LA
LECCIÓN
Se le había ocurrido, por un momento, pensar
que aquello tan bello que estaba viviendo podría ser la ocurrencia de una
autora retorcida en cuyas manos se escribía una historia contraria a la
realidad según la cual el foco “facho”
de prisión Alcatraz en que se había convertido atravesar este valle de lágrimas
sobre la cuerda floja de mantenerse erguido y estable mientras ese foco de la
crítica y el que dirán era signo de clase y que cuando el foco estuviese dando
su vuelta por el lado oscuro de la intimidad de cada cual, entonces las
fechorías y los torcidos eran signos de civilización; en tanto que la chusma,
que se traicionaban entre ellos mismos, se oprimían entre ellos mismos, se
engañaban entre ellos mismos, tenían que aceptar siempre estar enfocados en el
estar cayendo y parándose del trapecio sin red de sus miserias y sonreír con la
mueca del payaso que es feliz sólo cuando cree que nadie lo mira. Pero era
absolutamente cierto que ella, quien se había dado sus mañas de demostrarle que
los sentimientos que había despertado desde mucho tiempo atrás eran sinceros y
que con toda valentía y ecuanimidad le estaba ayudando a superar aquella mala
racha desde cuando él, ignorando la última jugada que, por ese sentimiento de
orgullo y de pudor que los humanos, pero especialmente las mujeres tienen a la
hora de demostrar sus sentimientos.
La había parado de aquel modo tan cómico y tan
ofensivo a la vez una tarde de noviembre bajo la tibieza de un raro sol de
invierno; le hizo señas de detener su moto con ese carisma y esa autoridad que
le ponía la palma de la mano diciéndole como a un potro brioso: “detente; así, lento, lento. Eso, eso” y
ella se detuvo con altivez poniendo su pié sobre la acera y emitiendo ese
brillo de ejecutiva en unos ojos serios pero ardientes. <<quisiera que hiciera el favor de ayudarme a
entender por que tengo la sensación de que usted quiere hablar conmigo>>,
le dijo con una risita maliciosa; ella dio vuelta a la llave del switche con un
gesto de decepción que por dentro, mataba y comía del muerto, pero las
ejecutivas no dejan saltar los tacos, y antes de que el corazón le diera a sus
manos la agilidad que el acelerador necesitaba, él tomó el manubrio y le dijo:
<<espérame en el cielo
corazón>>.
Ella había repartido aquellas tarjetitas
bajo todas las puertas de todas las calles del barrio: <<Su corte de cabello: Podría ganarse un corte
gratis si presenta esta tarjeta>>, pero la publicidad era sólo con un
objetivo.
En la tarde anterior, la misma que sucedió
al pare descarado, se había presentado en el laboratorio donde se ganaba el
sustento –el estilismo era de hobby y de estilo- e hizo que ella le atendiera: <<quiero saber cuánto cuesta un examen
de RH>> dijo con aire solemne: <<$ 5.000>> respondió con el mismo tono. ¿Y un examen de HR? Ella frunció el ceño con un aire desencajado.
Bueno, quiero decir, uno de ¿Hi, Rose, how do you do? Él hubiera esperado que
ella respondiera como si la química y Cúpido no fueran quimeras que los hombres
han echo posibles gracias a cojones y deseos: <<¡ah, ese es SS, quiero
decir, self service, mister!>>, pero era demasiado pedir a un antecedente
de desconcierto y desasosiego; en cambio, para bordar el último toque a aquel
zarpazo de audacia le dijo: <<creo
que ahora usted y yo estamos como para un combate fashion: algo así como que yo
apuesto a que soy capaz, amorosamente, de bajarle los calzones, antes de que
usted, burlonamente, exponga mis cojones>>
<<¡Ha,
si!, y yo apuesto a que si no se esfuma en el término de la distancia, su linda
cara va tener un lindo recuerdo de mis aruñones>>
Esa misma noche un mensajero llego a la casa
de la vecina con una botella de vino de buena factura, aunque sin alusión de
cosecha y una copia en DVD de “el marido de la peluquera”. Luego de cinco
minutos de película abrió la botella, se sirvió una copa desmesurada aunque
supiese que era maleducada, pero bastante sobria como para dejar el contenido
un poco más abajo del cuello, cambió la bolsa plástica del empaque y la
reempacó en un talego de papel; arrancó la hoja del día del calendario y
escribió en su respaldo: <<hay que
dejarlo respirar>> Luego, paquete en mano se dirigió a la casa de su otra vecina –parece
conveniente anotar que los actores en cuestión tenían un antiguo apetito mutuo
no saciado y que se había convertido en una pugna soterrada de malentendidos
desde aquella vez hace diez años en que él la había dejado con una insinuación
explícita consistente en ponérsele delante en un paradero de buses cuando la
atracción estaba en su momento más cálido y él se había ido tras aquella a
donde ahora iba, por un motivo bien simple: cuando estuvieron en quince minutos
haciendo lo que ellos no habían podido en diez años y él le preguntó porqué,
ella le había dicho: <<pues porque
quería cogérmelo>>- y le encargó con una floritura entregarlo en casa
de su vecino. Media hora después el vecino había llamado a la puerta.
<<Humm,
huele bien>> dijo mostrando los tres cuartos de botella
<<
¿No me irá a decir que también le gusta el asado de culebra? Le dijo con un
mohín despectivo.
<<Sobre
todo cuando despide ese delicioso aroma a ciervo en temporada. Ya deben estar
llegando a la parte en que, hace tiempo, cuando se estrenó en un cine de
categoría, un par de muchachas
comentaron atrás mio: “es una güeva, pero una güeva bella”... ¿Puedo? >>
Aquella noche fue inolvidable que la única vez en que él, al probar esa
entrada de jarrete de marrano en salsa de vino tinto con un toque de romero que
parecía culebra y la sencillo plato fuerte de carne de lomo asado con ajo y
pimienta, pensó que si realmente podía existir el destino, era para haberlos
juntado a ellos, pobres pero finos, al contrario de las variedades de aquella
especie, una de las cuales era una interpretación de pobres y cismáticos.
Y pudieron, pero la triste circunstancia
de aquello que el paso del tiempo no permite ser como quisiera ser terminó por
imponer la injusticia que podría configurar el hecho de haberse dedicado a ser
buen amante y buen doméstico dejando que los años, las canas, la inercia, la
rutina fuese lo normal; en cambio, ella, cada vez más bella, que se había
dedicado a estudiar, a estar pendiente de esa terrible expectativa que es el
próximo instante, al que hay que agarrar por las greñas si es que no le tenemos
nada pre-visto; que el hecho de ir, no de cama en cama, ni de mano en mano,
sino de corazón en corazón, dejando los jirones de la fidelidad en un olvido de
la voluntad de poder, lo único que nos queda cuando los espejos ya no mienten, estaba
conociendo a un interesante señor lleno inquietudes y perspectivas.
Entonces recordó la
moraleja del escorpión y la rana cuando aquel le rogó a esta que por favor le
llevara en su lomo al otro lado de la charca y, cuando estuvo en tierra firme
le clavó el aguijón con la siguiente excusa: Lo siento, es nuestra naturaleza.