qué selva es diva. Más, un dedo, una semilla, esa intención de la
poesía cayendo, puro nervio y tendón pegado al hueso. Y sin embargo
¿qué es una flor con respecto a la millonada de años que significa
un ser humano?
Había un problema,
un gravísimo problema ¿cómo era que aquella flor con nombre humano
no era “natural”? ¿Cómo era que simplemente se trataba de una
complicada reunión de impulsos? Y ¿Cómo era que su abeja, la que
le rondaba, la podía definir con la serie de palabras que anteceden?
Sí, los dos eran un subproducto de la ciencia. Un día llegó una
solicitud de amistad al programa denominado Facebook. Un rostro
afable, pletórico de salud, con la belleza de la poesía brotando a
borbotones por una serie de pixeles vívidos en configuración de
ojos. Poeta, traductora, maestra. De modo que el hecho de que esa
otra interfaz hubiese oprimido el botón de “confirmar” no tenía
que, necesariamente, significar que la definición que el lector ha
hecho, allá, en su obscura caverna de conceptos, corresponderse con
la verdad monda y lironda (bueno, sí, se supone que hay carne y
huesos detrás -o delante- de toda esa energía). La única solución
de continuidad, de momento, era que, siendo criaturas de ADN, es
decir, una metáfora de los saltos de conciencia del alfabeto para
definir la cosa: A...D...N, habría que esperar a que esa conciencia
implicase la secuencia completa: ADNZ, con todos los saltos
explicados paso por paso. Porque ¿cómo era que esa extraña
relación: el marrano salido del revolcarse en el barro,
genéticamente casi igual a aquello que pensaba, sentía y
decodificaba, pasó de ser simple pálpito a articulación; cómo se
dieron esos intersticios: encogerse, doblarse, des-doblarse, lanzarse
a otro espacio, para ahora, en eso otro, resolver el dilema del
príncipe de Dinamarca?
El caso es que la
impronta de aquellos dos, al implicarse en aquel barullo organizado
de datos, se había re-combinado.
Él, poeta del
fracaso; como si esa eterna lucha del si y el no, sino, convalidase,
con ironía de olvido, de humillación, los blasones del la fe en sí
mismo del acaso: el fracaso era la fe del acaso. Ella, poeta de
hechura de flor, no de un día, había saltado de las junturas del
asfalto a ciertas viñetas untadas de los perfumes de esa puta
duradera, la reputación. Nunca hablaron más de dos palabras o un
saludo de conocido en un barrio populoso.
Un día el poeta
decidió no volver a ese ritual de esclavos llamado misa. Y no porque
esa pobre imitación de la farsa extraña de la poesía investida de
los poderes de la socialización, del mutuo asentimiento tácito de
que lo único que hacemos es reverencias serviles al vértigo del
devenir, no rindiese sus frutos de catarsis barata y sin efectos
colaterales. Es porque la salmodia de la letra efe, el símbolo de
rodillas f
con la cabeza gacha, los ojos cerrados y las manos juntas, dijo: Me
llegó la edad minusválida abrazando esa silueta de sombras llamada
esperanza y, pese a que no fui dechado te fui fiel, idea rara: todo
tan grande, tan inabarcable, todo tan bello y tan aleccionante, tanto
que quise pintarlo, pero no con los ojos del mundo, con tus ojos, mis
ojos. Y, de pronto me derribas como a un mosquito y me dices
prepárate, sin dar siquiera un mínimo de tu sombra, el otro que te
acoge, que te ama, que paga vencido en buena lid. Mientras florece tu
séquito de solemnidades vergonzosas; mientras cohonestas ser el neón
del aviso.
Ese mismo día ella
publicó un post: El oncólogo declaró que voy por muy buen camino.
Perdonad si empiezo a verme gorda. Vuestra compañía y aliento han
lo han hecho posible.
Él ahora tenía
todos los síntomas. Nunca fue mezquino con ella en sus oraciones. No
puso atención a lo que algún día le compartió: un artículo que
describía con bellas pinturas del periodo clásico a Psiqué y a
Eros compartiendo con las ninfas y dándole aliento. Y, sí, de las
famélicas fotos donde se declaraba cansada por la quimio, calva y de
ojos hundidos, ahora parecía robarle a sus anfitriones un toque de
picardía.
Sin embargo aquella
tarde él se supo triunfador. Aquella nube espesa, ese cirro agorero
al que declaró que era la conciencia desesperada del colectivo, con
sus creencias traídas de los cabellos por más que exitosas, que se
enloquecía por épocas como una una vieja histérica y sin embargo
volvía por sus fueros de estaciones, de lluvias de estrellas en
agosto, y primaveras febriles con cosechas desmesuradas mientras su
Otro se deshacía en inundaciones, en tornados, era el tal Di-os
creado no a imagen y semejanza, Yo-Dos. No era tan fácil saber cómo
fue que pudo pasar de ser simplemente g
a
hacerle-g-al-rabo, garbo. Ir tan presuntuoso por que se ganó unos
pesos en el surco e igual ser tan poderoso porque puso a levar la
masa con la levadura de la confusión de su invento: el
con-si-o-con-no-miento, conocimiento.
La
historia era simple. Un día, cuando los médicos -tenía 22 años-
le habían desahuciado, el pronóstico era cáncer de la parte más
oscura del laboratorio humano, el hígado, se encontró con una
planta singular; acababa de leer las
palabras y las cosas y
la relación de semejanza entre aquellos frutos en forma de hígado,
cuyas flores en una corola de pétalos individuales y circulares
ostentaban toda la gama de amarillos hasta el rojo, pasando por el
naranja, eran un loor
de la fe del sol; frutos que luego estallaban como cápsulas de
chícharos en diminutas y lanudas esporas, de una suavidad solo
asimilable a la seda, se le dieron de remedio. Tomó infusiones de
aquellos frutos qué, verdes, daban al ser arrancados una leche
viscosa y que, a punto de abrir eran colonizados por una serie de
diminutos ácaros que parecían estar amamantándose, con café.
Ahora tenía sesenta y sabía que el salto de la razón era igual a
aquel que se da en los sueños cuando ya no se necesita hundirse en
su mar sin escafandra de miedo o de ignorancia; en el umbral siempre
anotaba en su pizarra, el cerebro, el paso a paso; que lo quisiera
imprimir en letras era otra cosa, pero el hecho de que resultara ser
cierta la teoría de que cuando el hombre inventa una explicación de
un fenómeno de la naturaleza lo único que logra es destruir el
fenómeno y quedarse con su invento, le dijo que lo suyo no era un
invento, era una asimilación.