jueves, 1 de septiembre de 2011

CARTA ABIERTA A ENRIQUE SERRANO

Como en la sesentera canción del kistch criollo quiero decir “perdóname esta carta, aunque sé que nunca la enviaré” primero, porque aunque pudiese saber donde encontrarlo, no creo que me vaya a responder y segundo porque estoy seguro que por más que nunca llegue a sus manos, va acusar su recibo, así sea en su propia y redonda mesa. De entrada quiero decir que es usted parte de lo que para mi significa un auténtico escritor, en el sentido de tener no sólo oficio, sino también arte y que, como a esos amores que sin ser platónicos uno nunca se acerca porque, sabe que no son para uno, pero sabe bien que podrían serlo si no fuera por las talanqueras de los intereses, de los protocolos, de los encasillamientos, pero ya desde hace mucho tiempo al mirar a los ojos de su obra, pude ver, en ese pequeño fragmento leído en una calle de periódico volatinero, donde el jodida y tristemente feliz preceptor de Nerón –si mis sinápsis ligeras no me traicionan- se recuesta tranquilamente en su bañera a sentir y describir por su pluma cómo la calma de la muerte se va aproximando mientras como un ocaso, el último, su medio se tiñe de bermellón –de verme-en-yo- diría un difuso juguetón de esos que Cortazar nos regala vestido de Cronopios, Famas y Esperanzas, sin perjuicio de toda la talla estudiosa y erudita que él, a diferencia de usted, si no dejó impresa como profesor en la tabula rasa a fuerza de escepticismos de una gran cantidad de jóvenes; en cambio, espero que también como usted, por vías diferentes, más serias y acabadas si se quiere, lo que sería una desventaja porque esas son sólo para escogidos, él con su dolor interior, con esa gracia de pararse del suelo de la angustia, del tedio o de la desesperanza, supo poner la conciencia de muchos en ese terreno al cual ahora lo quiero llevar con mis barruntos.
Dice usted en una entrevista echa al amparo de la zanahoria noche manizaleña, con el sello orgulloso del cual yo todavía no me puedo decir usufructuario, de Juan Valdés en cuyos predios de café aromático y calientito, con la compañía de uno de esos que realmente supieron irse para volver a regar el terruño con lo vivido y aprendido en la capital (Fernando Alonso Ramírez) que la apuesta Greco-Caldense (no hay que olvidar que era ante todo Greco-Quimbaya) no ganó la apuesta porque no tenía de donde (el entorno, los medios, la gente) echar mano para una apuesta más decidida, además porque desde siempre, digo yo, la apuesta por lo clásico, no sólo fructifica en tiempos que no son los de los palos de mango, sino que lo hacen cuando menos se espera y sus frutos, o bien se los disfrutan muy pocos, o bien se encargan simplemente de abonar el terreno para futuros renuevos de su subterráneo esparcirse (como las trufas, sin estolones ni raíces ni hifas visibles, saben continuarse), y a mi me parece que esa apuesta sigue dándose, sólo que en una partida que tiene porque tener fin, puesto que el hecho de que silenciosa y sutilmente muchos profesores, muchos diletantes, muchos encauzados (iba a decir iniciados, pero no quiero crear desinteligencias) que se encuentra uno por ahí con la goma de charlar de Leonardo, o de Lampedusa, para pasar a Kafka o a Joyce y terminar discutiendo si después de Musil, o Gidé, o de Borges, pudiera ser que los Sábato, los Vargas Llosa, los García Márquez, o los familiares de Pascual Duarte (así, en impersonal, porque la niebla difusa se hizo tan espesa que sólo podemos caminar porque vamos tan rápido como la cola que nos abre la brecha), nos logren poner de nuevo en el camino, o hay que darse al dolor y mantener la esperanza de que este globo caiga en terreno apto. El caso es que (y aquí si quiero poner el dedo en la llaga que todavía supura de eso que el anhelo da: ganarse el Baloto) los precursores que de mano de Silvio Villegas, de Gilberto Alzate Avendaño, Adel López Gómez, a quienes siguieron de cerca, Fernando Londoño Londoño, Augusto Trujillo, o el fundador del semanario “La Mañana” se dejaron influir por el spleen parisien y el amaneramiento cosmopolita en lugar de tratar de hacer de sus vidas y sus obras un alambique en el que se destilase un mosto valioso a partir de tan nobles vides; hoy, con el apuro de ponerse a la par con la tecnología y hacerse bañar de sus luces, esos que refulgen van padeciendo de los mismos manes. Sin embargo, estoy absolutamente seguro de que esas esporas que se fueron diseminando al arbitrio de designios menos detectables han prohijado inteligencias que siguen aportando al espíritu y produciendo frutos de la misma catadura de intención y de horizonte en que se fraguaron; que no necesiten salir a la palestra de los medios; que sigan existiendo promotores silenciosos y prudentes que cultivan la parcela de la inteligencia, no para ponerla en los mercados de lo efímero y lo vertiginoso y sin embargo para usufructo de ciertos nichos es la realidad de cierto tipo de cultura (¿cuándo se ha visto que aun en Bogotá personajes de la talla de Pedro Gómez Valderrama o de Germán Espinosa hiciesen booms editoriales o de masas?). En una de las pocas cosas que estoy de acuerdo con otro de los que han bregado en estas marañas, Adalberto Agudelo Duque, es que “la mayoría de la obra valiosa de Caldas está inédita” (faltaría ver si esa categoría se refiere a no tener todavía el apretón de las prensas, o si todavía no se han secado los sudores de las frentes).
Menciona usted también el hecho de que esas grandes inteligencias que se suben en un pedestal de nimbas auras han contribuido a que la ciencia y la sabiduría, ante todo la última, no sea un efecto deseable en la vida de muchos y, por lo menos, pensamos nosotros, en el fuero íntimo de lo que toda verdadera pedagogía persigue arraigue como estilo de vivir y que lo malcriado, lo depredador, lo intransigente de los jóvenes de hoy, viene a ser la mala elaboración de todo lo que las decepciones y los desencantos que han dejado los sospechosos del valor de la alteridad; pero los dos sabemos que la distancia que hay entre la apertura al matachín de Riosucio, razón por la cual usted se vino de sus sosegados dominios bogotanos –aparte de los vínculos filiales que tiene con la región- y la comprensión de la visión de paralaje que si la ciencia explica al neófito de manera sencilla este va a responder que esas solemnes pendejadas no merecen tanto, lo que es inversamente proporcional a la incapacidad del Estado, en aras de la democracia de impedir que tanta impropiedad se mezcle en sus sistemas y así, el revestimiento de paciencia y de esperanza con que el crecimiento de lo realmente bueno se mantiene.
Mientras escribo estas líneas me entero de la muerte de Lorenzo Morales, lo que me hace recordar –y de lo cual no me enorgullezco sino que acepto con una alegría teñida de respeto- que tenemos una especie de antena enfilada a la partida de quienes por una razón u otra, diferente a la que se maneja en esta dimensión, participan del arte y nos poseen con atisbos que son como legados de despedida –ya me sucedió con Octavio Paz, con Saramago, con Francisco Navia, con Sábato. De allí me ha surgido el contraste que ya desde la mañana me daba vueltas; en nuestro litoral caribe el diablo es la música y como tal su posesión es una catársis; por aquí el diablo somos todos y la reserva con que nos miramos tratamos de soliviantarla con esas máscaras de alegría que Riosucio se pone cada dos años. Lo único lastimoso es que tal gatuperio se respalde con algo tan esclarecedor –por principio- como la palabra.
Afectuosamente,

CARLOS EDUARDO PÉREZ MEJÍA