PANEGÍRICO
DEL JUEZ CON HOMBRE AGOBIADO
“¿Tienes a la vez talento y
corazón?
muéstranos sólo lo uno o lo otro
pues ambos serían condenados
si los mostraras a un tiempo”
Hölderlin
“Si la
cantidad de la compañía fuera compatible
con la calidad, entonces valdría
la pena vivir en el gran mundo.
Porque ni aun cien locos reunidos
hacen un hombre cuerdo”
Arthur
Shopenauer
“... Pero
después pensó, ‘aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres,
sin embargo, como esta viuda no
deja de molestarme, la voy a defender,
para que no siga viniendo y acabe
con mi paciencia”
Lucas: 18 4-5
Las reflexiones que se anotan a
continuación nacen a raíz de las preguntas que con ocasión de las emociones
encontradas por una pieza aparecida en el papel Salmón del Diario La Patria en
2/2/14, se suscitaron, y en la que un Honorable magistrado del Tribunal
superior de Manizales se encarga de intentar un análisis, más o menos
exhaustivo, del papel del juez con
respecto a la llamada crisis de la
justicia.
La primera pregunta que se nos
vino a la cabeza luego de leer con expectación creciente las nutridas tres
páginas de tamaño tabloide en las que el expositor pone en contraste conocidas
y, seguramente clásicas entre jurisconsultos, sentencias con respecto de la ética
del derecho como la de Calamandrei, que el magistrado ‘arriesga’ para su propia
certeza “la severa religión de lo justo”,
así como y modernas máximas de colegas, como la de que la moderna idea de
justicia pone sobre la mesa ideas inquietantes como la de que ¿puede llegar una
mala persona a ser buen juez –en el sentido técnico-?, algo así como el grand guinol de los juegos maliciosos,
pues como los tiempos asertivos como los de Montesquieu acerca de que el juez
es la bouché du lois ya no tienen la
fuerza de lo clásico, aquello que se empaqueta encorsetado para entendimientos
domeñados a quienes ya no les inquieta el
daltonismo de las palabras y así proceder a contrastar las altas dignidades con las diferentes
afugias con que el hombre del común se ve sometido y él mismo somete a sus partenairs de litigio, en razón de las inconformidades,
ya de la tutela, ya del Iboprufeno, bien de los términos que se vencen bajo
imprecaciones, lamentos, amenazas por la nunca esperada decisión en contrario
de los togados y las indeseadas, lamentables, impopulares, tardías acciones que
los mismos ejercen hacia la sociedad que retratada en esos hombres y mujeres
comunes y no tan comunes piden dirimir sus conflictos, fue ¿qué utilidad pudo
tener una pieza como aquella?
Y es que por nuestra formación en
las lides filosóficas y las correspondientes a las letras, la retórica y su
manejo con respecto a las dinámicas sociales, la responsabilidad social del escritor, la ética del discurso, las distintas gamas de la Acción Comunicativa nos ponen, casi que
obligatoriamente, en situación de penetrar las estructuras profundas, no para desnudar, sino antes bien para
realzar o, simplemente analizar, las dignidades, méritos, alcances, falacias
inconscientes o premeditadas y lograr una conciencia adecuada de la fuerza que
tales piezas ejercen sobre uno o muchos
individuos. Casi que al instante y de la mano de aquella inicial pregunta me
sobrevino el recuerdo de mis épocas de estudiante universitario y de las
repulsas que entre los de la facultad de derecho y los de filosofía se suscitaban por cuenta
de que a los ‘filosos’ se los miraba
con aire lastimero de gaseosos,
evanescentes, románticos e idos de la realidad (además de que por cuenta de
tanta sabiduría de alto vuelo la
descomplicación y costumbres de tales individuos los ponía en una franca
bizarría estética) y a los ‘leguleyos’ los llamábamos soberbios, aprende-códigos, compiladores
de ejemplos y mercaderes del poder y la miseria. Con el tiempo y la experiencia
me di cuenta de que en realidad la
