EL
PRODUCTOR
Nunca pensé que llegaría a odiarla tanto (pero
no puedo amarla menos). Aquel día que apareció en mi vida, tirado en una
avenida de la vida y casi que de la calle, cuando después de dejar mi linda
tierra por los arrebatos que provocaba el hecho de que su horizonte
interminable que me ofrecía la paz y la armonía de la mamona jugosa, de la cachama gorda y ágil, de la nutritiva hormiga
culona a cuya hartura me regodeaba en sus ardidos atardeceres, me dejaba el
malestar de no ir más allá de donde los ojos alcanzaban a atreverse y entonces
decidí aventurarme a estas marismas hediondas acaso creyendo que iba poder
inventarme la forma de sacar los tesoros de galeones hundidos en la mar
soberbia y traicionera, me pareció que la misma Virgen santa se me había
aparecido.
Luego de tirarme la pequeña herencia que mi
padre me otorgó a regañadientes en negocios tontos…no, mejor negocios de tonto:
Abrir una granja camaronera en sociedad con un mentiroso de pacotilla que hizo
humo mi pequeño porcentaje de capital y
después que me sacó del negocio se llenó los bolsillos con subsidios del
gobierno; Fundar una revista de poesía
sin antes hacer relaciones públicas y al fin, harto de hacer el ridículo y de
amar zorras sin destino, me tocó con los últimos cartuchos disparar al aire mis
–por ventura- recursividades, vender exquisitos quesos de cabra, que yo mismo
producía, en supermercados –aún no nos imponían el embeleco del código de
barras-, tiendas, andenes, puerta a puerta; y ¡ah! que empezaba a hacer buenas
jornadas y existencias, solito, disfrutando de mis pequeños triunfos y
ganándome la honrada admiración de los clientes. Pero es que la maldita
perdición de mis ojos se impuso sobre el portentoso tantear de mi inteligencia.
Parecía que dejaba en el aire un campo eléctrico
de esos que en las inacabables tierras de mi llanura se sienten cuando alguien
penetra un terreno no hollado por pie humano; ustedes que son de la ciudad no
deben conocer esa sensación: es como si una horda de seres purísimos se
retirara a prisa rozándonos con sus largas e invisibles cabelleras y el
reverberar de la canícula reflejara los últimos vestigios de su huida
vertiginosa; aunque, ahora que lo pienso, creo que aquellos que son adictos a
navegar en Internet sienten lo mismo cuando después de horas y horas de
infundirse de rostros desconocidos, de personalidades extrañas, de ideas
bizarras, al emerger al mundo de la vida, una estática extraña les hace repulsa.
Estaba precisamente en un supermercado
organizando una estantería de refrigeración en posición de ángulo recto cuando
de reojo me topé con el vaivén de sus inteligentes caderas, puesto que en el
contraste de la levedad de su cintura con el romo cuchillo de su pubis, esa
amplia circunferencia tenía que tener una sinuosidad de saberes inmemoriales.
No sé si fue por instinto o acaso por ladino cálculo que no levanté la mirada,
o por que los hados protectores que me acompañan me avisaban porque seguí
indiferente con mi labor; me dirigí sin volver a pensar en aquello a los
trámites de remisión y validación de pedido y en la sonriente y jocosa
transacción con la supervisora me topé con sus ojos color lila que pasaban por
mi lado con un aire de desprecio (después me di cuenta de que Liz Taylor debía
su embrujo a ese tipo de ojos y que no eran producto de los adelantos
cosméticos en lentes). También lo dejé pasar así y me dirigí a buscar algunos
pocos artículos de uso personal; en el puesto de pago que vi desocupado ella se
me adelantó como una aparición y ahora fue como si hubiese dado un chasquido de
látigo de domador:
—
¿Va a pagar sólo eso?,
adelante.
—
No, no. Bien puede usted usar
su derecho –No tenía por qué dejarme intimidar; esta vez sonrió con una sonrisa
entre burlona y coqueta mirando su carro repleto de viandas, caprichos y delicatesen. Furioso conmigo mismo por
haberme puesto a silbar al aire como un idiota me pesó no haberle tomado la
palabra, entonces me decidí-
—
Voy a hacerle una apuesta –tiré
mis cosas al mostrador y me le encaré-; si después de darme un par de
cachetadas por atreverme a decir que sus ojos son postizos usted se atreve a
dejarme invitarla a un café, le apuesto que no podrá deshacerse de mí. -Me miró
como a un bicho raro y, de hito en hito entre la sorprendida cajera y mis
labios que se mordían el corazón, sacó su billetera y le dijo a la cajera:
—
Por favor señorita, lea donde
dice ojos. ¿Tiene ahora algo interesante que decir?
—
Bueno, ahora me va poder
cachetear el triple, pero creo que a usted le va la hechicería.
—
¿Me ve cara de hechicera?, ¡qué
ordinario!
—
No, el hechicero soy yo; digo que
estoy dispuesto a probarle que toda su felicidad está en todos esos artículos
que compra, porque todo su potencial no ha podido hacer lo que yo que compro
cuatro pendejadas.
—
¡Qué especímenes, Dios mío! –y
se alejó meneando esa cabellera y ese cuello y esas ropas de hippie rica y ese aire que venía por uno
y se iba corriendo tras ella-.
Ya llevo diez años desde aquel día en que aceptó
con ruegos que conversáramos y que la hice reír con mis infantilismos
inteligentes y me di cuenta de que era apenas una especie de hija de ángel de la carretera y que era tan bien
educada como instruida (lo que significa que sabía bien la diferencia entre ser y hacer cuando no le servimos a la tecnología y lo educado acude a
hacer lo que queremos), de igual modo que yo era arrojado, aguerrido y
desprendido y por tanto: desvalido; ¡ah!, pero romántico y anacrónico como un
cervatillo en un zoológico.
—
Es increíble que seas infeliz
por tu propio gusto –me dice Georgina su amiga, cómplice y creo que hasta
regente y no me refiero a la naturalidad
con que se toman el hecho de acostarse juntas sin que logren convencerme de
sumarme a sus juegos, sino a la cantidad de tiempo que pasan juntas y emprenden
empresas y se hacen prosélitos y suenan –especialmente ella, Jackelyn- en todas las pasarelas de vanidad de esta
ciudad hermosa pero hedionda no solo por sus miasmas y deshechos, sino porque
tanto estómago lombriciento e inane que se ha adaptado a despreciar toda lucha
con tal de que haya con que disfrutar de una vida que mañana ¿quién sabe?
podría al menos llenarse de otras banalidades: el culto a la dignidad, por
ejemplo- ¿a qué tanto escrúpulo?
—
¡Humm, -le respondo con una
sonrisa irónica- ¿acaso crees que no noto la diferencia cuando todos sus
triunfos y boatos se tornan en hartera y vaciedad? ¿Qué no sufro cuando toda
esa fuerza que emana de ese cuerpo hirviente y de esa alma entubada a la nada
para recibir oxigeno irrespirable de infinito me vacía de todos mis anhelos?
¿Que me muero de envidia de no poder meterme en la onda de la IRA –Infección
Rockera Aguda- cuando esa vieja que canta arma sus tertulias delirantes en
nuestra propia casa y yo prefiero meterme a mi estudio a producir?
La gran escritora
Jackelyn Caribdis emergió de la nada literaria hace ocho años cuando, después
del regular recibo, tres años atrás, del poemario “Aquella Noche con el Puto Wind”, presentó en sociedad la novela
experimental “Suicidios sin Reflexión”
de la que todavía se habla y se sacan reediciones y reediciones y sigue
presentando cada año nuevas y sorprendentes creaciones.