sábado, 23 de mayo de 2015

EL SÍNDROME DE LA BELLA DURMIENTE

EL SÍNDROME DE LA BELLA DURMIENTE

“¿Cómo?, clama la criatura humana, ¿esto no es todo?
no, responde el espíritu, levántate; se desata la tormenta,
la naturaleza se estremece, tiembla bajo el azote de Dios
{del otro dios}...el escritor espíritu ve la idea-fantasma,
 la palabra se espanta, la frase se estremece
en todos sus miembros...”
Gustave Simon (Chez Víctor Hugo)

Hasta que se armó la furrusca. Después de la larga discusión de pesadas y corpulentas nubes con vientos violentos -¿qué hace aquí ese velamen intruso y harapiento que deja ver su tersa y lozana piel azul cautiva, que no deja que las flores tengan su mayo y las hojas acepten su destino de otoño? Las centellas de plata se desgranaron de pronto sobre el inerme hormiguero que luchaba por interpretar su misión y su sino que si antes era angustioso hoy era ilegible por la terrible madeja que se había enredado de pronto por el manotazo abusivo de la razón.
Allí, como escudo, bajo la cuerda de circunferencia proyectada hacía la calle en aluminio bruñido que sostenida por dos paralelas  perpendiculares para dar sostén al inmóvil columpio de acero dividido en estrechas secciones por si algunas posaderas venían a hacer honor a la desmesura, llegó la loca destilando dardos desleídos de la deshecha sombrilla. La sonrisa que le ofreció al atrincherado indiferente cuando una de las puntas desnudas de su escudo irónico le acarició la nuca y que nadie interpretó como una admonición del descabello al final de la corrida aburrida, sin arte, sin triunfo, era de perrita pekinés. Sólo el poeta que recibió los respetos de un puesto de distancia se dio cuenta de que sus dientes frontales superiores cruzados eran la denuncia de que los dedos interiores se cruzaban en plegaria de que nadie se diera cuenta de que ni aun sus teticas delgadas que se asomaban por entre el hambre de un brassiere curtido ni su cuerpo enfundado en un guante ajustado que aún podía despertar lujuria de algún desesperado que la viese de espaldas, podían anular la decepción de fijarse en su carita contrahecha, como de caricatura, con sus ojos maliciosos y su pelo de cabuya.
Los timbales y platillos que sonaban como exordio de una gran escena y que harían apenar a los más aplaudidos espectáculos de Brodway o Pigalle dejaban indiferente al escaso público que se apiñaba allí. Inmersos en el abismo de la incertidumbre miedosa de que aquella suspensión del movimiento no termine nunca, no se daban cuenta, acaso el tipo que parado detrás de la loca y el poeta sentados,  con actitud hierática podría ser un ángel guardián o un simple inspector de otra dimensión, esa dimensión que anunciaba que contiguo estaba el Instituto Univer-salario de bajos estudios del sistema métrico-espiritual sumido en el anonimato por el sistema economi-cazador. Hasta que se inició la primera escena del acto I.
   ¡Qué hace! –la loca se volteó orgullosa exhibiendo su labor de crochet en tonos café cargado y café con leche mientras arremetía puntadas diestras.
   Una blusita para... –se quedó mascullando una incoherencia, como si todavía su sistema métrico-moral le pidiese que el pudor –o la malicia- no anunciaran su ilusión pene-lope-sca «...cuando me case».
El indiferente, que había capitulado ante el asedio de la curiosidad, luego de que con gesto decentemente despectivo había excusado la caricia de latón, posó sus ojos en los del poeta (si hubiese sido algo más que uno más con historia refundida habría seguramente pensado que no cabía la menor duda, se trataba de la copia futural del famoso Flânery Co’nhonor ).
Por su parte el recién sumido en la pila bautismal que no llegaba a ser inspeccionó infructuosamente en sus archivos, esa cara ya había obtenido un registro; ese gesto de labios latinos enseñados a ofrecer el premio delgado de una sumisión ambigua en su sonrisa morena, o acaso en su rictus inconsciente de hombre bueno, bueno por intuición no por conclusión, algo tenía que ver con su vida.
Quizás era la tensión de la atención que le solicitaba la retahíla de la loca que dirigiéndose de hito en hito a los simuladores espectadores, luego de que la pregunta y usted, ¿qué hace, es profesor? respondida con la evasiva pero considerada ironía sonriente de ¡yo...profesor... soy alumno de la lluvia!, no les permitía ubicar el expediente. Inevitablemente recordó que alguna vez había aspirado a ser pobresor y que la misma anamnesis de catálogo de la loca se lo había frustrado.
Pero el catálogo del holograma inverso de aquella infortunada aunque reputada cuentista que plasmaba con maestría estampas del viejo oeste donde cojos antipáticos enmascarados en la belleza irreductible de la biblia seducían campesinas menos tontas que anhelantes de recibir un importe real de los envíos de sus fantasías aunque les costara los ahorros y un marco desdichado para el cuadro de sus vidas, parecido pero no igual a las citadinas que la evolución había traído a colación de amantes que saben distinguir el polvo del amor del amor de los polvos, tenía que ser mucho más profundo y menos esquemático, o al menos, menos dispuesto al vasallaje de la secta de los psiquiatras. Cierto, porque si bien la retahíla era más o menos coherente, no aprobaba los retenes de la auténtica poesía –mentimos, de la avezada retórica-. Las siete mierdas enviadas al doble no sé cuantas que no le permitía acomodar el torniquete de la muleta de la sombrilla desarmada por la lluvia para armar otra estación en el Liceo Isabel la católica –volvemos a mentir, por los vientos furiosos, lo que nos hace recordar que la discusión que acabó en furrusca era aguerrida porque las corpulentas nubes decían que tenían su derecho, que en el ecuador nada estaba escriturado a las estaciones del norte o de Europa y los vientos aducían que, logrado un cuerpo, tal como ellas lo habían logrado, debían ocupar el lugar que se les asignara; era la ley dinámica de los vientos; ellos, sutiles como eran, tenían preponderancia de los espacios. ¡qué espacios –respondían enardecidas las nubes-, razones, queremos razones! Y resulta que la razón sólo traía a explicación metáforas y figuras que sonaban a excusas enfundadas en semblante de dictador.

