sábado, 8 de noviembre de 2014

FE DE CHORLITO

FE DE CHORLITO

Pomeo era el duro de la cuadra. Era el que mejor sabía tirar el trompo, el que se conseguía las mejores monas –caramelos- y el que mejor sabía hacer la siete sin uno jugando a los cinco huecos; se paraba con estilo de pistolero del oeste sobre la raya con la mano izquierda pegada al muslo y la derecha con un puñado de bolas –canicas- apuntando a esa intuición matemática infantil de la mitad de los números naturales y con un pase casi de mago hacía que solo dos se metieran en el hueco cinco y dos mientras el resto de bolas, y de jugadores, “se volaban” como palomas asustadas o como runchos que salíamos siempre pelados y achantados del juego.
Me voy con coca-colo decía cuando jugábamos a las pandillas de pistoleros porque yo tenía una gran intuición para saber dónde iban a esconderse entre los morros y matorrales y llegarles por detrás, pero tenía primero que convencerme de que no me iba a volver a estafar los caramelos, cosa que siempre hacía para comprarme luego invitándome a comer arroz chino con la plata del robo de un kilo de cobre de los inducidos del papá. Nos lo comíamos en el parque Olaya, subidos en el muro que sostiene el bulevar de bellas artes y después nos íbamos a ver las putas de arenales bailar milonga; la cerveza nos la tomábamos en una cantina del barrio porque en arenales nos decían que fuésemos a que nos cambiaran los pañales.

* * *

Ayer eran las 4:11 de la tarde. Me hallaba bajo los alerones de El Placer cuando tuve un extraño vuelco en el corazón. Quizás era el terror que estaba sintiendo por la tormenta de raudales violentos arrastrados por vientos gélidos y truenos atronadores, me dije. Pero cinco minutos después la inmensa nube que treinta minutos atrás se revolcaba como una fiera herida se había descargado. Me dispuse entonces a seguir mi camino. A escasos veinte metros una burbuja que subía rauda se frenó en seco. Yo hice que no me enteraba; era tipo narco. ¡Oíga usted!, oí a mis espaldas, espere. Me volví y vi bajar una mujer humilde como de mi edad. Se acuerda usted de Gustavo, se acuerda de mí. No, no me acuerdo; Gustavo Pomeo yo soy Victoria, la hermana. Era de afán. Ya me había visto caminar por allí. Tome, quizás le pueda sacar algo a esto, usted que es poeta. Pero usted sabe que soy un fracasado, le dije. No importa, tómelo.
No sé por qué, me fui sin mirar aquello y pensando en la actitud de los perros que salieron a husmearme mientras me guarecía bajo aquel alerón. El labrador chocolate en leche me gruñó agresivamente. La perra negra que según una señora que salió también a despachar algún asunto se llamaba luna se echó tras mío y me tocaba con el hocico la pantorrilla derecha. Tenía frío, hambre. Ese paseo bajo un cielo límpido y un sol bello, yo que vivo del aire y de mi bendición naif, se convirtió en una tarde gris y violenta.
Con muchos defectos de sintaxis, ortografía, y difuso asunto aquello resultó ser un relato que he tratado de organizar; he aquí el resultado.

