ANIVERSARIO
DE AGOSTO
Aquel día se actualizó la sensación de una tarde
lejana hace treinta y tres años -si es que treinta y tres años pueden
considerarse lejanos-; lo que se actualizaba era absolutamente más antiguo. No
era 6 de agosto, pero igual caía la llovizna diminuta de aquella tarde sentado
en un paraje de ciudad adormecida, no obstante que una efeméride de la
categoría de la dignidad que se subleva gravitaba sobre las cabezas; igual era
día de fiesta. El contraste no podía ser más irónico: El barrio cercano al
palacio presidencial donde ocurría la escena, era el barrio de la teticas sin
florecer que se ofrecen en la tienda de enfrente por un fiado para comer; se
llama barrio las cruces. Ahora que el espectador contempla la garúa, en la
Plaza Mayor hay concierto con el ídolo Joe Arroyo; canta una emblemática
canción: En los años mil seis cientos/cuando
el tirano mandó…, sobre el techo de
la vieja casona sede de una importante dependencia masónica camuflada de
cooperativa de impresores–aún la libertad de cultos es mirada con desconfianza
por el poder, lo que no constituye ironía, puesto que el poder que siempre se
mantuvo en la sombra, luego, en los tiempos que corren, es un pobre poder
medroso de la desinformación y los usos inalcanzados, de la sombra que salta
sobre su sombra: la tecnología-, llega un eco lejano, un lamento: en dos islas de
oriente, más de un millón de almas fueron sorprendidas por un fuego
intempestivo caído del cielo; diez años después, las cenizas que caían, en
occidente, dejaban las cabezas que las recibían, sin un pelo de por vida. Hoy, hace treintay tres años, a ciertas sensibilidades dejaba perplejas aquel eco de llanto suplicante de
justicia mientras un coche último modelo pasa frente a los ojos del transeúnte
y, telepáticamente, le responde el mensaje que dejó por escrito en su
escritorio de academia –academia Lucas Pacciolli, contabilidad y finanzas a
crédito-: Ya que es impresor, podría patrocinar nuestros poemas noveles;
envíeme su currículo y referencias y
veremos qué hacemos. No, igual que el adelantado de abusos, que no
está, la caderona hija del tendero tiende su red de culo frío a cualquier ansia
de amor que se atraviese.
La garúa no es limeña ni es bogotana, es un
fino rescoldo que se lleva el llanto de cientos de polluelos de garza egipcia en una región cafetera, cuyas
nidadas han sido derribadas a causa de la contaminación ambiental y auditiva:
su guano y chillidos son insoportables, lo mismo que la propaganda gnóstica de
que los tiempos apócrifos están a la puerta. Un poeta ha desistido de la gentileza
de una vecina que se ofrece a llevarle en taxi las cuadras mínimas que le
quedan; no ha enseñado su corazón, sólo su astuta inteligencia y su faltriquera
nutrida desde el extranjero, que es la tónica ante el mundo de competencia; para disimular el
bochorno que le causa el desplante, se guarece en la tienda que domina el
desespero de los polluelos de garza egipcia. De pronto aparece en la curva
cerrada que limita con la arboleda un hippie
viejo –como el poeta- que en traje de paseante termina su jornada con dos
perros gordos y cansinos. El hombre también tiene una actitud triunfal en medio
de su figura desgarbada y poco sobria. Unos metros más adelante se frena, se da
vuelta, hace una señal a sus acompañantes que se echan inmediatamente y, a
continuación se levantan, nerviosos y olfatean el pavimento con desconcierto –poco
tiempo después un transeúnte con aire mendicante recogerá algo no identificado-.
Continúan; aparece una larga fila de paseantes, jóvenes de ambos sexos que se
nota están haciendo ejercicio de fin de semana, lo que equivale, al ciento por
ciento, a empleaduchos bohemios y timoratos. Se detienen; miran en rededor, parecen
reconocer en su actitud insegura de gente que no mira a los ojos, que no habla,
que no cuestiona pero que se siente en comunión con ese grupo. Están, sin
deliberar, decidiendo si miran los árboles talados y la algarabía de polluelos
desconcertados, si compran algún refresco o siguen a su líder: reconocen su
liderato en la mirada ansiosa hacia el hippie
viejo que se aleja indiferente. Aparecen en la puerta de la tienducha dos
variables de escena: Un par de niños que apenas defienden uso de razón; piden dos bananos; el tendero les vende dos marranos. Simultáneamente aparece
una mujer negra; sus pechos ancianos aún hacen alarde de alguna turgencia. Una
mujer de su misma edad que atiende le lanza una indirecta que se refiere a la
lluvia; responde con altivez irónica: sí,
nos estamos mojando pero no es como usted lo piensa. En ese instante el
niño mayor –un año, siete contra seis- de pié y airado con su compañero que se
sienta en la vereda apropiado de la compra, le dice que no acepta que le
entregue lo suyo partido en dos y con la menor talla; el poeta interviene: dice
que le reciba, que más adelante comparten del mismo modo; el menor cambia de idea,
cambia su plátano entero por el partido y se marchan sin mirar al poeta. La
mujer negra exulta un aire antiguo, más antiguo que el aire de las garzas egipcias
y las bombas de Hiroshima; exulta un blues
del delta del Mississippi vadeando
los meandros perdidos del río que nació en un lugar ignoto del África
ecuatorial y que mientras, con su actitud de ignorante presumida que no atiende
el piropo del poeta que corrobora: Se
moja pero no es de las vencidas, dribla y burla al diablo de la
encrucijada, ternura y vasallaje, pequeños cerebros, sinapsis descomplicadas
que obedecen largas filas de mandatos por solidaridad con una especie a la que los
extra-relatos le están diciendo: sois
una especie malvada, sois una raza que no razona ni cambia, sois una serie
judía y absurda de reglas que omitís, llegan
los días de vuestra destrucción –“El día en que la tierra se detuvo”-
Keanu Reeves
ha instaurado una demanda: Un hongo radiactivo que ha explotado en torno de las
cintas y copias digitales de sus actuaciones amenaza con distorsionar y anular
su imagen original, por medio de oncomicosis de acetato y virus informáticos,
de su ser a través de las eras.