POSTAL PARA
LA ABUELA
Todavía era el tiempo de las carretillas tiradas
por caballos que dejaban en el aire el perfume de su bosta mezclándose con el
aroma de café tostado y las maravillas del mundo moderno. también aún era el
tiempo en que en el mercado se ofrecían coteros
para llevar las compras. El cotero era un personaje humilde que se ganaba
la vida cargando mercados de personas de clase baja y media, cuando aún las
compras rendían y se llevaban a casa furtas y verduras en abundancia, en lugar
de tanto producto=para-botar-por-el-ducto de industria: Frutas deshidratadas,
galletas y bizcochos de toda clase atiborradas de benzoato de sodio, un
cancerígeno potencial: leches artificiales; carnes vegetales; compuestos
vitamínicos y otros cientos de cosas basura con marca y valor agregado.
Entre los coteros de la plaza, eran populares
por sus apodos: El polaco, Rin-tin-tín, el gato. El polaco era un hombre con un
rostro parecido al de Popeye el marino y
un kepis que le hacía aparecer como un excéntrico pero en realidad era un
hombre amargado y agresivo. Rin-tin-tín
se distinguía por su bigote al estilo José Alfredo Jiménez y, cantaba sus canciones mientras iba por las calles con el
cesto a la espalda, sostenido por una badana de fique que lo abrazaba y se
anclaba la frente. El gato tenía unos ojos felinamente verdes. La abuela
buscaba cada sábado era a Dávila, un hombre de unos veinticinco años avejentado
prematuramente, de rostro y expresión tan humildes que parecía un imbécil, y en
verdad, mucho de brutos e imbéciles tenían estos tipos que soportaban como
gladiadores pesos desmesurados, al igual que los carretilleros quienes
maltrataban a sus pobres jamelgos y algunos ni siquiera se preocupaban en curar
las peladuras que les infligían el tallar de aperos gastados y apuros
interminables. Era común ver carretillas desbocadas por la inyección turbo de
zurriago.
Dávila cobraba dos pesos por llevar el
mercado que la abuela compraba cada ocho días como ecónoma del casino de
ingenieros de Cementos de Caldas. Cuando por alguna circunstancia Dávila no
estaba disponible, tocaba pagarle cuatro o cinco pesos al polaco o a cualquier
otro. La abuela prefería al polaco porque aprovechaba para solazarse con su
temperamento neurótico, ella curtida en conversaciones y lidias con gente
complicada sabía siempre llevarle el hilo, además era respetada porque, de una
manera misteriosa, cuando la fuerza del imán se estaba volviendo en contra
suya, ella sacaba esa dignidad de carácter que tan bien saben plantear los
negros (la abuela era una mulata más de rasgos negros que blancos), yo creo que
esa capacidad magnética tiene que ver con las bendiciones del origen, aparte
del sufrimiento milenario de la raza, primero con la naturaleza y luego con los
conquistadores. El tramo era desde la galería hasta el almacén “La chispa”, un
almacérn de granso y abarrotes situado a diagonal del café Osiris, en toda la
esquina del pasaje de la beneficencia; un kilómetro, diez cuadras, más o menos;
allí se guardaban las compras de la galería y las que se hacían en ese mismo
almacén, hasta que las recogiera el bus de la empresa hacia las dos y treinta
de la tarde. Dávila, o quien fuera, estaba descargando su canasto hacia las
once y cuarto, a no ser que, después que un día la abuela le sacó tanto el
carácter al polaco que este partió –y seguía partiendo- como alma que lleva el
diablo y esperar su dinero a las once y diez. Seguramente él como yo se paraba
en la puerta a esperar, él su pago, yo a que la abuela revisara la lista de las
compras, su precio y las legalidades para justificar a “la oficina”; él se
pararía con su ceño fruncido a maldecir pasito a todos los poderositos que en sábado se paseaban por el comercio con sus
resacas o sus novillonas; yo me
paraba en esa puerta con mis quince años melenudos, de bota de campana,
pensando en la ración de cinco pesos que me daba la abuela para la semana y en
la muchacha de turno que se había fijado en mí y cuyo maní no era el mismo que hoy cuando uno explora primero los caminos
anchos para el cauce del agua viscosa de unas caderas o unos pechos, antes de,
tímidamente, meterse al agua helada o hirviendo de una mirada y una expresión;
lo único ventajoso, para la sensación interior, es que hoy uno trata de
combinar ambas llaves con la desventaja de que al otro lado las llaves que se
prueban generalmente están fuera del alcance de nuestra intuición, máxime que
si el combustible de la billetera o la reputación es adulterado, sometido o
bajo régimen de usura, no hay negociación. Como yo fungía de edecán de la
abuela, quien de paso me complacía con golosinas y me vestía como todo un
señorito dandi –ajuar que se raía rápidamente en el uso abusivo de la promesa
de aprovechar el tiempo, estudiar, ser juicioso y perseguir la meta de un doctor
pero que el misterio del rocanrol y otras yerbas del pantano cada vez y pronto
deshacía. Desde luego yo no sabía lo que era un dandi y lo que de fatuo,
vanidoso e inapropiadamente aristocrático, eso implicaba, también esto salido
del entorno vital de la abuela, pero como coca-colo
me sentía en mi salsa-, lucir mi ser salido a la novedad prematura era mi
sino, sietemesino, al fin.
