sábado, 19 de noviembre de 2016

LA 14 POSTAL PARA LA ABUELA

POSTAL PARA LA ABUELA
Todavía era el tiempo de las carretillas tiradas por caballos que dejaban en el aire el perfume de su bosta mezclándose con el aroma de café tostado y las maravillas del mundo moderno. también aún era el tiempo en que en el mercado se ofrecían coteros para llevar las compras. El cotero era un personaje humilde que se ganaba la vida cargando mercados de personas de clase baja y media, cuando aún las compras rendían y se llevaban a casa furtas y verduras en abundancia, en lugar de tanto producto=para-botar-por-el-ducto de industria: Frutas deshidratadas, galletas y bizcochos de toda clase atiborradas de benzoato de sodio, un cancerígeno potencial: leches artificiales; carnes vegetales; compuestos vitamínicos y otros cientos de cosas basura con marca y valor agregado.
Entre los coteros de la plaza, eran populares por sus apodos: El polaco, Rin-tin-tín, el gato. El polaco era un hombre con un rostro parecido al de Popeye el marino y un kepis que le hacía aparecer como un excéntrico pero en realidad era un hombre amargado  y agresivo. Rin-tin-tín se distinguía por su bigote al estilo José Alfredo Jiménez y, cantaba sus  canciones mientras iba por las calles con el cesto a la espalda, sostenido por una badana de fique que lo abrazaba y se anclaba la frente. El gato tenía unos ojos felinamente verdes. La abuela buscaba cada sábado era a Dávila, un hombre de unos veinticinco años avejentado prematuramente, de rostro y expresión tan humildes que parecía un imbécil, y en verdad, mucho de brutos e imbéciles tenían estos tipos que soportaban como gladiadores pesos desmesurados, al igual que los carretilleros quienes maltrataban a sus pobres jamelgos y algunos ni siquiera se preocupaban en curar las peladuras que les infligían el tallar de aperos gastados y apuros interminables. Era común ver carretillas desbocadas por la inyección turbo de zurriago.
Dávila cobraba dos pesos por llevar el mercado que la abuela compraba cada ocho días como ecónoma del casino de ingenieros de Cementos de Caldas. Cuando por alguna circunstancia Dávila no estaba disponible, tocaba pagarle cuatro o cinco pesos al polaco o a cualquier otro. La abuela prefería al polaco porque aprovechaba para solazarse con su temperamento neurótico, ella curtida en conversaciones y lidias con gente complicada sabía siempre llevarle el hilo, además era respetada porque, de una manera misteriosa, cuando la fuerza del imán se estaba volviendo en contra suya, ella sacaba esa dignidad de carácter que tan bien saben plantear los negros (la abuela era una mulata más de rasgos negros que blancos), yo creo que esa capacidad magnética tiene que ver con las bendiciones del origen, aparte del sufrimiento milenario de la raza, primero con la naturaleza y luego con los conquistadores. El tramo era desde la galería hasta el almacén “La chispa”, un almacérn de granso y abarrotes situado a diagonal del café Osiris, en toda la esquina del pasaje de la beneficencia; un kilómetro, diez cuadras, más o menos; allí se guardaban las compras de la galería y las que se hacían en ese mismo almacén, hasta que las recogiera el bus de la empresa hacia las dos y treinta de la tarde. Dávila, o quien fuera, estaba descargando su canasto hacia las once y cuarto, a no ser que, después que un día la abuela le sacó tanto el carácter al polaco que este partió –y seguía partiendo- como alma que lleva el diablo y esperar su dinero a las once y diez. Seguramente él como yo se paraba en la puerta a esperar, él su pago, yo a que la abuela revisara la lista de las compras, su precio y las legalidades para justificar a “la oficina”; él se pararía con su ceño fruncido a maldecir pasito a todos los poderositos que en sábado se paseaban por el comercio con sus resacas o sus novillonas; yo me paraba en esa puerta con mis quince años melenudos, de bota de campana, pensando en la ración de cinco pesos que me daba la abuela para la semana y en la muchacha de turno que se había fijado en mí y cuyo maní no era el mismo que hoy cuando uno explora primero los caminos anchos para el cauce del agua viscosa de unas caderas o unos pechos, antes de, tímidamente, meterse al agua helada o hirviendo de una mirada y una expresión; lo único ventajoso, para la sensación interior, es que hoy uno trata de combinar ambas llaves con la desventaja de que al otro lado las llaves que se prueban generalmente están fuera del alcance de nuestra intuición, máxime que si el combustible de la billetera o la reputación es adulterado, sometido o bajo régimen de usura, no hay negociación. Como yo fungía de edecán de la abuela, quien de paso me complacía con golosinas y me vestía como todo un señorito dandi –ajuar que se raía rápidamente en el uso abusivo de la promesa de aprovechar el tiempo, estudiar, ser juicioso y perseguir la meta de un doctor pero que el misterio del rocanrol y otras yerbas del pantano cada vez y pronto deshacía. Desde luego yo no sabía lo que era un dandi y lo que de fatuo, vanidoso e inapropiadamente aristocrático, eso implicaba, también esto salido del entorno vital de la abuela, pero como coca-colo me sentía en mi salsa-, lucir mi ser salido a la novedad prematura era mi sino, sietemesino, al fin.
