FÁBULA
CON MONSTRUO
Entonces
el mundo se tornó caos y desesperación. En los oídos resonaba un
eco sordo. Todo temblaba a nuestro alrededor. A medida que todo se
derrumbaba sin hacernos daño, sentíamos como pasos de un animal
enorme, un monstruo. Cuando todo se acalló se escuchó en el aire
una especie de plegaria: ruego
porque le defiendas y le salves. Mirhoga
no atendió la voz; espera, podríamos reconstruirlo y empezar de
nuevo.
Cuando
coronó aquella colina dijo para sí vaya
, estoy exhausta pero que mundo más bello éste; qué colores, qué
aromas, qué luz y qué horizonte, y
se quedó profundamente dormida . Soñó que se encontraba a un mago
que a la vez soñaba. El mago se encontraba con otra criatura y le
decía ¿quieres
conocer de qué están hechos los sueños?
Y, ¿qué son los sueños? Contestó la criatura.
Bueno, los sueños son aquel momento en que eres y no eres.
La criatura tomó aquel trago; era
como aspirar una bocanada de aire. El mago le había dicho: Tendrás
primero que aceptar que los sueños no son aquello que deseas
encontrar sino aquello que sabes aprehender. De pronto se encontró
delante de un valle enorme. Debajo corrían ríos impetuosos. No
espejeaban como los ríos normales y cuando se los miraba parecía
que un sol rojo profundo les diera su luz
Cuando
despertó, la criatura se dijo, vaya,
qué sueños más extraños he tenido, y qué criaturas más extrañas
he soñado. Se sorprendió de lo nuevo que era el paisaje pero no
estaba segura de conocer otro, sin embargo en su imaginación
desfilaban áridos paisajes; arena y más arena, como desiertos. Veía
siluetas de camellos y caravanas de beduinos o de seres con túnica y
kufyya. Pero, se dijo, he de seguir mi camino.
El
hombre se tumbó en su bosque de tréboles y flores nimias. Las había
como tulipanes amarillos de Liliput y como violetas vergonzantes por
no tener aroma. Abrió su mochila , sacó sus tapones y apagó el
móvil; no quería que los carros, los aviones los ojos y las risas
siguieran cantando su salmodia de soy más feliz. Cerró los ojos y
vio como el rojo centelleaba entre sus párpados. Recordó que en
aquel mismo lugar había presentido que aquello era un vórtice que
llevaba a las antípodas. Murakami, aquella chica de un hotel que no
existía y el encuentro de dos seres imposibles en el amor. A esta
hora Murakami debía estar soñando. Recordó, además, el extraño
suceso, hace mucho, allá en la excursión a los llanos orientales
para festejar el seguro grado de bachiller. Habían llegado de
noche; él había hecho el viaje en alcohol. Había bailado y se
había propasado con la profesora en el sub,
el bus. Decidió que haría toldo aparte y para lograr la estructura
de la tienda había profanado las ramas de un arbusto. A la mañana
se encontró con un chico sonriente y feliz que hacía una fiesta
entre alas; le batían por los brazos, por la cabeza, por la espalda.
Ja, de lo que se está perdiendo, le dijo mientras cogía una por sus
alas enormes y la descogotaba, y se llevaba deleitoso su culo a la
boca. Tome, es rico, le había dicho, son hormigas culonas; era
fastidioso sentir como aquella masa se debatía en la lengua antes de
hacerse mantequilla. Dos tardes después, despreciado por la osadía,
la masa de los “normales” habían jugado con el balón del acaso
versus la novedad en una cancha común; él se había ganado la
atención y la simpatía de lo que había. Se embriagó de
aguardiente de llano; aquello era como entrar en la raya esa que se
forma en los monitores para enfermos cuando se supone que ya no
están: el oleaje ardiente que se debate en los desfiladeros de la
garganta hasta caer en la pradera del estómago; un sol plácido y
veloz sumiendose en el horizonte de la conciencia. No se dejó
seducir por aquella que le quiso enseñar el camino. Las últimas dos
cosas que recordó fueron la luna llena y enorme que le llenaba de
felicidad como un espejo que le devuelve a uno la imagen de lo que es
pero no, como si le dijese, has saltado sobre tu sombra, y el alba
tibia que le anunció que había dormido en un cementerio.
Mirhoga
caminó y caminó, cruzó parajes de un verde indescriptible que se
le hacían conocidos, luego se encontró entre una vorágine de azul
petróleo a la que siguió una carretera de un naranja profundo, por
momentos se encontraba con grises que se le parecían a la tierra de
su mundo. Era como caminar por un enorme telar cuya trama jugaba a
mezclar los colores en rayas verticales y horizontales. Hasta que se
vio en una tierra rosa tenue llena de cráteres con algunos vahos
entre húmedos y salobres, a veces eran picantes, otras francamente
tóxicos. Vaya que temblaba en esa tierra; se sentían ruidos
subterráneos subiendo y bajando; entonces se desesperó, ay,
estoy perdida, no hay nada que conozca ni nadie quien me ayude, voy a
enloquecer.
Y comenzó a dar vueltas y vueltas sobre si misma absolutamente
enloquecida: Soy
una bebé, fuerzas de la vida y del conocimiento, favorecedme.
El hombre abrió los ojos. Allá, al
frente, vio el vórtice que constituía una pasarela en espiral que
confluye en un puente para peatones, no para carros ni para ríos.
Una loca con estampa de niña llegó corriendo al inicio del puente
tornillo; tomó, mirando a todos lados, hierba seca y otras basuras,
se metió por entre los barrotes de protección; abajo estaba la
ribera del río de verdad pero la caída en el sitio ideal para el
nido era insalvable. La pobre debía de sentirse pájaro planeando en
el aire de las angustias. Atravesó de nuevo la barda que la dejaba
en carretera y se puso a dar vueltas sobre su eje.
Cuando el hombre cambió el foco,
sobre el terreno donde se supone el compañero del cúbito en el
envés del antebrazo debe ejercer su mandato, una hormiga bebé se
debatía dando vueltas sobre sí misma. Pensó en aquella vez que una
expedición de hormigas explorando las cercanías de su hormiguero,
le corrían por las venas y le daban piquetes como si dijeran: dinos
en que piensas, háblanos de la verdad; el lenguaje de tu sangre nos
traducirá.
De pronto Mirhoga sintió un como
vórtice de fuerza, como un dedo de luz arrebatador que se la aspiró
de aquella tierra y la depositó en el verde; de nuevo a reconstruir
el mundo.
P.S.: Cómo quiera que esta no es
una fábula para niños, cada cual deberá desentrañar su moraleja