BEBÉ
¿Hay algo más puro que un bebé? Acaso la
omnipotencia de Dios o su omnipresencia; pero Dios no tiene olor y menos hoy
cuando las narices del entendimiento están sólo dispuestas para los aromas
concretos –máxime si tales nos producen el placer de ignorar que el tiempo
azuza al ser para que esté en consonancia con el estar: estar pensando, estar
creando, estar amando, estar temblando de gozo con su visita a nuestros
adentros y afueras, y no ese cruel tormento de estar al acecho de ese algo que
nos llama, nos increpa, nos araña, nos vuelve de revés. La lluvia parecería
tener un encarnizado combate con ese algo. Los destellos en el aire del filo de
sus cuchillos vertiginosos denuncian su persecución ubicua que sólo los muchachos de la escuela rubrican
sin saberlo con el chapoteo travieso de sus zapatos en los charcos y en la cara
de las niñas a las que persiguen con su crueldad soez pletórica de hormonas
trabajando en cubierto. Los parroquianos guarecidos bajo los alerones que
respiran una tregua del festín del comején no barruntan una probable muerte por
accidente absurdo. Sólo el poeta que asombrado del fastidio extraño de mojarse
se cobija bajo la plancha de acero del edificio en re-construcción esquiva los
jabs y oper-cuts de esa cosa y la lluvia; pero acepta, sin pena ni gloria, que
cualquier desfondamiento del soberano culo del cielo en el día menos pensado le
derramará encima toda su mierda. El resto era pasar y pasar; y el diálogo sordo
de las miradas desconsoladas con la lluvia deja leer los labios de párpados
pasando de las palabras para dejarse seducir por las imágenes: TODO A CINCOMIL: Los colores de la
psicodelia en las iridiscencias de ojo de mosca de las gafas de sol para la
temporada marca “Gamba”; calzones
para una noche de copas como premio de consolación al temblor de turno; medias
veladas para anunciar, con misterio y seducción, la sacra tienda de reunión;
tiza china para emborrachar las cucarachas que vampirean las cocinas por miles;
papel selfie-adhesivo para atrapar
los hijos de las ratas mayores sin ser acusados de bebecidio; topless para el despertar de la
inocencia de quinceañeras que van a entrar en el glamouroso pero humilde mundo
de la in-con-ciencia; perfumes para imitar el último vagido de Shakira o Rihana
con puro de futbolista incluido. Y adentro las imágenes de la factura del plan
de datos peleándose con el agua y la luz. ¿Dónde va a ser la borrachera de hoy
viernes? ¿Qué erección intempestiva me ha acometido? ¡Quiero unos zapatos como
esos! Busco una mujercita pura y honesta que no me haga sufrir esta farsa
universal de la infamia. Aparece en la esquina, a menos de cinco metros, una
muchacha de máximo veinte con rostro dulce y virginal, con mochila de flores
fucsia a la espalda y un aire interesante mezclado con sencillez de pureza. Mi
corazón se revuelca como un gato en un saco. Se va a subir a la buseta. El aire
huele a bebé, a talcos de bebé, a aceite Jhonsons,
yo qué sé; voy tras ella. Veintitrés y veinte, vale la pena.
El poeta se siente más holgado en el espacio
liberado. El aire huele a bebé. La mujer gorda saca del zaguán otra olla de
agua hirviendo para regarla en la acera debajo del freidor de empanadas, de
pasteles de yuca, de chicharrones y esparce detergente que refriega con cepillo.
El vaho de la mezcla de grasa y aroma de fab mar-ca-gato huele a bebé.
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