El amor es el conocimiento más básico que existe;
el que viene inserto con el manual de instrucciones de uso de la vida. Es el
que te hace frágil, interdependiente, capacitado para el uso de la ternura. Si
eres ignorante en el sentido académico y pretendes usar ese conocimiento con
ciencia: la ciencia del egoísmo, la ciencia de la malicia, la ciencia de la
manipulación de los sentimientos, de eso que la mayoría usamos con más o menos
como los niños, aun cuando crecemos y las frustraciones y los yerros y los
desconciertos nos tornan re-sabidos,
es decir, resabiados, entonces estas destinado a ser solitario, a vivir
amargado, a que la vida te pague con la misma moneda con la que pagas a los
otros lo que saben de la miseria universal, aun cuando el oro y la fortuna se
dan prodigos.
Otra cosa sucede cuando logras que tu conocimiento
se mezcle con los estudios; cuando aprendes el significado de eso que llaman hipocresía, entonces es un juego de
cartas que juegas con barajas que tienen que pasar por una aduana: La
institucionalidad; pero siempre te inventas formas de marcarlas, las tuyas y
las de los otros, de modo que siempre puedas ganar algunas bazas. Y así, se van
formando especialidades de marcar cartas: La complicidad, la influencia, los
regalos, el estilo, esa daga que penetra el vientre escudado del escepticismo,
del amor propio, el pequeño arcón de nuestros secretos afectivos, sin
hemorragia, sin aparente infección, ni evisceración.
Pero entonces, entrando sin darte cuenta en la
lucha por ingresar al club de los privilegios, el club con aviso luminoso “Gran Mundo”, en las entradas y salidas
por la puerta giratoria de las ilusiones, de los empeños, de las apuestas que se
impregnan de tu perfume “Fatuidad”, se cuelan y se quedan numerosos jokers, comodines que te denuncian
silenciosos: Los secretos a voces, los chismes de salón, los tics rituales.
Acaso quizás la máquina tragaperras te suelte metálico y más metálico, y hasta
puedes llegar a intuir oscuramente el significado de plástico, pero el sabor del beso y el abrazo, el sabor del perdón
que no tiene que ir al tribunal imbécil y utilitario del confesionario ya no
sabe, ni siguiera pasa como agua fresca
por el gaznate de tu ego desnaturalizado.
Y empiezas a entender el sentido de las desideratas,
pero tomas los atajos de la tienda que te vende cada vez más espléndidos y
exclusivos espejismos, y te da por necesitar cada vez juego más complicados y
secretos. ¡Entonces te haces cosmopolita!
Y como el mundo no puede vivir sin los mitos,
empiezas a procurarte una mitología propia, pero no sabes que las mitologías ya
son el paso a otro mundo (obviamente para seres excepcionales). No te enteras,
ni siquiera por que aquí te lo diga, que hoy existen dos tipos de mitologías:
las mitologías viscerales y las mitologías maquinales.
De modo que los Zuckerberg, los Bill Gates, los
fantasmas ambulantes de Steve Jobs, ahora ni siquiera son los mismos niños
afectivos que somos la mayoría, SON AHORA ZARRAPASTROSOS AFECTIVOS. Besan y
abrazan, escasamente a su padre, a su madre, a su esposa y a sus hijos, y no
con el mismo sabor del beso que en microbios y bacterias traspasa un misterio
milenario que ya no se llama Dios pero que siempre aspira a un mundo de
justicia, besa con un sentimiento de epopeya, de héroe que un día se levantará como
una fotografía, un holograma multidimensional en el vasto vacío. El
conocimiento básico, el amor que sale de la piedra y se vuelve espermatozoide y
se inserta en un óvulo se habrá perdido. Y acaso en algún archivo, en algunos
anales se puedan leer los vestigios de unos que también perdidos de ese
conocimiento básico se introdujeron en el ducto informático predicando el
evangelio de la energía, de la proyección vital, del inter-es mínimo.