jueves, 29 de septiembre de 2011

DE POLÍTICOS Y NOVELISTAS

Héctor Abad Faciolince es, por lo que proyecta, lo que se podría llamar en sentido estricto –machadiano-, un hombre bueno, aunque sepa bien lo que son “los asuntos de un hidalgo disoluto”. David Luna es, por lo que representa, vivo ejemplo de lo que significa –modernamente- ser joven y con agallas, aunque en sentido pos-moderno se podría decir también que “la luna da-vid”, por más que sea muy difícil –en sentido pragmático- que el vino dé luna. Gustavo Petro, por su pasado, no es lo que podría llamarse, en sentido psicológico, un hombre malvado, sino, más bien –en sentido derridiano-, un hombre difer-anciado (léase, antes que diferenciado, manchado, por una extraña decisión de la vida de los pueblos de cambiar su sino). Estos tres personajes se enredaron en una polémica que tenía por referente las probables inclinaciones que desvirtuarían la buena intención política del último, a raíz de un comentario del primero. Que el del medio salga a terciar es significativo. Los políticos son como plantas; dependen de la calidad de la tierra para respaldar su valor intrínseco. Nótese que se dice tierra en lugar de suelo, puesto que suelo implica un trabajo, una intervención humana para convertirlo en sustrato, para destacar la pura relación natural. Si la tierra en la que crece un político es tierra de características estériles su calidad será de enclenque planta –con excepción de ciertas vides y de las malezas que crecen en tierras pobres y agrestes. Los novelistas, en cambio, son como el agua: tienen que ver con todo y a todo sirven y a todas partes llegan; pero el agua tampoco es pura en todas partes –aunque allí donde haya agua habrá siempre vida, mientras que allí donde hay políticos no siempre hay progreso-. Es lo que sucede con las sociedades; la tierra de su historia no es apta para fértiles siembras y cosechas.
Decía el novelista que la actitud elusiva, la mirada sesgada y las propuestas populistas (rebajas contundentes de los servicios públicos, subsidios estatales para casi todo, obras civiles de alcance fantástico, puesto que construir ferrocarriles que agilicen la movilidad de las mercancías sería querer poner la dinámica actual del país en una dimensión contraria a la de las perspectivas globales, etc. etc.) del hombre que ha logrado después –o quizás gracias a ello-, de convivir con el vértigo de las explosiones, de sobrevivir al espanto de las balas zumbando en el oído, adquirir un talante frío y –supuestamente- objetivo, con una asombrosa capacidad de interpelación y proyección de los espejismos de la vida del siglo XXI, no le produce confianza. Pero la resolución de la polémica no estaba enfocada en una discusión de verdades, sino en un contraste de estilos. Si el estilo de un hombre que como Héctor Abad creció en medio de las caricias siempre cálidas de los libros y los modales delicados, por más que el temperamento de su padre, como todo ser humano le mostrara facetas ásperas que precisamente se limaban después de ingresar en el santuario de la biblioteca; y en cambio la vida de Gustavo Petro estuvo signada por la decepción de la persecución de las fuerzas del Estado por mostrar radicalidad en ideas razonables y sin embargo bendecida por una circunstancia especial que supo aprovechar (como una vid de esas que ha de dar un vino de naturaleza bíblica), no es sino una muestra de plantas crecidas en tierras disímiles; de ahí la desconfianza –que es mutua en el sentido de que también Gustavo muestra desconfianza, pero ante todo lo que no comulgue abiertamente con sus propósitos (que pueden ser cambiar una faceta de la historia de un país)-, lo que da para otro contraste bien singular: Fernando Londoño Hoyos en su hora de la verdad viene diciendo con la intensidad de un punzón que quiere horadar la roca, que Petro es simplemente una ficha más de los intereses Chavistas; un comunista a ultranza. Alberto Casas Santamaría, por su parte, con la frescura de un buen wisky en las rocas, reconoce que Petro ha sido y es amigo de Chaves, pero se ha distanciado de sus políticas. Los estilos resaltan por la huella que imprimen, no por la fuerza con que operan.
Pero habría que analizar el agua del novelista. La de Héctor podría ser agua mezclada con la repulsa de la sangre de su padre sacrificado; empero sigue siendo un agua noble sin detrimento de que pueda tener una etiqueta. Hay investigaciones serias que concluyen que algunas de las aguas más caras –las francesas, por ejemplo, que se precian de ser obtenidas de los más puros manantiales cisalpinos- vienen a ser como un bagazo –en referencia a las partículas esenciales que toda agua natural contiene-. Nosotros, sin ser novelistas, ni mucho menos, pero si ubicados en la línea del artista, vendríamos a ser, para los envidiosos y los recalcitrantes que son siempre los que instigan –necesariamente- en la corte, como el personaje del proverbio: “No queda bien a un tonto hablar con elegancia” y este es el meollo del asunto, porque resulta que la tierra del político y el novelista por principio es la misma, sólo que hay quienes –entre políticos igual que novelistas- imaginan que vivir, como hacer política es hacer labor de máquina; pero máquina en sentido fuzzy –diferente de las maquinarias políticas y las definiciones escleróticas- es aquí-mana, como en la vid agreste, pero sólo si aquí-aman, de lo contrario simplemente será un arte-facto de mecanismos y articulaciones de mequetrefe (aquí-imán). Así son las sociedades cuya tierra de historia se ha nutrido de esencias, más que de ciencias, puesto que las máquinas de la sociedades más desarrolladas siempre corresponden a un estilo único con diferentes proyecciones: el estilo del amor a la tolerancia, de la proclividad a la verdad –o al menos a la claridad-, ahí se da la verdadera lucha de clases, mientras tanto, seremos sociedades intentando –inconscientemente- reproducir el contrato Hobbesiano. Yo por mi parte, preferiría afiliar mis estilos desgarrados a una intención no como la de Héctor Abad: Participar del show ya que la circunstancias lo permiten; más bien, aunque en ello se van todas las pompas con que los hombres ilusionan y con todas las contradicciones que ello implica, a tener una proyección como la de Noam Chomsky, de quien me gustaría tener su digna pobreza para hacer el show sin la absurda opresión de poderes y fantasmas ególatras.