sábado, 26 de agosto de 2017

OTRAS FORMAS DE AMISTAD



Ella tenía un nombre cualquiera, de esos comunes que sólo significan si se los desenreda; es decir, podría igual llamarse Luisa o Mary, dependiendo de la idea que su idioma entrañare; es decir, dependiendo, no de su sucia o transparente lengua, de su proyectarse. Y se proyectaba. Nada que ver con su pobreza de niña, que sólo era pobre porque el entorno no ofrecía nada; por lo demás, había adoptado lo que su clase le había permitido: ese dejo vulgar a donde el dinero puede estirar la elegancia. ¿Qué si snob? Nada de eso; lo que el ego libre le debía a la apariencia sólo transparentaba inteligencia pero, un momento, no la del zorro ni la de la liebre: la de la adormidera en una flor de simpatía: sol,viento, lluvia, ella sabe de qué selva es diva. Más, un dedo, una semilla, esa intención de la poesía cayendo, puro nervio y tendón pegado al hueso. Y sin embargo ¿qué es una flor con respecto a la millonada de años que significa un ser humano?

Había un problema, un gravísimo problema ¿cómo era que aquella flor con nombre humano no era “natural”? ¿Cómo era que simplemente se trataba de una complicada reunión de impulsos? Y ¿Cómo era que su abeja, la que le rondaba, la podía definir con la serie de palabras que anteceden? Sí, los dos eran un subproducto de la ciencia. Un día llegó una solicitud de amistad al programa denominado Facebook. Un rostro afable, pletórico de salud, con la belleza de la poesía brotando a borbotones por una serie de pixeles vívidos en configuración de ojos. Poeta, traductora, maestra. De modo que el hecho de que esa otra interfaz hubiese oprimido el botón de “confirmar” no tenía que, necesariamente, significar que la definición que el lector ha hecho, allá, en su obscura caverna de conceptos, corresponderse con la verdad monda y lironda (bueno, sí, se supone que hay carne y huesos detrás -o delante- de toda esa energía). La única solución de continuidad, de momento, era que, siendo criaturas de ADN, es decir, una metáfora de los saltos de conciencia del alfabeto para definir la cosa: A...D...N, habría que esperar a que esa conciencia implicase la secuencia completa: ADNZ, con todos los saltos explicados paso por paso. Porque ¿cómo era que esa extraña relación: el marrano salido del revolcarse en el barro, genéticamente casi igual a aquello que pensaba, sentía y decodificaba, pasó de ser simple pálpito a articulación; cómo se dieron esos intersticios: encogerse, doblarse, des-doblarse, lanzarse a otro espacio, para ahora, en eso otro, resolver el dilema del príncipe de Dinamarca?

El caso es que la impronta de aquellos dos, al implicarse en aquel barullo organizado de datos, se había re-combinado.

Él, poeta del fracaso; como si esa eterna lucha del si y el no, sino, convalidase, con ironía de olvido, de humillación, los blasones del la fe en sí mismo del acaso: el fracaso era la fe del acaso. Ella, poeta de hechura de flor, no de un día, había saltado de las junturas del asfalto a ciertas viñetas untadas de los perfumes de esa puta duradera, la reputación. Nunca hablaron más de dos palabras o un saludo de conocido en un barrio populoso.

Un día el poeta decidió no volver a ese ritual de esclavos llamado misa. Y no porque esa pobre imitación de la farsa extraña de la poesía investida de los poderes de la socialización, del mutuo asentimiento tácito de que lo único que hacemos es reverencias serviles al vértigo del devenir, no rindiese sus frutos de catarsis barata y sin efectos colaterales. Es porque la salmodia de la letra efe, el símbolo de rodillas f con la cabeza gacha, los ojos cerrados y las manos juntas, dijo: Me llegó la edad minusválida abrazando esa silueta de sombras llamada esperanza y, pese a que no fui dechado te fui fiel, idea rara: todo tan grande, tan inabarcable, todo tan bello y tan aleccionante, tanto que quise pintarlo, pero no con los ojos del mundo, con tus ojos, mis ojos. Y, de pronto me derribas como a un mosquito y me dices prepárate, sin dar siquiera un mínimo de tu sombra, el otro que te acoge, que te ama, que paga vencido en buena lid. Mientras florece tu séquito de solemnidades vergonzosas; mientras cohonestas ser el neón del aviso.

Ese mismo día ella publicó un post: El oncólogo declaró que voy por muy buen camino. Perdonad si empiezo a verme gorda. Vuestra compañía y aliento han lo han hecho posible.

Él ahora tenía todos los síntomas. Nunca fue mezquino con ella en sus oraciones. No puso atención a lo que algún día le compartió: un artículo que describía con bellas pinturas del periodo clásico a Psiqué y a Eros compartiendo con las ninfas y dándole aliento. Y, sí, de las famélicas fotos donde se declaraba cansada por la quimio, calva y de ojos hundidos, ahora parecía robarle a sus anfitriones un toque de picardía.

Sin embargo aquella tarde él se supo triunfador. Aquella nube espesa, ese cirro agorero al que declaró que era la conciencia desesperada del colectivo, con sus creencias traídas de los cabellos por más que exitosas, que se enloquecía por épocas como una una vieja histérica y sin embargo volvía por sus fueros de estaciones, de lluvias de estrellas en agosto, y primaveras febriles con cosechas desmesuradas mientras su Otro se deshacía en inundaciones, en tornados, era el tal Di-os creado no a imagen y semejanza, Yo-Dos. No era tan fácil saber cómo fue que pudo pasar de ser simplemente g a hacerle-g-al-rabo, garbo. Ir tan presuntuoso por que se ganó unos pesos en el surco e igual ser tan poderoso porque puso a levar la masa con la levadura de la confusión de su invento: el con-si-o-con-no-miento, conocimiento.

La historia era simple. Un día, cuando los médicos -tenía 22 años- le habían desahuciado, el pronóstico era cáncer de la parte más oscura del laboratorio humano, el hígado, se encontró con una planta singular; acababa de leer las palabras y las cosas y la relación de semejanza entre aquellos frutos en forma de hígado, cuyas flores en una corola de pétalos individuales y circulares ostentaban toda la gama de amarillos hasta el rojo, pasando por el naranja, eran un loor de la fe del sol; frutos que luego estallaban como cápsulas de chícharos en diminutas y lanudas esporas, de una suavidad solo asimilable a la seda, se le dieron de remedio. Tomó infusiones de aquellos frutos qué, verdes, daban al ser arrancados una leche viscosa y que, a punto de abrir eran colonizados por una serie de diminutos ácaros que parecían estar amamantándose, con café. Ahora tenía sesenta y sabía que el salto de la razón era igual a aquel que se da en los sueños cuando ya no se necesita hundirse en su mar sin escafandra de miedo o de ignorancia; en el umbral siempre anotaba en su pizarra, el cerebro, el paso a paso; que lo quisiera imprimir en letras era otra cosa, pero el hecho de que resultara ser cierta la teoría de que cuando el hombre inventa una explicación de un fenómeno de la naturaleza lo único que logra es destruir el fenómeno y quedarse con su invento, le dijo que lo suyo no era un invento, era una asimilación.



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