La 14 es un almacén tan popular que no hace
falta describirlo; no obstante me parece atinado consignar aquí que es un
almacén de proyección burguesa cuya diferencia con los que tienen una
prospección arribista como los Carulla, Carefour, los Falabella, es que allí no
se gasta el mismo dinero y, en cambio, se obtiene calidad y precio a precios
muy atinados y ciertamente algunas ofertas: Cómo no llamar una oferta para la
inteligencia poder ver cómo allí, en medio del sitio neurálgico en el que
convergen, a la izqueierda el centro de intercomunicaciones, a la derecha los
baños públicos y, un poco más hacia el interior de esa derecha, es decir, enseguida,
el mall de pollos asados y otras formas de socialización sensualmente decente,
un tipo con copete estilo Elvis Presley, maduramente apuesto, aunque para una
inteligencia femenina de esa que uno ansía encontrarse, esa patas de gallina y
esa espuma reseca en la comisura de los labios no garantiza mucho de lo
importante; al fin, el observador le conoce, es un abogaducho con más fuerza en
las relaciones publicas que en el cerebro y la entrepierna, que cuando está solo,
o cuando no le importa, hace de la corbata una poma para untar el polvo de la
polvera en que se ha tornado su boca, hojea con disimulo una revista mientras
espía a las potenciales presas que se pavonean por las galerías; hay que
discernir entre hienas bien camufladas, las buitres en busca de una carroña con
ñervo y las perras en celo; el ritual posmoderno de socialización de las
grandes superficies; es más confiable el desecho con faldas y redondeces
generosas aunque desnutridas que espera la suerte a la salida pero el gusto y
los modales tienen que poner alta la apuesta, el problema es que es sólo eso,
alimenta más una menta.
No obstante, he llegado a pensar muchas veces
que, haciendo caso omiso de del origen de sus dueños y capitales, la reputación
de este almacén –aparte también de que otras formas del ritual de socialización
merecen ser estudiadas y descritas: Los burócratas con vidas anodinas que, como
los pobretones que hacen de la ida a misa cada domingo un paseo de la vista, de
la imaginación, de la ansiedad, de la envidia, gastando sólo un poco de bilis y adrenalina extra y ahorrándose,
bendita tendencia naif, la digestión
del pesado menú de los curas, al sacar la tarjeta de crédito no blanquean los
ojos, sino que los pasean primero en el entorno y luego derraman todo su
deleite en la cara de la mamá, la esposa, la hermana o la sobrina- tiene que
ver con su nombre: las catorce generaciones desde Abraham hasta David, las
catorce desde David hasta la deportación a Babilonia y las catorce generaciones
de la genealogía de Jesús. Siete, el número perfecto doblado.
Es la época de cuarenta años después en que
mi sino por el desierto hace fila en la caja rápida de hasta cinco productos,
delante de mi hay tres señoras mayores, muy bien y sobriamente vestidas que
conversan con una cuarta. Un anciano encorvado y de facciones nobles,
rozagantemente saludable, inclina la oreja para escuchar, como un niño al que
se le prohíbe meter cucharada en conversaciones
de mayores. Es ostensible el audífono insertado y que le hace parecer un pájaro atento. Viste
elegantemente también. A su lado un peludo adulto de expresión desilusionada y
barba blanca y descuidada es un monumento al desaliño y el desdén posmoderno.
Al salir con mi pequeño paquete de cúrcuma,
ajos y jengibre baratos y frescos que luchan contra las oxidaciones, me
revuelco entre los mullidos algodones de mi imaginación, donde también es
lógico esperar manchas y ácaros, buscando una certeza poética que me permita
enviarle a la abuela alguna postal de excusas con fondo de camino sinuoso
poblado de seres etéreos e invisibles que otorgan dicha y desdicha mientras se
va ascendiendo a un reino luminoso, pero sólo encuentro un reino de cucaña que
destella una rueda vertiginosa llamada fortuna en un casino e espejismos. Bien
pudo ser que Dávila tuvo un hijo que se encontró entre los soldados que
desenterraron, raro azar, una guaca millonaria de las farc. Bien pudo ser que
una de esas ricas entre las que era conocido y usufructuado le heredó una
millonaria fortuna. O bien pudo ser que una familia luchadora que se educó y
salió delante de las vicisitudes del egoísmo puso a uno de sus miembros en su
sitio. Aristóteles, ese gran equivocado hace respetar su ética a Nicómaco: “Vela siempre por la dulzura del carácter”