II
PLAT(H)ADA
El
siguiente encuentro fue en modo contrapunto. Andrea como yendo, por
la autopista, hacia la capital; Salazar, en contravía, como si
buscara el mar. Como siempre venía con sus perros y la sonrisa
esquiva. Otra vez una valla les contrastaba la mirada. Esta vez era
de acero, del color del verano y la alerta. Pero también era un
desvío, como otro jardín de los senderos que se bifurcan. Estaba
tan absorto en sus cuitas y desdenes que tardó en reconocer su
figura. Las personas que se cruzan, escasamente miran o sonríen,
regularmente, a menos que la regularidad les obligue; más bien,
hacen el ritual de la mirada al piso. Por eso creyó que la oferta de
sonrisa incómoda y la mano extendida a un lado eran un rechazo.
- Perdona, es que estos niños son un terrible encarte –fue como un hola el tirón violento de la mano siniestra al burdo lazo mientras la diestra hacía un pase de ole con un gesto de asco-. Voy a ver si llego hasta la gasolinera; es que solté ésta cochina un rato después de venir de la universidad y fue a comerse un cuero de gallina ya pudriéndose. Me tocó meterle la mano y reñirle –ella, la cochina, lo estaba mirando como haciéndole preguntas-
- ¡Ah! es que ellos saben más que nosotros de esas cosas de los límites de la vida.
Los
dos esquivaron la mirada como si un viento terrible les hubiera
obligado a voltear la cara. Vieron las aguas mansas de aquel canal al
que la valla se les oponía; aguas de deshecho ufanas de que pronto
se iban a convertir, se iban a deshacer en pura electricidad.
Paralelo corría el río que de cuando en cuando mezclaba su carga de
desehechos industriales con el beso perpendicular de la exclusa que
vertía las ilusiones de las otras aguas, las recogidas de los
canales de aguas lluvias, en el desengaño.
- Yo tengo aquí agüíta –y se descolgó la mochila para sacar un botellón de litro de agua del acueducto municipal que pese a ser agua del glacial cercano, era poblada de turbidez y sedimentos. Las manos huesudas se restregaron con los ojos hundidos más allá de las fronteras de la valla, acaso con alguna secreta esperanza. Él no pudo evitar, al mirar aquella pelusa de los brazos que jugaba con la luz contrastar pistolita y gallina -
De
modo que un día, después que por casualidad se había encontrado
con aquel joven que la había saludado desde su bicicleta y que le
dio pie para atreverse gracias a lo cantarino de su voz, a hablarle,
y que le preguntó las señas de su vivienda, se decidió.
- La carne pobre es la más gustosa –dijo extendiendo aquel pequeño hatillo a través de la reja del ante jardín-, es dura como visaje de rico pero bien puesta en el molino del amor suelta sus bondades.
- Cómo así ¡pero que es esto! –la perra que el primer día casi le muerde al intentar acariciarle el lomo ahora blandía la cola y lo miraba fijamente-.
- Es hamburguesa de jarrete
.
Para
cuando lo volvió a mirar después de deshacer el paquetito de papel
aluminio cuyo rollo había costado más que la propia carne y que
puesto en uno de los platos desportillados de su vajilla, envuelto en
alguna bolsa de supermercado no habría absorbido el aceite de oliva
fiado en que la frió, se dio cuenta de que estaba mirando con
desconfianza al animal.
- Es que es adoptada. Seguramente fue muy maltratada y no permite que nadie se me ni se le acerque. Oye, pero esto sabe muy rico –se sacó un pedazo de nervio y se lo dio, pidiéndole suavidad, a la perra- y tiene su buen queso, y lechuga y tomate, y el pan está fresquísimo; qué dotes de chef tienes.
Le
abrió la puerta de la verja y lo invitó a entrar. Se sentaron en un
pequeño andén. Había una mezcla muy agradable de color y aroma. En
el pequeño jardín se disputaban el espacio una florecida mata de
lavanda y las campánulas encendidas de una capuchina. El jazmín de
noche se erguía orgulloso al fondo. Entonces se dio cuenta de que
estaba tremendamente irreconocible y bella. No sabía definir dentro
de su mente, mientras ella saboreaba su sándwich, si era una
Afrodita o una Atenea.
- ¿Me acompañas?
Salieron hasta la
tienda de la esquina y pidió cuatro cervezas que hizo apuntar a
nombre de la mámá. La perra daba saltitos respetuosos sobre el
bocado que se debatía en el aire. Le ofreció un bocado a él que
iba abrazado a las botellas como un naúfrago. Él se negó.
