RAE
TRESCIENTOS AÑOS
Y no fueron trescientos los años que pasaron
desde aquel día aciago cuando nuestros primeros padres fueron desalojados del
mundo perfecto en el que no había duda ni medida y todo era puro pensamiento y
pensamiento puro hasta el día aquel enigmático en que Dios encontró a
Melquisedec con Abram y quizás, secretamente, dijo: Vamos a crear las instituciones. Y fueron hasta siete y más,
trescientos años. “Entonces el rey de
Sodoma dijo a Abram: Dame las personas y toma para ti los bienes” (Gen. 14.21),
pero Abram no quiso que se fuera a decir que a expensas de otro se hizo rico;
entonces Lo-que-n-mi-sé-de-él,
Melquisedec, que era dueño del pan y del vino, pues con el diluvio vino olvido
además de exterminio, debía acaso de tener intenciones pedagógicas y nobles para
poner a las personas en la buena senda
del dominio, pero como no era Judío y Abram, el dueño de las primicias y su
tribu acaso ni sospechaban que además de la tribulación por la derrota de
Quedorlaomer, también quedó-la-mera-orla de
lo que el lenguaje y su misterio tenían, instituyó aquel misterioso ritual del
sacerdocio divino que fue entonces pasado por alto y olvidado en los anales de
los rituales guerreros. Hasta que se llamó, por mudo misterio o capricho
Abraham. Así, pues, acumulación tras
acumulación, botín tras botín, el progreso sólo debería tener ese sentido y
siguió sucediendo y siguió sucediendo y se instituyó el latrocinio que creció a
la par del decoro –desde que la disculpa de que “oí tus pasos en el Jardín y tuve miedo porque estaba desnudo y me
escondí” inauguró la sofisticación-, y mataron a su hijo y milenios después
con El buscón don Pablos y con el ingenioso hidalgo y con el lazarillo, las in-s-ti-quisiciones pusieron a sus genitores en el purgatorio de la
desconfianza y la ojeriza y la malediciencia, y sus adalides buscaron con
denuedo y delicadeza singularísima nuevos adornos y nuevas formas para las fermosuras destas vueltas de la
pajarita, y soñaron con delirio los días en que naciese el inventor de la acróbata corbata y el vulgo malicioso,
sin barruntar de cultos védicos ni mito-logias,
dio en llamarla lengua de vaca, pero siempre cuidadosos, diligentes y esforzados en
limpiar, pulir y dar esplendor.
Ahora que sobria y humildemente presentan esa bella colección acumulada
por prestantes y prestigiosas personas e instituciones en la que muestran trescientos vertiginosos años
de gravedad y decoro, nosotros sólo podemos decir: ¡Venga, enbuenahora, hombre!; y permítaseme el atrevimiento final
de dar los créditos de esta perorata –que llamaran diatriba ¡qué vaina!-, a una
cucaracha que me la dictó toda una tarde (en realidad me estuvo recriminando no
sacar y actualizar viejas elucubraciones difusas) desde su encierro en una lata
a la que cayó desdichadamente por mi abandono de echar en ella un mosto de mala
cepa por ver si el aroma del lúpulo y la cebada impregnados en el aluminio le
daba algún toque de distinción a las pobres embriagueces que abandonaron este
libro de actas a su lado.
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