domingo, 9 de agosto de 2015

ANIVERSARIO DE AGOSTO

ANIVERSARIO DE AGOSTO
Aquel día se actualizó la sensación de una tarde lejana hace treinta y tres años -si es que treinta y tres años pueden considerarse lejanos-; lo que se actualizaba era absolutamente más antiguo. No era 6 de agosto, pero igual caía la llovizna diminuta de aquella tarde sentado en un paraje de ciudad adormecida, no obstante que una efeméride de la categoría de la dignidad que se subleva gravitaba sobre las cabezas; igual era día de fiesta. El contraste no podía ser más irónico: El barrio cercano al palacio presidencial donde ocurría la escena, era el barrio de la teticas sin florecer que se ofrecen en la tienda de enfrente por un fiado para comer; se llama barrio las cruces. Ahora que el espectador contempla la garúa, en la Plaza Mayor hay concierto con el ídolo Joe Arroyo; canta una emblemática canción: En los años mil seis cientos/cuando el tirano mandó…,  sobre el techo de la vieja casona sede de una importante dependencia masónica camuflada de cooperativa de impresores–aún la libertad de cultos es mirada con desconfianza por el poder, lo que no constituye ironía, puesto que el poder que siempre se mantuvo en la sombra, luego, en los tiempos que corren, es un pobre poder medroso de la desinformación y los usos inalcanzados, de la sombra que salta sobre su sombra: la tecnología-, llega un eco lejano, un lamento: en dos islas de oriente, más de un millón de almas fueron sorprendidas por un fuego intempestivo caído del cielo; diez años después, las cenizas que caían, en occidente, dejaban las cabezas que las recibían, sin un pelo de por vida. Hoy, hace treintay tres años, a ciertas sensibilidades dejaba perplejas aquel eco de llanto suplicante de justicia mientras un coche último modelo pasa frente a los ojos del transeúnte y, telepáticamente, le responde el mensaje que dejó por escrito en su escritorio de academia –academia Lucas Pacciolli, contabilidad y finanzas a crédito-: Ya que es impresor, podría patrocinar nuestros poemas noveles; envíeme su currículo y referencias y veremos qué hacemos. No,  igual que el adelantado de abusos, que no está, la caderona hija del tendero tiende su red de culo frío a cualquier ansia de amor que se atraviese.
La garúa no es limeña ni es bogotana, es un fino rescoldo que se lleva el llanto de cientos de polluelos de garza egipcia en una región cafetera, cuyas nidadas han sido derribadas a causa de la contaminación ambiental y auditiva: su guano y chillidos son insoportables, lo mismo que la propaganda gnóstica de que los tiempos apócrifos están a la puerta. Un poeta ha desistido de la gentileza de una vecina que se ofrece a llevarle en taxi las cuadras mínimas que le quedan; no ha enseñado su corazón, sólo su astuta inteligencia y su faltriquera nutrida desde el extranjero, que es la tónica ante el  mundo de competencia; para disimular el bochorno que le causa el desplante, se guarece en la tienda que domina el desespero de los polluelos de garza egipcia. De pronto aparece en la curva cerrada que limita con la arboleda un hippie viejo –como el poeta- que en traje de paseante termina su jornada con dos perros gordos y cansinos. El hombre también tiene una actitud triunfal en medio de su figura desgarbada y poco sobria. Unos metros más adelante se frena, se da vuelta, hace una señal a sus acompañantes que se echan inmediatamente y, a continuación se levantan, nerviosos y olfatean el pavimento con desconcierto –poco tiempo después un transeúnte con aire mendicante recogerá algo no identificado-. Continúan; aparece una larga fila de paseantes, jóvenes de ambos sexos que se nota están haciendo ejercicio de fin de semana, lo que equivale, al ciento por ciento, a empleaduchos bohemios y timoratos. Se detienen; miran en rededor, parecen reconocer en su actitud insegura de gente que no mira a los ojos, que no habla, que no cuestiona pero que se siente en comunión con ese grupo. Están, sin deliberar, decidiendo si miran los árboles talados y la algarabía de polluelos desconcertados, si compran algún refresco o siguen a su líder: reconocen su liderato en la mirada ansiosa hacia el hippie viejo que se aleja indiferente. Aparecen en la puerta de la tienducha dos variables de escena: Un par de niños que apenas defienden uso de razón; piden dos bananos; el tendero les vende dos marranos. Simultáneamente aparece una mujer negra; sus pechos ancianos aún hacen alarde de alguna turgencia. Una mujer de su misma edad que atiende le lanza una indirecta que se refiere a la lluvia; responde con altivez irónica: sí, nos estamos mojando pero no es como usted lo piensa. En ese instante el niño mayor –un año, siete contra seis- de pié y airado con su compañero que se sienta en la vereda apropiado de la compra, le dice que no acepta que le entregue lo suyo partido en dos y con la menor talla; el poeta interviene: dice que le reciba, que más adelante comparten del mismo modo; el menor cambia de idea, cambia su plátano entero por el partido y se marchan sin mirar al poeta. La mujer negra exulta un aire antiguo, más antiguo que el aire de las garzas egipcias y las bombas de Hiroshima; exulta un blues del delta del Mississippi vadeando  los meandros perdidos del río que nació en un lugar ignoto del África ecuatorial y que mientras, con su actitud de ignorante presumida que no atiende el piropo del poeta que corrobora: Se moja pero no es de las vencidas, dribla y burla al diablo de la encrucijada, ternura y vasallaje, pequeños cerebros, sinapsis descomplicadas que obedecen largas filas de mandatos por solidaridad con una especie a la que los extra-relatos le están diciendo: sois una especie malvada, sois una raza que no razona ni cambia, sois una serie judía y absurda de reglas que omitís, llegan los días de vuestra destrucción –“El día en que la tierra se detuvo”-
Keanu  Reeves ha instaurado una demanda: Un hongo radiactivo que ha explotado en torno de las cintas y copias digitales de sus actuaciones amenaza con distorsionar y anular su imagen original, por medio de oncomicosis de acetato y virus informáticos, de su ser a través de las eras.