II
Primero fueron simples casos aislados. La huérfana enfermedad del síndrome de la bella durmiente provocaba románticas gestas en mentes calenturientas. Nunca nadie se dio cuenta de la pandemia. Eran especialmente niñas sin ningún antecedente clínico o sin ninguna sospecha de trastornos de ningún tipo; apenas se decía entre las familias que un ser tan vivaz e inteligente como ellas iban así, de pronto a desear o acabar en ese hechizo de dormir hasta una semana completa. Pero luego se fueron dando casos de hombres maduros, niños, adolescentes, curas, científicos, hasta un presidente incómodo para la comunidad internacional estaba siendo presa de tan rara dolencia. El secreto de una cura parecía estar en cierta tendencia inmunológica por parte de intelectuales y artistas que se resistían –acaso del mismo modo que Stephen Hawking había vencido por más de cincuenta años la devastación de la esclerosis lateral amiotrófica-, pero había unos pocos poetas menores que, enmarcados dentro del genérico rótulo de fronterizos, esos seres que, al contrario de los que, caso Fernando Pessoa, James Joyce, Fernando Botero y Fernando Vallejo –contraste curioso del bien y el mal encarnados en la inteligencia y que parecían decir: Era-de-la-fe-en-la que-ando- habían logrado imponerse a la oposición del mundo, unos con el éxito a cuestas, otros con el estigma de artistas mendicantes o, cuando menos, raros, proclamaban una rara tesis. Alguna parte de la opinión pública –la que no se preocupa de los Fernandos y de los James sólo cuando metían goles de niños lindos-  tomaba partido por las especies que dejaban filtrar los medios acerca de que cosas como la vacuna contra el virus del papiloma humano tenían que ver con este fenómeno, dados los síntomas que la comunidad científica denominaba histeria colectiva: extraños malestares febriles, algias difusas, debilidad muscular, estrictamente en adolescentes.
¿Qué tenía que ver el hecho de que Flânery Co’nhonor buscase ahora en los más profundos meandros de su conciencia la conexión con el indiferente y la hipnosis que la loca parecía inyectarle guardando y sacando alternativamente el tejido de ganchillo para dar una puntada, proferir sus imprecaciones y volver a luchar con el escudo maltrecho de la sombrilla? ¿Acaso el mensaje cifrado que una hora antes había entregado el escarabajo que a la salida de la panadería cayó con las alas extendidas a sus pies del mismo modo en que el tiburón vuelto sobre su lomo pierde la consciencia?: ontos on to leguetai polacos, el polocho se va de spa al Das vestido de paisano birlando los linderos del cuartel general de la policía.
III
Sí, que el muy malparido se vaya a sus más profundos avernos. Si policía y poesía son familiares o si son incestuosos amantes nada importa. Los buenos de los bondadosos se distinguen en el hecho de que el comando general terrenal maneja sus fichas como figuras de un ajedrez: La bondad del peón no tiene parangón con el brío del caballo, es bueno para ser montado y llevar rápido al general, el peón está para ser comido. Por eso al pura sangre le es indiferente si es cierto que la loca se presenta al desconcierto del mundo como las señales de los teléfonos celulares de los pasajeros del avión de Malasyan Airlines y que sus restos desaparecidos yacen tranquilos en el fondo de la enfermedad del sueño.
Si que tenía que ver. Ya que la verdad del ser que se da de múltiples maneras sólo quiere decir que las substancias tienen muchos espejos en los cuales mirarse, pero no necesariamente que los delirios de los cuerpos digan la Verdad revelada. La estética es una colección interminable de evangelios para un solo credo, dice el Baudelaire del futuro; pero las maldiciones siempre están al día de la negación de las bendiciones, como el hecho de que el cuerpo no puede establecer una auténtica comunicación con la puro absoluto del afuera cuando el adentro tiene una desesperada discusión con las substancias. Las multitudes son el modo de vivir en el mundo los espíritus. Es una mercancía cara pero fácil de conseguir con los intermediarios adecuados. Ahí estaba esa tarde el tío Hernando diciendo, antes de que el fuego impuro de la candela le diera el pase definitivo a la dimensión verdadera, ahí se los mando, los últimos boletines del confín del delirio. Pero un poco más allá estaban, muertos de la risa, Gûnter Grass, Eduardo Galeano y Oscar Collazos junto a otros que recién emprendían el viaje bajo la mirada envidiosa de los Malasyan Airlines voyagers. El tío Hernando tenía todavía pegado al ser el velo del anhelo de quedarse más tiempo en la guerra de guerrillas de recuperar el paraíso, por eso, igual que mamá, se quedaba por un tiempo aferrado a las cosas amadas, todavía inocente de lo que querían decir en su antagonismo el pobre Baudelaire y el divino Víctor Hugo: Este en el firme convencimiento de que los votos estaban del lado del citoyen que siempre hace trampa a las elecciones de lo excelso para quedarse en el poder y aquel en la admirable vocación del héros que llena de sublimidad el paisaje de los humildes.         
La canícula de las horas siguientes decía que mayo tendría sus flores a su tiempo. 
      


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