ANIMALESCAS
CONSIDERACIONES
Cuando Dios era chiquito –no se puede decir
que cuando era niño porque esa es una
definición exclusivamente humana: Ni-sí-hombre, ni-no-niño- empezó a jugar con
barro. Como no tenía mucha noción de sí, valga decir que no tenía uso de razón,
sus juguetes eran imperfectos. Por eso era chiquito: C-lo-que-a-H-quito. Claro, porque H era muda; pero era tremenda: se
subía y se bajaba por donde quería, como una escalera. ¿Qué si era metafísica?
¡`No, amigo, mucho peor que eso! El paraíso de las marionetas. El cielo y el infierno.
Entonces hizo un cerdito, pero era apenas una caricatura, un esbozo. Por eso el
animal es, simplemente lo que Dios pensaba cuando estaba jugando a hacer su
obra: L’anima. Como todo en la vida evoluciona, llegó un momento en que l’anima
se aburrió de tanta dependencia, entonces quedó sólo mal. Sí, que un soplo de vida, pero hay que estar mandando informes
-moral-. Pero no olvidemos que Dios estaba chiquito. Pues bien, el cerdito a la
final estaba muy mono –pero, bueno, que venimos del pez, que venimos del mono,
entonces ahora es que venimos del cerdo- sin embargo no era perfecto, hombre,
pero ¡cómo se sentía feliz entre el cieno! Pues resulta que de tanto hacer ese
gesto de satisfacción que se expresa con los labios puestos hacia adelante, se
volvió un círculo perfecto y de los dos orificios para respirar la dualidad:
bien y mal, se tornaron cuatro: Peco y rezo, empato; debo y pago, vuelvo y
juego.
Con el tiempo Dios creció, pero no su
prestigio; es entendible, no tenía papá. Todas las figuritas que hizo se
quedaron por ahí regadas, pero una la hizo dizque a su imagen y semejanza y
ella –porque además Dios cuando jugaba a hacer figuritas le daba por hacer
poesía le dio por pensar: a esta la invisto de libertad- empezó a cambiar todos
los órdenes; de modo que, harta de moscas, esta criatura cambió el cieno por
aserrín y el aguamasa –todas las sobras del comer, beber y hasta excretar; lo
no asimilado había que re-ciclarlo- por concentrado –desechos de desechos,
huesos molidos, plumas sublimadas ad
absurdum, pensamientos perdidos, todo iba a dar allí-.
Cuando Augusto Monterroso se encontró con el
autor de estas líneas en ese sitio que ya los cerdos comprobaron no era el cielo,
este le dijo con una sonrisa: bueno, podrías haber cobrado las regalías de lo
que me atribuían a mí por tu nombre, pero yo no tengo la culpa de que los
cerdos hubiesen empezado a evolucionar a boquinches y que ni tu hayas podido
interpretarlos.