La hora del almuerzo se me vino encima odiando con nombre propio.
Irónicamente, gajes intelectuales del deseo de pensar en comunidad. Los motivos
eran harto complicados. Cómo resulta que los domingos tienen ahora ese raro
aliciente de mezclar el ocio con cierta gimnasia mental a la que invita siempre
todo aquello que se trate de intelectuales, de escritores, de trabajo del
espíritu para mantener el arte en esa posición decorosa, no por virtuosa, sino
por guerrera, que la parafernalia mercantil y financiera le quiere usurpar con
sus oropeles aliados siempre con el demonio de la paradoja: Si brilla y se
sopesa su valor en metálico, tiene que ser de lo mejor. Siempre el diablo del
parangón y el nombre propio tiene una dignidad a la que ninguna máscara le
puede quitar su simpleza: pertenece a alguien pero ese alguien es un mundo y el
mundo es confuso y problemático. Pero existen las instituciones; y de un tiempo
para acá la institución del domingo se llama la Radio Nacional de Colombia y el
programa Entre líneas. Ay, pero como no comparar la
inteligencia de alguien como Margarita Valencia quien cuando aquel mismo
formato de llamaba Los libros ponía su agudo ingenio y
conocimiento del mundo libresco al servicio de eso que la estética busca siempre:
Sacar el mejor partido de la belleza de lo sofisticado, de lo terrible, de lo
original, de la personalidad, de la idea y ese intento contrastado con el
desafío: Si usted está aquí es porque es bueno, a ver, pruébenos; pero ese
pruébenos mantenía en vilo, todo el tiempo, a lo que la máscara, la persona, va
poniendo en ristra, no lo que la reputación, el rumor, la fama ha cultivado. Si
el personaje se hacía muy díficil por obvio, por discreto, por intrincado,
entonces lo dejaba a su aire y que él mismo pusiése la calificación de lo que
su proyección dibujara en ese espacio de compartir, de pensar, de
debatir.
Eduardo
Otálora Marulanda tiene su propio estilo y eso nadie puede quitárselo, más ese
respeto que se pierde en la ironía ramplona, mal planteada, que no deja el
sabor de lo que las palabras no quieren decir, pero lo hacen, sino, ciertamente
de lo que dicen y que deja más bien espacio para la imaginación atrevida,
maliciosa, sesgada, hizo que en la entrevista de hoy, a Andrea Salgado, una
jóven escritora cuya reputación de contestataria, de intelectual de
avanzada, cualquier cosa que eso quiera decir con respecto a los cánones, a las
convenciones de lo excelente, de lo escogido, de lo que trasciende, y que
quizás esa enfermedad tan moderna del afán de originalidad en un mundo en el
que nada sorprende y que, contrastado por el hecho de que es una persona que se
ha hecho a pulso, con su guerreo con lo que hay y el esfuerzo de reclamar lo
que quiere, que no ha contado con una casta o con un delfinato -seguramente
habrá contado con la ayuda de influencias, pero no de esas que piden favores
como dando órdenes-, no casa con los ideales perpetuados en los
establecimientos... El caso es que el hecho de que el programa comienza de una
forma muy poco delicada, con la imagen de un carnicero y la palabra
perversidad con una ironía desafortunada de sangre, carne colgante, vísceras y
todo aquello que provoca repulsión, para referirse a quien a la postre resulta
ser el padre de la entrevistada y que, por más que el trasunto de la obra de la
cual iban a tratar (La lesbiana, el oso y el ponqué, su ópera prima)
tuviese que ver con esa puesta en escena autobiográfica, el tratamiento de
interés se vio malogrado. Y es acaso el propio cogerle el tranquilo a la
vida de esta interesante e inteligentísima persona, suyo palmarés académico y
la propiedad con que puede hablar de lo suyo y de su quehacer docente, ese otro
problemático hito de la socialización, no le permitió que acaso quisiera
proponer otras formas de abordar la entrevista para que no dejase ese sabor tan
contradictorio. Y es que nuestro ánimo ya estaba envenenado gracias que, otros
dos muy interesantes, pero igualmente diletantes en los asuntos de la alta
inteligencia: Alberto Salcedo Ramos y Mario Jursich Durán habían echo un
comentario irónico anecdótico no aclarado acerca de su paciente, pero que
mencionaba que alguna vez el laureado poeta Juan Manuel Roca, al ver en
una vitrina una obra de alguien cuya calidad estética supuestamente dejaba
mucho que desear, dijo: Eso pasó directamente del anonimato al
desprestigio. Lo cual, me puso a cavilar de modo muy grave y pesaroso.
Si nos
ponemos a atender que, en teoría, los ideales de cualquier Estado están
relacionados, influenciados y "direccionados" a lo excelso, a lo
mejor, a lo escogido y que el tejemaneje político ha abierto un abismo
desmesurado entre la aspiración a la igualdad democrática y la disparidad de
manejo del conocimiento, las oportunidades y los presupuestos, que en este caso
no son únicamente monetarios, sino también encubiertos; y si miramos la
polarización entre la efectividad del Estado para generar bienestar, seguridad,
equidad, nos podremos dar cuenta que todavía el sistema es un sistema cortesano
de áulicos, ministerios, pajes y servidumbres y que la verdadera discusión se
maneja entre bambalinas de modos, de malicias, de tendencias que si no se saben
manejar profesional y discretamente, van a dar al traste con cualquier régimen estable.
La república de las letras nunca ha estado más prostituida, pero eso no implica
que haya un cierto tipo de prostitución que es saludable para la convivencia,
para el entendimiento, para el mejoramiento de las aspiraciones, no, como
parece ser ser en las más altas esferas, para degeneración del goce, que
siempre incluye despilfarro y molicie. En cambio, el goce trabajado, el que
quiere aprender de las aphrodisia para impulsar vitalidades
vigorosas, el que, no importa cuál tendencia escoja, sólo que está atento a no
perder el norte, o mejor, el rumbo, siempre rinde frutos.
No sé
cual vaya a ser el dictámen de la crítica y de la historia para esta obra y
para esta artista y eso no me interesa; lo que me interesaba resaltar aquí, es
que realmente nos falta mucho para integrarnos fraternal y objetivamente como
hermanos de una familia llamada país y que más parecemos lambones pedigüeños de una tiranía
que luchadores por una causa común