REDES
Esa
mañana había trinado: “A ellas le gustaban atrevidos; pero
resulta que a ellos también. Y como la timidez era una convención
social, pocos sabían cuando sacar el conejo de la chistera”.
Él
la conocía, ella lo conocía. Él sólo algún intercambio
profesional con jerarquía tipo: “Dra., no sé si ese gato la
quiera lo suficiente pero yo necesito que usted me recete esa droga”.
La había hecho desarrugar el entrecejo y entregarle una sonrisa
cuando le hizo caer en cuenta: “Ah, sí, si me quiere mucho y yo lo
quiero a él pero las caricias de ellos en medio de su inocencia son
a veces un poco rudas. No, mi mano no es bella y créame que eso no
le conviene”. Al menos había arriesgado: “Yo te caigo bien; me
caes bien, te favorezco”. Ella tanto como el refrán “No hay que
creer en brujas pero que las hay, las hay”. Estaba convencido de
que esa puta llamada reputación se cuidaba sola pero un puto más
avezado llamado rumor envidioso se había encargado de deshacer su
aura. Seropositivo.
Más
tarde, cuando fue a la cafetería a saludar a María, con ese
optimismo de los que se viven adentro, no afuera, le soltó el guión
que había preparado. No, no tenía la intención de echársela al
cogote, sólo ver cómo es que Cupido hace fluir su química de rosas
y espinas para disimular que todavía está vivo. Al fin, que el
condón puede detener los flechazos del amor.
- Seguro que a usted sólo le gusta el reaggueton pero a ver si me adivina ésta “qué son esas ganas de venir a verte/como si me hablara una voz celeste/y yo que le digo pero si no es éste (se aseguró de que viera que se llevaba la mano a la bragueta)/el que a ella le gusta/ni el que le conviene...” . Pensó que quizás podría ella rimar la situación con un “Y grita muy fuerte/estoy comenzando”; pero, qué va, se alejó después de esgrimir un mohín de desconocimiento, meneando el rabo y cuando calculó ya estar lo suficientemente lejos melodizó “les conviene que amanezcan con machín/el mundo del mundo es el machín”. Pues el café se fue buscando alguna melodía para esa tonta del culo que no sabe nada.
Aparcó
un alta gama color azabache. Quizás era marca gato porque entretanto
él se quedó tratando de aventurar quien era el conductor y si su
apariencia podría coincidir con su muy personal sabiduría de que el
sistema estaba tan bien afianzado que ya podía indexar sus
súbditos por las placas: NAR correspondía a narco; PEZ a sapo; CAE
a pendiente. Ya se habían olvidado. ¿Acaso un año; tal vez un
minuto en lontananza con minino? Los vidrios polarizados dejaron a
bocajarro ese sol de sonrisa. Acaso había un mezclador de químicas
más allá de las fórmulas por las que se refina el azúcar y sabía
que ese amargor de lúpulo solitario combinaba con los preservativos
Visa, Master Card y sabía que los dos sabían porque soltó sin
quitarse el cinturón de seguridad “me
podría llamar a la señora, por favor”.
La señora del kiosco era dulce pero sabía poner la dignidad en “ni
crea que le voy a servir hasta allá”. Mientras
el timbre llevaba la razón después de atravesar la reja contra
escapistas se alcanzó a fijar que la mano disimulada de ese rostro
tan simétricamente imantado (¿no pues que la atracción se da entre
contrarios?) se
acomodaba el verde esperanza de la franela, vi-entre,
mientras descansaba un poco el compás de las piernas. Me
da, por favor, un embutido y un Trident®
de melocotón. La
señora asomó por la taquilla una vara de salchichón de esas que
llaman burro. El mensajero estaba como hipnotizado, de modo que
acercó el pedido hasta la bata blanca que yacía de copiloto. Ay,
no qué pena, usted sabe...
y apartó con la mirada el chamizo seco que le impedía enfocar el
horizonte, así que...Montefrío®
y, más bien una
barra de Halls
rojo. Cuando
el hito fue a por la devolución se chocó con una jerigonza de
mujeres haciendo muecas que un traductor que trabaja adivinando, del
mismo modo que los gnósticos supieron encajar en el miedo el nombre
de Dios tetragrammatón, tradujo eso
tan lindo.
Muy
educadamente entregó el pequeño paquete mientras la dueña del
timbre enviaba la cuenta. Ah, ya, las pecas de muñeca disimuladas
bajo polvos con escarcha son los electrones y neutrones luchando la
armonía. Entonces,
qué dijo, un pajarito trinándome dulcemente en el oído del ego
esta tarde en el trabajo no sienta nada mal. El
gato chismoso que se había asomado a la taquilla saltó rabioso por
encima del aviso que decía Susuerte.
El
conductor enarcó los ojos en un gesto de asombro y desconcierto pero
sin inmutarse contó monedas del panel de la caja de cambios. Mire,
muchas gracias, ésto para la señora y esto por el insulto. Se
sintió un truhán de esos de plaza de mercado que tiran monedas
contra una pared mientras los neumáticos chirriaban.
Una semana después otro alta gama
chirrió sus neumáticos junto a él en un lugar despoblado y un
gorila sacó una mano por la ventanilla: Oiga, alguien que lo estima
le manda esto -era una caja con una palmera y la marca Tahití- si
quiere confiar en nosotros debe dejarse vendar los ojos y aceptar que
tiene marido e hijos.