jueves, 7 de junio de 2018

DESFOGANDO CASA DE MÁQUINAS



Había por ahí un adagio, descuidado pero sabio, de esos que dicen, por ejemplo: bendito sea el pavimento por donde pasa este monumento, acaso con la secreta esperanza de que una mínima probabilidad de que, aún no encendida la chispa de la simpatía en las miradas, responda: Y ¿cuando ha visto un monumento caminando?... "Quien lee vive mil vidas en una, quien no lee solo vive una y aburrida"...
El caso es que por aquellos días nos habíamos tomado una de esa mezclas explosivas y casi que fatales; nos pusimos a leer en simultánea La máquina de follar, Mil mesetas (capitalismo y esquizofrenia), Justine y Juliette y, para completar, el absurdo y denso La estrella de ratner. Como es de esperar el camino más arduo era el de recorrer ese dechado teorético creado por Deleuze y Guatari y, como estamos convencidos de que además de ejecutar el acto mediante el cual los ojos devoran la chispa consignada en las letras, también leemos en el sueño,  y esto como un acto de adelantados que, dueños de un secreto por el cual toda esa obra y todas las obras del lenguaje, de la filosofía, de la política, antes de posar nuestro entendimiento en esa chagra de renglones sembrados, ya nuestro espíritu ha hecho un recorrido previo, no de la obra completa, sino que, en ese otro ámbito donde el agenciamiento del ser en el espejo del absoluto, para el cual el sueño es el único espejo soportable pues de lo contrario se vería abocado a la destrucción de lo sólido en que se conservan órganos y cuerpo como fuerza ralentizada en el tiempo, obviamente, la estabilidad psíquica se vio estremecida y todo el sistema atacado por tan contradictoria senda de discursos. la máquina de follar sólo podía ser el simpático y ya superado perorar estético de un tipo cuyas fuerzas reales sabía contrastar bien con las fuerzas posibles más no probables y que en el inconsciente colectivo se mantenían con un sello de calidad equívoco; el marqués de Sade ya era contrastado por el imaginario popular como esa pobre inteligencia que vivió en una época que no le podía entender ni aceptar, y la Estrella de ratner sólo se podía asimilar como el esfuerzo tenaz pero intrascendente de una inteligencia lúcida y una original concepción estética que en la cabeza de Don de Lillo quiso contrastar la belleza del discurso con la de la matemática.

Estaba muy bien para los intelectos nutridos y bien pagados de sí y de la sociedad que toda aquella parafernalia de abstracciones lingüísticas, de sinuosidades de la historia de la inteligencia que escarbaba en todo el acervo de la enciclopedia, era admirable aunque de muy difícil seguimiento todo aquello de las máquinas abstractas, las estratificaciones del concepto que, a fuerza de vueltas y revueltas, es capaz de contrastar y volver todas las fuerzas posibles de la vida, de la química, de la geología, de la política, de las pasiones, tal que, por ejemplo, para un químico a quien se le hable de polímeros, sabrá defenderse muy bien con toda la conceptualización de niveles de energía, de la sencillez de entender que esas moléculas de tamaño grandioso y que han hecho casi que toda la síntesis de la plástica tanto como ciencia y como metáfora y que ellas, las grandiosas moléculas vienen desde otras más pequeñas, más ínfimas, más sutiles. los monómeros, que, en la vida monda y lironda de los almidones, de las grasas y otros compuestos tienen, digamos la fábrica de hacer la presa de la vida, no va a entender mucho de lo que pretende esta obra que, a nuestro parecer, no ha hecho más que tirarnos de la lengua y que claro, será por mucho tiempo una forma de interlocutar de científicos, de filósofos, de artistas, de psiquiatras que seguramente sabrán oponer alguna clase de reticencia a la definición que me ha dado una loca ésta mañana (cuanto nos gustaría llamarla clochardé cortazariana, de esas que toman vino y soplan crack y conversan y enseñan más que ciertos pedantes pero que sólo es una pobre zarrapastrosa) acerca de la locura: Pasa recogiendo ramas secas y botellas de pet y artículos sin ningún valor de los que se deshace cada noche en su madriguera; cuando pasa por nuestro lado, ella que sabe preguntar la hora y articular frases sencillas y coherentes, recoge una esponjilla de lavaplatos, esa proliferación simbólica que no alcanza a ser plusvalía por no tener medios de contraste, esa es la locura. 

Pero que un científico molecular que desarrolla una tesis doctoral a partir de los conceptos de estrato y agenciamiento contrastando la geología con la búsqueda de nuevas sustancias que sirvan para tratar enfermedades como el cáncer o para inventar nuevos compuestos para nuevos inventos, no se compara en sensación de felicidad de estar en el camino apropiado cuando, la noche siguiente a terminar el libro, en el dintel de la habitación (tengo una cortina de velo que separa el cuarto de la sala de ropas. Aún esa abstracción llamada alma respeta el constructo de eras y eras de estratificación de la fuerza llamado cuerpo), aún encostrada de negra y mantecosa tierra, una monedita de diez centavos de hace cuarenta o cincuenta años apareció a nuestros pies. Ojalá que el agua del lavaplatos en que eché, para comprobar qué objeto era, el pequeño cúmulo de testigos que unas uñas inconcebibles arrancaron no me haya quitado parte del valor que doy a tamaño suceso.