polémica tenía raíces más profundas aunque de la misma esencia: En
verdad el auténtico filósofo es detestado porque su cultivo de la sabiduría le
lleva a cumbres cognitivas insospechadas y, cuando tiene éxito mundano, se
siente el rey del mundo, y de hecho lo es: las grandes influencias de las más
altas cuestiones de la humanidad están en mentes de filósofos que asesoran
gobernantes o políticos (hay que aclarar que no basta la sabiduría; se debe
tener algo que por su antigüedad y desdén parece un atavismo: linaje; pero en
realidad es uno de los grandes misterios de como opera el espíritu en pro de la
conservación de la especie) y entonces emergió aquella frase de don Miguel de
Unamuno que, si se tiene la profundidad y apertura de mente adecuada, será
comprendida como aplicable tanto a unos como a otros: quien tenga el diapasón de su espíritu demasiado corto y su escala de
saber incompleta, tendrá que conformarse con hacer simulacros. Y es aquí
donde comenzó el verdadero dilema: Primero, sabiéndonos dolientes de la
imposibilidad de que nuestras reflexiones, por atinadas y políticamente correctas que pudieran llegar a ser, pudieran tener
el mismo trato en el periódico de casa,
¿qué sentido tendría consignar un esfuerzo de ecuanimidad y agudeza sin que
nuestro producto además de ignorado fuese un acto risible de loas gratuitas o
excresencias emotivas? Puesto que la pieza es una pieza formalmente impecable,
ya que el hecho de contrastar y describir generalidades como las de la ley y su
sacralidad, con individualidades universales como la de los reos o usuarios de
la justicia que pese a su contenido emocional es sometida a rigores técnicos de
procedimientos y listas de instrucciones de uso (códigos) se inscribe dentro
las reglas civilizadas según las cuales el discurso, que no parece tener
fronteras, está amparado por el sagrado derecho de la intimidad que ese
discurso remite a la ritualidad social que le da SU HONOR Y DERECHO, ¿qué
objetivo tendría dicha pieza al ser publicada y leída por un público con su
sentido del olfato de las leyes formación de opinión de los medios masivos de
comunicación atrofiados? ¿Podría siquiera dejar el mensaje de que todos los
privilegios, aciertos y desaciertos; las reales congestiones de causas menores delegadas en manos medianamente,
preparadas con ansias de vengar tratos injustos, costumbres deleznables,
morales livianas de jueces que en ocasiones ni siquiera aparecen por sus
despachos, o que mantienen sus perfiles en base a los entremetimientos de la política,
también están mediadas por una ineludible ley de la necesidad en la que causa y
efecto pesan más en un entendimiento que busca anticipar sus desarrollos, que
la meditación de un fallo acertado y equilibrado según no una ley de lo
justamente humano, de lo sensiblemente deseable, de lo espiritualmente
gratificante, sino de una ecuación más intrincada y aunque comprensible
insatisfactoria?
Muy seguramente el Honorable
Magistrado pensó muchísimo más en las leyes semánticas y pragmáticas de la
concisión y el sobreentendido del colegaje que también pudiese ser accesible al
lego y ahí nuestro aplauso y nuestro respeto.
Así, pues, no tendría porque
inmiscuirse el concepto de buena persona dentro
del campo de la moralidad o inmoralidad que las personas ostentan. Una buena persona no es aquella que conserva
una imagen intachable; más bien es buena
persona aquella que sabe mantener y equilibrar los conceptos de lealtad,
concordia funcionalidad del grupo o sistema al que sirve y del que se sirve.
Puede ser un santo que no mata una mosca, pero si la persona es aquella que
está siempre tratando de mantener los avatares de su ego o su personalidad con
base en la intriga, la piedra de escándalo, la saeta subterránea, esa persona
no es ni confiable, ni agradable ni bien recibida.