«¿Por qué o para qué cantan los pájaros? Debe ser que Dios habla con ellos a mi me gustaría entender lo que dicen los pájaros cuando cantan, pero no los pájaros finos o los pájaros exóticos; ellos ya tienen con sus tonadas el sello de su encanto o el idioma sin significado; a mi me interesa el canto de los afrecheros ¿se llamarán así por que son como uno que pela por el afrecho? No me gusta ese nombre; me gusta más como los llaman los europeos gorriones, pueden ser unos gorrones de las migas del pan de las indiferencias de los otros, Pero el que más me gusta es el nombre de copetones porque le hace pensar a uno que ellos también andan medio embriagados por la vida, así como yo; uno cree que es por aquí, y mentiras que es por allá, pero igual uno disfruta y, como yo, ellos no tienen miedos, saben que vienen con el ataúd incluido, caen como una hoja de otoño, los destripa un carro y listo no queda sino el plumero embarrado en pintura roja. Así como casi me pasó a mi un día.
» Mi mamá me había dado una plata para comprar el pequeño mercado de la semana, pero yo tenía muchas ganas de fumarme un bareto e irme a tomar un baño abajo a la batea, invité al nene, el es un chino teso aunque a veces arrugado, También me hubiera gustado invitar a la Mariana pero esa china empezaría a batirme por lo de la bareta y porque yo le mando la mano; ah, pero cómo me gusta esa boba, como canta y encanta y se desenvuelve bailando milonga; le gusta, como a mí, la melodía; a los dos nos gusta “qué tiene la niña de la ventera/que ni en los labios tiene color/qué tiene la niña de la ventera/es que está enferma del mal de amor”. El caso es que íbamos por la carretera a Villamaría cuando un carro último modelo se nos atravesó orillándose y nos hizo detener; el tipo empezó a maniobrar como para devolverse pero parecía que no sabía manejar bien o estaba aprendiendo, o quería ponernos a prueba la paciencia porque ya íbamos todos torcidos y uno se acelera cuando está así. El carro tenía pegadas en la parte de atrás unas calcomanías de dos viejas como en pose de pelear, la una tenía cachos y cola y un tenedor y la otra alas y aureola. El nene se mareo y dijo tengo un mal presentimiento, yo me devuelvo; cuando parecía que el man ya iba a cojer el camino de vuelta y nos iba a dejar pasar, otra vez echó reversa como para que viéramos que adentro iba una muchacha con cara triste que arrullaba un bebé y la cara del tipo como de ¿ustedes qué hacen por acá?. Yo seguí. y cogí el atajo para coger unas naranjas; era un día muy bacano. Me encaramé en bombas en el árbol que estaba repletico como de soles de atardecer. Me comí unas cuantas dulcecitas y blanditas como miel; otras las eche en la bolsa y me bajé para cojer el otro camino de bajada a los chorros, cuando se me apareció de la nada un man todo extraño muerto de la risa, grandote y con un machete en la mano. Yo me dije uy, este man se fue de atraco pero no, me dijo que dizque estaban con el combo en el sitio de reunión (cuál sitio de reunión si por allí no hay ningún sitio de reunión, pensé) y que iba a cogerse unas naranjas. Cuando llegué abajo y me iba a chutar por el último deslizadero se me aparece otra vez como salido de la nada y con la camiseta que no era negra sino azul hecha un atado de naranjas. De a una como pa’ocho manes, me dijo con su sonrisa extraña. En el charco no tuve vida pensando a que horas me caían, entonces encaleté la billetera bajo una piedra. Al rato de un momento a otro el cielo se arrugó y se sentía rugir la cañada, así que le apuré no fuera que me fuera a coger una crecida.
»Cuando me acordé de la billetera con los papeles y la plata ya estaba llegando a la casa y estaba anocheciendo. Ese man tenía que ser un duende. Los pajaritos cantaban después del aguacero: Mi-cre-ci-si-ta.
Esa noche no dormí rogando que la crecida no se hubiera llevado la billetera y me tocó dormir en casa de la abuela. Ahora sé lo que es tener angustia pero sé que la fe es una pendejada cuando tiene que mantener uno en misa sabiendo lo cacorros que son los curas. Que Dios me perdone porque ese día me libró de una pela aunque la pela me la dio la espera.»
Pero yo veré, güevón, el fin de semana me invita a alquilar cicla cuando le dé su abuela la plata para llevar al colegio, me decía Pomeo. Pomeo se distanció de mi cuando empecé a contarle que las muchachas del Nuevo Gimnasio, que quedaba diagonal del Ateneo Moderno y que después se llamó Agustiniano pues los terciarios capuchinos le dieron una mano al rector para que el colegio saliera de la quiebra, nos mostraban los calzones en los recreos, pero cuando salíamos no había forma de que alguna se diera por enterada de nosotros. Pomeo murió después cuando yo ya me había casado y aún albergaba esperanzas de encontrar el amor; lo atravesó una varilla de construcción en la recta entre la manuela y tres puertas mientras conducía un jeep.