La 14 es un almacén tan popular que no hace falta describirlo; no obstante me parece atinado consignar aquí que es un almacén de proyección burguesa cuya diferencia con los que tienen una prospección arribista como los Carulla, Carefour, los Falabella, es que allí no se gasta el mismo dinero y, en cambio, se obtiene calidad y precio a precios muy atinados y ciertamente algunas ofertas: Cómo no llamar una oferta para la inteligencia poder ver cómo allí, en medio del sitio neurálgico en el que convergen, a la izqueierda el centro de intercomunicaciones, a la derecha los baños públicos y, un poco más hacia el interior de esa derecha, es decir, enseguida, el mall de pollos asados y otras formas de socialización sensualmente decente, un tipo con copete estilo Elvis Presley, maduramente apuesto, aunque para una inteligencia femenina de esa que uno ansía encontrarse, esa patas de gallina y esa espuma reseca en la comisura de los labios no garantiza mucho de lo importante; al fin, el observador le conoce, es un abogaducho con más fuerza en las relaciones publicas que en el cerebro y la entrepierna, que cuando está solo, o cuando no le importa, hace de la corbata una poma para untar el polvo de la polvera en que se ha tornado su boca, hojea con disimulo una revista mientras espía a las potenciales presas que se pavonean por las galerías; hay que discernir entre hienas bien camufladas, las buitres en busca de una carroña con ñervo y las perras en celo; el ritual posmoderno de socialización de las grandes superficies; es más confiable el desecho con faldas y redondeces generosas aunque desnutridas que espera la suerte a la salida pero el gusto y los modales tienen que poner alta la apuesta, el problema es que es sólo eso, alimenta más una menta.
No obstante, he llegado a pensar muchas veces que, haciendo caso omiso de del origen de sus dueños y capitales, la reputación de este almacén –aparte también de que otras formas del ritual de socialización merecen ser estudiadas y descritas: Los burócratas con vidas anodinas que, como los pobretones que hacen de la ida a misa cada domingo un paseo de la vista, de la imaginación, de la ansiedad, de la envidia, gastando sólo un poco de  bilis y adrenalina extra y ahorrándose, bendita tendencia naif, la digestión del pesado menú de los curas, al sacar la tarjeta de crédito no blanquean los ojos, sino que los pasean primero en el entorno y luego derraman todo su deleite en la cara de la mamá, la esposa, la hermana o la sobrina- tiene que ver con su nombre: las catorce generaciones desde Abraham hasta David, las catorce desde David hasta la deportación a Babilonia y las catorce generaciones de la genealogía de Jesús. Siete, el número perfecto doblado.
Es la época de cuarenta años después en que mi sino por el desierto hace fila en la caja rápida de hasta cinco productos, delante de mi hay tres señoras mayores, muy bien y sobriamente vestidas que conversan con una cuarta. Un anciano encorvado y de facciones nobles, rozagantemente saludable, inclina la oreja para escuchar, como un niño al que se le prohíbe meter cucharada en conversaciones de mayores. Es ostensible el audífono insertado y  que le hace parecer un pájaro atento. Viste elegantemente también. A su lado un peludo adulto de expresión desilusionada y barba blanca y descuidada es un monumento al desaliño  y el desdén posmoderno.
Al salir con mi pequeño paquete de cúrcuma, ajos y jengibre baratos y frescos que luchan contra las oxidaciones, me revuelco entre los mullidos algodones de mi imaginación, donde también es lógico esperar manchas y ácaros, buscando una certeza poética que me permita enviarle a la abuela alguna postal de excusas con fondo de camino sinuoso poblado de seres etéreos e invisibles que otorgan dicha y desdicha mientras se va ascendiendo a un reino luminoso, pero sólo encuentro un reino de cucaña que destella una rueda vertiginosa llamada fortuna en un casino e espejismos. Bien pudo ser que Dávila tuvo un hijo que se encontró entre los soldados que desenterraron, raro azar, una guaca millonaria de las farc. Bien pudo ser que una de esas ricas entre las que era conocido y usufructuado le heredó una millonaria fortuna. O bien pudo ser que una familia luchadora que se educó y salió delante de las vicisitudes del egoísmo puso a uno de sus miembros en su sitio. Aristóteles, ese gran equivocado hace respetar su ética a Nicómaco: “Vela siempre por la dulzura del carácter”