martes, 4 de junio de 2013

EL DILEMA DE TWITTER

EL DILEMA DE TWITTER

En mis tiempos de hippie (que para los entendidos de la época éramos sólo Raidistas, es decir, patos de la moto –riders- de la vanguardia que corría por una autopista que todos pensábamos no iba a ninguna parte, pero muchos querían llevar a una meta), quienes teníamos más arreos servíamos de ejemplo a los otros que por sólo ese detalle nos pensaban no de mejor familia, sino, literalmente, ricos. Así, cuando nos íbamos de camping, pese a no tener carpa traída de los EE. UU. ni haber confeccionado presentables pero permeables toldillos con sacos de harina, lo que indicaba que, como en toda provincia siempre se vive atrasado y de apariencias, nos procurábamos amplísimos y confortables cambuches con plásticos de invernadero (no se había inventado el negocio de las flores, pero se empezaba a imitar los experimentos en ambientes controlados) y, además, en medio de la locura general, que se vestía del discurso del amor, la frescura, el amor como cayese y la caída como se sintiese, inventábamos pequeñas repúblicas de la elegancia para que la competencia por mantenerse en el filo de la alucinación y la verdadera deliberación –que se hacía sinceramente sólo cuando el sentimiento de desesperación por los momentos pico de la psilocibina nos obligaba a declarar claramente por que sentimiento andábamos y nos llevábamos mutuamente de la mano por mejores caminos- mostrara realmente dónde estaba el talento; de modo que, por ejemplo, a alguien se le ocurría construir un pequeño hall de socialización enfrente del campamento, con asientos, mesas, exhibidores, estantes de guaduas enterradas en la tierra sin ningún refuerzo de la coyunturas o el deseo de diseños para analizar y criticar y nos sentábamos, luego de holgazanear en la poceta de la quebrada con muchos yo-ens –cachos- en la cabeza (yo-ens término acuñado por algún filósofo anónimo que mezclaba el latín ens –ser, principio de ente- con el freudiano y no suficientemente controvertido Yo) y haber yantado buenas porciones de sopa de pastas, arroz con papas y verduras y chicharrines Snacks que nos sabían a gloria, a jugar a las cartas. El juego que más frecuentábamos era el lulo que en otras partes llamaban guayabita y consistía en tres bazas (cabeza, mitad y cola) que se iban acumulando y en la clave de tute repartían Premios Menores (cabeza y mitad o al revés) y un Premio Mayor Final. Habían ocasiones en las que el reparto de cartas era tan bueno que la partida se tornaba tan tensa que de pronto, y en medio del éxtasis general, alguien daba un manotazo sobre las cuatro guaduas, de modo que salían a volar monedas y algún esmirriado billete, entonces Troya era adivinar o acertar, en noche sin luna y con la fogata ya en ascuas quién recogía el mejor botín. Nadie se ponía bravo; la clave era que ya el juego llevase un tiempo prudencial, que el clima sirviese de confidente, que la expectación tuviese ribetes de duende al que no hay porque permitirle que administre la circunstancia.
Hoy la tecnología ha llevado a la juventud (y a la población en general) a emprender una carrera loca en la que no hay cacho –quizás dispositivo que compita en velocidad y la suerte que ya no es mágica - que una y haga un guiño; no hay ambiente –sólo deseo-, no hay camaradería –sólo interés vacío de acumular una imagen cifrada en un número de seguidores-. El trino es una señal de agilidad mental, pero también de vanguardia informativa; sin embargo, los escenarios ya son sólo para quienes tienen figuración mass media, lo que no es propiamente idearse novedosas formas de estar y ser, sino, simplemente pro-yectar una forma de solidaridad o de intercambio para imitar ; pero la locura del juego de cartas es una locura que sólo reparte un botín de egos que nunca se van a refocilar con un recaudo azaroso, sino con un simple desfogue energético que nunca va brindar reflexión o experiencia alguna. La carrera loca en la que lo que dicen los que lideran la punta –es decir los protagonistas de novela sin guión y sin meta- es una contradictoria y ridícula lucha de que cuando alguien yerra en la emisión de un manotazo lingüístico políticamente incorrecto, todo el foro se convierte en una jauría que persigue hasta alcanzar los talones y los destroza, y luego, un segmento intermedio se encarga de lamer las heridas para no recuperar a quien salió dañado sino para nutrirse de sus despojos y esperar llegar a una meta que finalmente es una meta que cuando se alcanza, es una meta de soledad que dice: “No sabes a que hora me retiré, ni si valía o no la pena; si quieres saber la verdad trata de ganarte mi corazón” Muchas veces ese corazón ya no existe, aunque siga sucediéndose un palpitar.

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