miércoles, 2 de octubre de 2013

RAE TRESCIENTOS AÑOS



RAE TRESCIENTOS AÑOS
Y no fueron trescientos los años que pasaron desde aquel día aciago cuando nuestros primeros padres fueron desalojados del mundo perfecto en el que no había duda ni medida y todo era puro pensamiento y pensamiento puro hasta el día aquel enigmático en que Dios encontró a Melquisedec con Abram y quizás, secretamente, dijo: Vamos a crear las instituciones. Y fueron hasta siete y más, trescientos años. “Entonces el rey de Sodoma dijo a Abram: Dame las personas y toma para ti los bienes” (Gen. 14.21), pero Abram no quiso que se fuera a decir que a expensas de otro se hizo rico; entonces Lo-que-n-mi-sé-de-él, Melquisedec, que era dueño del pan y del vino, pues con el diluvio vino olvido además de exterminio, debía acaso de tener intenciones pedagógicas y nobles para poner  a las personas en la buena senda del dominio, pero como no era Judío y Abram, el dueño de las primicias y su tribu acaso ni sospechaban que además de la tribulación por la derrota de Quedorlaomer, también quedó-la-mera-orla de lo que el lenguaje y su misterio tenían, instituyó aquel misterioso ritual del sacerdocio divino que fue entonces pasado por alto y olvidado en los anales de los rituales guerreros. Hasta que se llamó, por mudo misterio o capricho Abraham.  Así, pues, acumulación tras acumulación, botín tras botín, el progreso sólo debería tener ese sentido y siguió sucediendo y siguió sucediendo y se instituyó el latrocinio que creció a la par del decoro –desde que la disculpa de que “oí tus pasos en el Jardín y tuve miedo porque estaba desnudo y me escondí” inauguró la sofisticación-, y mataron a su hijo y milenios después con El buscón don Pablos y con el ingenioso hidalgo  y con el lazarillo, las in-s-ti-quisiciones pusieron a sus genitores en el purgatorio de la desconfianza y la ojeriza y la malediciencia, y sus adalides buscaron con denuedo y delicadeza singularísima nuevos adornos y nuevas formas para las fermosuras destas vueltas de la pajarita, y soñaron con delirio los días en que naciese el inventor de la acróbata corbata y el vulgo malicioso, sin barruntar de cultos védicos ni mito-logias,  dio en llamarla lengua de vaca, pero siempre cuidadosos, diligentes y esforzados en limpiar, pulir y dar esplendor.
   Ahora que sobria y humildemente presentan esa bella colección acumulada por prestantes y prestigiosas personas e instituciones en  la que muestran trescientos vertiginosos años de gravedad y decoro, nosotros sólo podemos decir: ¡Venga, enbuenahora, hombre!; y permítaseme el atrevimiento final de dar los créditos de esta perorata –que llamaran diatriba ¡qué vaina!-, a una cucaracha que me la dictó toda una tarde (en realidad me estuvo recriminando no sacar y actualizar viejas elucubraciones difusas) desde su encierro en una lata a la que cayó desdichadamente por mi abandono de echar en ella un mosto de mala cepa por ver si el aroma del lúpulo y la cebada impregnados en el aluminio le daba algún toque de distinción a las pobres embriagueces que abandonaron este libro de actas a su lado. 

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