EL
DILEMA DE TWITTER
En
mis tiempos de hippie (que para los entendidos de la época éramos
sólo Raidistas,
es decir, patos de la moto –riders-
de la
vanguardia que corría por una autopista que todos pensábamos no iba
a ninguna parte, pero muchos querían llevar a una meta), quienes
teníamos más arreos servíamos de ejemplo a los otros que por sólo
ese detalle nos pensaban no de mejor familia, sino, literalmente,
ricos. Así, cuando nos íbamos de camping, pese a no tener carpa
traída de los EE. UU. ni haber confeccionado presentables pero
permeables toldillos con sacos de harina, lo que indicaba que, como
en toda provincia siempre se vive atrasado y de apariencias, nos
procurábamos amplísimos y confortables cambuches
con
plásticos de invernadero (no se había inventado el negocio de las
flores, pero se empezaba a imitar los experimentos en ambientes
controlados) y, además, en medio de la locura general, que se vestía
del discurso del amor, la frescura, el amor como cayese y la caída
como se sintiese, inventábamos pequeñas repúblicas de la elegancia
para que la competencia por mantenerse en el filo de la alucinación
y la verdadera deliberación –que se hacía sinceramente sólo
cuando el sentimiento de desesperación por los momentos pico
de la
psilocibina nos obligaba a declarar claramente por que sentimiento
andábamos y nos llevábamos mutuamente de la mano por mejores
caminos- mostrara realmente dónde estaba el talento; de modo que,
por ejemplo, a alguien se le ocurría construir un pequeño hall
de
socialización enfrente del campamento, con asientos, mesas,
exhibidores, estantes de guaduas enterradas en la tierra sin ningún
refuerzo de la coyunturas o el deseo de diseños para analizar y
criticar y nos sentábamos, luego de holgazanear en la poceta de la
quebrada con muchos yo-ens
–cachos-
en la cabeza (yo-ens
término
acuñado por algún filósofo anónimo que mezclaba el latín ens
–ser,
principio de ente- con el freudiano y no suficientemente
controvertido Yo) y haber yantado buenas porciones de sopa de pastas,
arroz con papas y verduras y chicharrines Snacks
que nos
sabían a gloria, a jugar a las cartas. El juego que más
frecuentábamos era el lulo
que en
otras partes llamaban guayabita
y
consistía en tres bazas (cabeza, mitad y cola) que se iban
acumulando y en la clave de tute
repartían
Premios Menores (cabeza y mitad o al revés) y un Premio Mayor Final.
Habían ocasiones en las que el reparto de cartas era tan bueno que
la partida se tornaba tan tensa que de pronto, y en medio del éxtasis
general, alguien daba un manotazo sobre las cuatro guaduas, de modo
que salían a volar monedas y algún esmirriado billete, entonces
Troya era adivinar o acertar, en noche sin luna y con la fogata ya en
ascuas quién recogía el mejor botín. Nadie se ponía bravo; la
clave era que ya el juego llevase un tiempo prudencial, que el clima
sirviese de confidente, que la expectación tuviese ribetes de duende
al que no hay porque permitirle que administre la circunstancia.
Hoy
la tecnología ha llevado a la juventud (y a la población en
general) a emprender una carrera loca en la que no hay cacho –quizás
dispositivo que compita en velocidad y la suerte que ya no es mágica
- que una y haga un guiño; no hay ambiente –sólo deseo-, no hay
camaradería –sólo interés vacío de acumular una imagen cifrada
en un número de seguidores-. El trino es una señal de agilidad
mental, pero también de vanguardia informativa; sin embargo, los
escenarios ya son sólo para quienes tienen figuración mass
media, lo
que no es propiamente idearse novedosas formas de estar y ser, sino,
simplemente pro-yectar
una forma
de solidaridad o de intercambio para imitar ;
pero la
locura del juego de cartas es una locura que sólo reparte un botín
de egos que nunca se van a refocilar con un recaudo azaroso, sino con
un simple desfogue energético que nunca va brindar reflexión o
experiencia alguna. La carrera loca en la que lo que dicen los que
lideran la punta –es decir los protagonistas de novela sin guión y
sin meta- es una contradictoria y ridícula lucha de que cuando
alguien yerra en la emisión de un manotazo lingüístico
políticamente
incorrecto,
todo el foro se convierte en una jauría que persigue hasta alcanzar
los talones y los destroza, y luego, un segmento intermedio se
encarga de lamer las heridas para no recuperar a quien salió dañado
sino para nutrirse de sus despojos y esperar llegar a una meta que
finalmente es una meta que cuando se alcanza, es una meta de soledad
que dice: “No
sabes a que hora me retiré, ni si valía o no la pena; si quieres
saber la verdad trata de ganarte mi corazón” Muchas
veces ese corazón ya no existe, aunque siga sucediéndose un
palpitar.
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