Cuando
se volvieron a instalar en el andén, él recostado contra la pared,
ella parada en frente, desafiante, se desató. Su discurso inicial
estaba bien aprendido pero cuando la vio con esa estampa tan
deliciosamente nítida, esas gafas que antes nunca había visto y que
la hacían ver como una lechuza magnífica (era que un marco azul de
cielo de esquinas enhiestas de murciélago que dejaba traslucir
sus ojos abiertos como por un asombro inmemorial sobre un tabique
soberbio) a la que las fosas nasales tan abiertas y marcadas con el
cartílago que separa aire y carne con su pico hiriente, la hacían
ver como si toda la muerte de toda la vida buscara un ducto de
respiro a través de ella.
Supo
que sus sentimientos andaban juntos cuando un pitido como el de un
ovni cuando aparece de pronto va a aterrizar.
- Perdona, tengo que ir a atender la lavadora.
Había
soñado la noche anterior, no con la escena de la lavadora pero había
soñado con una muchacha muy hermosa que se asomaba a una ventana
tendiendo ropas en una cuerda de patio interior. Recordó con una
nitidez impresionante que trataba de escalar la cerca y cuando sus
miradas se cruzaron ella, que traía en las mano un cubrelecho de
puntos rojos, no lo colgó del la cuerda, sino que, con un ademán
que parecía de torero incitando al lance de capa, o quizás, pensó
ahora, como un goliardo extiende su mantilla al piso para que sirva
de tapete a la bienamada, lo colgó sobre el alfeizar.
-
Una vez Palas Atenea y Afrodita se encontraron por un sendero de
espinos; normalmente los senderos de espinos eran los de la
enigmática diosa de los ojos de lechuza; los senderos del pensar y
desbrozar tanta maleza que no dejaba otear allá donde los claros
seguros de la ciencia dejaba correr sus ríos de leche y miel, no
eran los mismos por los que la hermosa de mejillas de manzana,
acostumbrada a ir siempre en el palanquín de los desengañados de
que la vida pudiese tener otro sentido que no fuese el del desmayo
del amor; le había dado por intentar deshacer los misterios del
amor; darle un poco de literatura a los hechos mondos y lirondos. De
modo que después de intercambiar una serie de miradas torvas pero a
la vez incómodas -Atenea estaba en esos días en que por más ñoña
y frígida que sea una mujer, las hormonas apoderadas de los senderos
de la sangre se ponen a refulgir en las mejillas y en los ojos, y en
los labios ponen esa lubricidad mantecosa que quiere derretir todos
los soles desdeñosos que prefieren colapsar en enana blanca antes
que caer en esos profundos laberintos de ahora
no, quizás después- «
Oye, y ¿si me prestaras tu cinturón por un rato? Yo te dejaría
usar mi capacidad de raciocinio y, bueno, podríamos mirar a ver que
pasa»
«
Mi cinturón. Oigan a esta atrevida -elevó los ojos hacia el follaje
como si presintiese que las hojas
eran
ojos, antes de fuesen diosas- ; mi cinturón, tendrás que
quitármelo» « Bueno, pues juguemos a las paradojas, es decir, a
las adivinanzas, si pierdes me prestas el cinturón» El
caso es que también Afrodita andaba por aquellos días. Ella si no
se ponía con remilgos y negociaciones, y bueno, ahora le parecía
que Atenea tenía lo suyo...
- Espera, espera -se dio un buen sorbo de su cerveza y se atragantó con el resto de la hamburguesa- . A propósito ¿conoces el origen de la hamburguesa? Bueno, no, no importa. Vamos a suponer que tu y yo somos dos protones ¿me sigues? Bien, hay un bosón por ahí que no sabe de que va en la vida; es decir, no tiene un propósito, de modo que va robando de cada jardín de energía que se encuentra lo que le gusta y le conviene. Pero entonces un escaso y extraño neutrino rompe una pared ¿cuál pared a roto; la tuya, la mía?
- Pues, sabes qué -se acercó el paso que los separaba y la tomó por la cintura-, me importa un soberano culo si un protón es lo mismo que un electrón -y arqueó su pelvis contra la suya-.
- Mírate, ni siquiera la tienes dura.
- Pero me gustas con ganas; el asunto es que yo también te guste.
- Ah, la vieja historia: Entonces resultaron dándose un profundo beso y escarbándose los caminos de la mirada para que los agrimensores del deseo midiesen ese punto estúpido.
- Lo siento mucho. Eres un gran tipo. Pero, sabes, quizás el neutrino de mi baza sea aquello que llaman el amor, pero date cuenta que nuestras órbitas están demasiado desfasadas. No quiero decirlo pero acaso ya estás atrapado en un acelerador de partículas que los científicos aún no logran rescatar del lago aquel donde te denuncias. Yo, por mi parte, por ahora, soy un spin, un eje que aspira sobrepasar muchas órbitas. ¿Me quieres llamar trepadora? Esta bien, pero las ojas de esa trepadora algún día serán simplemente una serie de números extraños tratando de averiguar el significado de otra serie de números extraños.
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