lunes, 12 de febrero de 2018

REDES


REDES
Esa mañana había trinado: “A ellas le gustaban atrevidos; pero resulta que a ellos también. Y como la timidez era una convención social, pocos sabían cuando sacar el conejo de la chistera”.

Él la conocía, ella lo conocía. Él sólo algún intercambio profesional con jerarquía tipo: “Dra., no sé si ese gato la quiera lo suficiente pero yo necesito que usted me recete esa droga”. La había hecho desarrugar el entrecejo y entregarle una sonrisa cuando le hizo caer en cuenta: “Ah, sí, si me quiere mucho y yo lo quiero a él pero las caricias de ellos en medio de su inocencia son a veces un poco rudas. No, mi mano no es bella y créame que eso no le conviene”. Al menos había arriesgado: “Yo te caigo bien; me caes bien, te favorezco”. Ella tanto como el refrán “No hay que creer en brujas pero que las hay, las hay”. Estaba convencido de que esa puta llamada reputación se cuidaba sola pero un puto más avezado llamado rumor envidioso se había encargado de deshacer su aura. Seropositivo.

Más tarde, cuando fue a la cafetería a saludar a María, con ese optimismo de los que se viven adentro, no afuera, le soltó el guión que había preparado. No, no tenía la intención de echársela al cogote, sólo ver cómo es que Cupido hace fluir su química de rosas y espinas para disimular que todavía está vivo. Al fin, que el condón puede detener los flechazos del amor.
  • Seguro que a usted sólo le gusta el reaggueton pero a ver si me adivina ésta “qué son esas ganas de venir a verte/como si me hablara una voz celeste/y yo que le digo pero si no es éste (se aseguró de que viera que se llevaba la mano a la bragueta)/el que a ella le gusta/ni el que le conviene...” . Pensó que quizás podría ella rimar la situación con un “Y grita muy fuerte/estoy comenzando”; pero, qué va, se alejó después de esgrimir un mohín de desconocimiento, meneando el rabo y cuando calculó ya estar lo suficientemente lejos melodizó “les conviene que amanezcan con machín/el mundo del mundo es el machín”. Pues el café se fue buscando alguna melodía para esa tonta del culo que no sabe nada.

Aparcó un alta gama color azabache. Quizás era marca gato porque entretanto él se quedó tratando de aventurar quien era el conductor y si su apariencia podría coincidir con su muy personal sabiduría de que el sistema estaba tan bien afianzado que ya podía indexar sus súbditos por las placas: NAR correspondía a narco; PEZ a sapo; CAE a pendiente. Ya se habían olvidado. ¿Acaso un año; tal vez un minuto en lontananza con minino? Los vidrios polarizados dejaron a bocajarro ese sol de sonrisa. Acaso había un mezclador de químicas más allá de las fórmulas por las que se refina el azúcar y sabía que ese amargor de lúpulo solitario combinaba con los preservativos Visa, Master Card y sabía que los dos sabían porque soltó sin quitarse el cinturón de seguridad “me podría llamar a la señora, por favor”. La señora del kiosco era dulce pero sabía poner la dignidad en “ni crea que le voy a servir hasta allá”. Mientras el timbre llevaba la razón después de atravesar la reja contra escapistas se alcanzó a fijar que la mano disimulada de ese rostro tan simétricamente imantado (¿no pues que la atracción se da entre contrarios?) se acomodaba el verde esperanza de la franela, vi-entre, mientras descansaba un poco el compás de las piernas. Me da, por favor, un embutido y un Trident® de melocotón. La señora asomó por la taquilla una vara de salchichón de esas que llaman burro. El mensajero estaba como hipnotizado, de modo que acercó el pedido hasta la bata blanca que yacía de copiloto. Ay, no qué pena, usted sabe... y apartó con la mirada el chamizo seco que le impedía enfocar el horizonte, así que...Montefrío® y, más bien una barra de Halls rojo. Cuando el hito fue a por la devolución se chocó con una jerigonza de mujeres haciendo muecas que un traductor que trabaja adivinando, del mismo modo que los gnósticos supieron encajar en el miedo el nombre de Dios tetragrammatón, tradujo eso tan lindo.

Muy educadamente entregó el pequeño paquete mientras la dueña del timbre enviaba la cuenta. Ah, ya, las pecas de muñeca disimuladas bajo polvos con escarcha son los electrones y neutrones luchando la armonía. Entonces, qué dijo, un pajarito trinándome dulcemente en el oído del ego esta tarde en el trabajo no sienta nada mal. El gato chismoso que se había asomado a la taquilla saltó rabioso por encima del aviso que decía Susuerte. El conductor enarcó los ojos en un gesto de asombro y desconcierto pero sin inmutarse contó monedas del panel de la caja de cambios. Mire, muchas gracias, ésto para la señora y esto por el insulto. Se sintió un truhán de esos de plaza de mercado que tiran monedas contra una pared mientras los neumáticos chirriaban.



Una semana después otro alta gama chirrió sus neumáticos junto a él en un lugar despoblado y un gorila sacó una mano por la ventanilla: Oiga, alguien que lo estima le manda esto -era una caja con una palmera y la marca Tahití- si quiere confiar en nosotros debe dejarse vendar los ojos y aceptar que tiene marido e hijos.