¿Quién se pondría a mencionar la ley Kantiana de la facultad de juzgar,
los presupuestos axiológicos; los entuertos deontológicos
para tratar de hacer entender lo que sencillamente el Honorable expresa de
que un poco de poesía, un poco de belleza, un poco de literatura, también ponen
la alta dignidad del deber en la grada de que cuando un hombre juzga más a la
persona por su estricta condición de persona, antes que su función social, su
clase, su credo, su moral o su facha, verdaderamente podrá aplicar un juicio
apropiado y ecuánime? pero lo anterior
abarca tanto a juzgadores como a juzgados por la simple y omniabarcadora ley de
que todos los seres humanos en alguna medida juzgamos; y es ahí donde el
estilo, ese sutil, pesado, filoso, florido, ingenuo, apasionado, seco, húmedo,
trivial, grosero, sublime, aplomado, sintético, sinuoso y, en fin, inabarcable
e indefinido poder con que el espíritu se manifiesta es el que realmente da con
ramo rifado en las bodas de las multitudes o con el apropiado bouquet para la reunión fraterna y
familiar; y es ahí donde uno se pone a pensar, luego de dejarse claro que por
eso el artista y el poeta se salen siempre de las reglas pero cuando lo saben
hacer con talento y corazón aciertan, que uno de los grandes tropiezos de la
concordia entre los hombres es por su negligencia a la hora de incrementar sus
habilidades de la facultad de juzgar, para no caer en la ligereza, en la
obviedad, en el atropello y la vulgaridad y llegar a pensar, para poderlo
también plasmar con acierto, claridad y corazón, que un juez también es un ser
con pulsiones, con un principio de placer, con virtudes y defectos de persona y
que la moral, aunque es todavía principio rector de la sociedad, no tiene
porque ser mezclada con la habilidad profesional que el juzgador tiene para
aplicar sus códigos y procedimientos y para analizar la realidad que para todos
es elusiva y problemática, pero que a quienes se adaptan mejor y se unen a lo
sólido de la sociedad, se les da mejor y, así, el subalterno medianamente
preparado o ritualmente minado por los tiquismisquis
de la moral no tiene porque quejarse de ser tratado autoritariamente; el
usuario de justicia vapuleado por arbitrariedades de un juego en el que las
reglas y sus violaciones tienen la misma validez de las fintas y finuras que el
deportista usa para que la meta, el gol, el trofeo, la presea, lleguen y sean
validados o invalidados; otra cosa es que un juez por los sutiles
procedimientos del condicionamiento distorsionado, de la promesa encubierta, de
la comunicación tácita se deje pillar en
una acción inapropiada.
El agobio del hombre de hoy está
más en sus deseos insatisfechos y apetencias mal encaminadas que en sus
carencias. Es por eso que vive sólo de la opinión (doxa) juzgando sólo por sus miras estrechas. Cuánto quisiera el
pensador que la magia de la literatura se aplicase a la realidad cuando
nuestra simpatía se deja subyugar por la
profunda penetración de Sherlock Holmes y lo hacemos nuestro objeto de amor y
admiración pese a que es un hombre amigo de enervantes y alcaloides, sin
pararnos nunca a pensar que Sir Arthur Conan Doyle era más bien un pobre lord
entregado a sublimar las demasiadas decepciones del mundo y que penetración y
agudeza de jueces y administradores de justicia siempre dependen más de la mano
de la providencia que de las múltiples maromas que tiene que hacer cada cual
para soportar la presión de una competencia indolente y feroz.
El auténtico juez, es decir,
aquel que está tratando siempre de seguir su vocación ecuánime en contraste
adecuado con sus exigencias técnicas, pues, comparte su sino con el maestro y
el policía. Pero no es lo mismo el cultor del arte de cúchares que recibe a su oponente a puertagayola y de rodillas que aquel que lidia por cacerinas y que, estudiado el ejemplar, lo lleva con su
muleta con temple y mando, buscando su gloria y la del propio condenado con un
eventual indulto por su casta y nobleza. No es lo mismo el profesor
universitario que cuenta con la flexibilidad y universalidad de las ideas,
además de la madurez y responsabilidad que se exige a los que realmente están
capacitados para saber de qué va la cosa,
al maestro de escuela que tiene que vérselas con niños caprichosos y o
malcriados. No es lo mismo el policía de la esquina que debe lidiar con las
tosquedades del ciudadano y el adolescente, que el coronel que desde su escaño
da moral y directrices a su compañía.
Con todo lo anterior no sería
entonces raro que viésemos a filósofos entregando orejas y rabos en plazas con
escenario de país del Sagrado Corazón por faenas de dudosa filiación estética.
Así, sin proponérnoslo, pero con el mejor espíritu, se nos configura una para-doxa: El filósofo con su poderoso
utillaje teórico llega a tener pobrísimos logros concretos; el legislador con
limitadísimas herramientas cognitivas y prácticas alcanza poderes
insospechados.
Nosotros, quienes nos
consideramos verdaderos filósofos sin linaje,
que nos sabemos sometidos por desventajas únicas, también esas mismas
desventajas las intentamos hacer posibilidades para la crisis. Es por eso que
también sabemos asumir esa dignidad contradictoria del que fue colgado en el
madero; no porque creamos o queramos ser crucificados, sino porque creemos, con
todas nuestras contradicciones y yerros que su linaje es verdadero. Así pues, podemos colgar nuestras reflexiones
en nuestro muro digital.
Villamaría,
febrero 5 de 2014 día de santa Águeda, virgen y mártir