domingo, 13 de junio de 2021

 


GENTE DE BIEN


La gente de bien tenía características muy particulares; curiosamente, y en contraste con la gran dicha tecnológica democráticamente reinante, era muy exclusiva -aunque no escasa- y extraña. La gente de bien -de la cual se conocía muy poco a profundidad, como no fuera la profusión de sus reputaciones- no se escondía en ninguna parte pero tampoco tenía que hacerse notar: la notaba el entorno. La gente de bien, lo era tal, “de bien”, como si perteneciese a un líder monstruoso y carismático; se supone que la regla gramatical indicaría que esa gente se adjetivaría simplemente como “gente bien” pero el lenguaje -y más ahora- estaba lleno de trampas; podría ser gente bien pensante, bien educada, bien alimentada, bien relacionada. Quizás por eso era que la gente de bien se notaba al instante porque odiaba el ruido, las aglomeraciones, los abigarramientos -lo que no quería decir que no estuviesen a favor de la pluralidad de ideas, de gustos, de talantes- y buscaba alternar lo menos posible en ambientes informales, con desconocidos, con la maraña de la selva de cemento. Buscaban decir lo estrictamente necesario y en el ambiente adecuado. El entorno los notaba porque los pájaros cantaban para ellos, el aire no se hurtaba para ellos de los exostos, el rumor sempiterno de los etéreos espacios los cobijaba con niebla profunda.


Lo curioso de la gente de bien era que cuando esa palabra tan universal denominada pueblo a la que se acudía cuando se necesitaba aglutinar las sensaciones, ideas, deseos dispersos, ellos estaban automáticamente incluidos. Entonces uno, que simplemente era gente bien, gente bien soyada, bien despreocupada, bien desprejuiciada, bien dispersa de la atención acerca de para donde iba el mundo -de lo cual nadie decía algo concluyente aunque había, desde luego, voces más autorizadas y atendidas, que otras- se preguntaba si las antiguas tradiciones, que se ven más perdidas conforme sube el estrato socio-económico-cultural, en las que la camaradería de la cuadra, del vecindario, la informalidad de intercambio del parque, del bus, de la fila, servían más o menos para fortalecer los sentimientos de pertenencia a una nación, a una sociedad, a una causa de fines loables como lo es la convivencia; como cuando la guerra, generalmente causada por gente venida de muy lejos, que, o habían llegado a un grado tal de felicidad y hartazgo que querían expandir su poderío, o bien habían llegado a un punto de saturación de sus recursos que necesitaban hacerse, por las buenas o por las malas, de lo que allende estaba colonizado y acaparado, hacía que las diferencias se desdibujaran.


Pero estaba claro que la gente de bien eran guerreros, guerreros contra el caos y la anarquía; contra la estulticia y la ociosidad; contra el parasitismo y la proliferación; contra la dicha de la embriaguez de lo fácil, de lo “a la mano”. Y estaban bien armados: tenían la epistemología, tenían la retórica, tenían la enciclopedia -hecha ahora de páginas y páginas y más páginas solapadas en impulsos electrónicos- y, lo más sorprendente: la gente de bien tenía una varita mágica que hacía cosas como de la nada: ese concepto evanescente hecho de las palabras tiempo e ideal, construido con los cimientos de la experiencia, la herencia y la porfía: Las instituciones. Y a las instituciones nadie ingresaba si no demostraba una equilibrada combinación de astucia y bondad. Sólo que, igual que con los tiempos de abundancia y sequía, había que administrar.