SOBRE
HISTORIA Y DESTINO DE LA LITERATURA
(a
propósito de una entrevista a Isaías Peña Gutiérrez)
Solamente
escuché una parte de la primera hora de la entrevista a Isaías Peña Gutiérrez
en el programa de la Radio Nacional de Colombia #Entrelíneas, pero fueron
muchas las inquietudes que plantearon sus declaraciones. Para empezar he de
decir que me sorprendió muchísimo la franqueza -no me decido aún a llamarla
cinismo por la sencilla razón de que la contradicción entre el carácter
inseguro de un personaje puede inducirle a decir cosas de las que después puede
arrepentirse y, sin embargo, me hace dudar el hecho de que siendo un avezado
profesor universitario e inveterado analista, acaso simplemente sabe
perfectamente que la crítica ya no afecta el poder que detenta- con que se
declaró un tipo tímido, nervioso y hasta “cobarde en la militancia política”.
Recordé
entonces aquellos tiempos lejanos cuando, en la segunda promoción del taller de
escritores de la universidad Central, me presenté con la ilusión, no sólo de “aprender”
un poco más de lo que es ese raro prurito del poeta que “ve cosas” más allá de
lo que la realidad muestra del mundo común y que no se estudia sino que se
cultiva, sino también con el deseo enorme de conocer otros a quienes esa misma
ilusión o fiebre que se pasa pronto cuando las mieles amargas del fracaso o las
garras crueles de un gremio vanidoso y guerrero por antonomasia le dan su inmerecido. Presenté un
texto de corte autobiográfico como creo que son todos los textos del escritor
bisoño que hace sus primeros experimentos generalmente imitando a alguno de sus
ídolos. Recuerdo perfectamente que el personaje que contaba sus afanes y
afugias con la gran ciudad se llamaba Tontríz, en un juego inocente con la
palabra tristón y el equívoco de sus aventuras; pero no era que quisiera
presentar a un personaje tonto, más bien, creo, quería llamar a la ternura en
lo que contaba y la forma acaso un poco barroca (acababa de leer Los pasos perdidos de Alejo Carpentier
por consejo del escritor César Pérez Pinzón quien a la postre era cuñado de mi
patrón en una imprenta) se encargaría, talvez de mostrar el talento en ciernes.
No recuerdo bien el momento de la presentación, lo que si recuerdo como si
fuera hoy es que, con el afán de intentar “influir” un poco o mostrar mi
interés en ser aceptado me presenté una segunda vez y esta vez las ya
acendradas barbas y el estilo desdeñoso del ayer entrevistado me intimidaron
profundamente. Preguntó mi nombre y consultó un listado, luego me respondió
secamente que debía esperar el proceso de selección ante lo cual sería llamado.
Nunca
más volví a saber de Isaías ni de mi texto y ayer (claro que en medio de la
cantidad de información que un diletante busca acerca de su afición algunas
veces ese nombre apareció en alguna noticia pero nunca en reseña alguna, tal
vez artículos periodísticos de la casa editorial El Tiempo, a la postre otra de
mis decepciones) entre las anécdotas risueñas y de voz engolada del personaje,
me enteré de que, entre otras actividades, había sido fundador de la Unión de
escritores de Colombia y fue tan franco al declarar que no cree que el gremio
de escritores llegue algún día a tener una solidez y fuerza tal que permita
alcanzar realizaciones en bien propio de aquellos que no tienen ni el dinero ni
las influencias necesarias para cultivar y promover su arte, como si lo han
logrado otros países, que me hizo pensar en cuanta razón tiene, pero también me
hizo caer en la idea de que el destino de los escritores de una nación tiene
que ver directamente con el desarrolllo histórico de su pueblo y, realmente,
nuestra historia, y la historia de la generalidad de los pueblos
latinoamericanos, excepción hecha de México, que quizás por la cercanía al
sueño americano y por esa estirpe guerrera que ya ha trascendido la historia,
pero que, en contraste con el pueblo Inca, no se ha dejado sojuzgar por la
tecnología, por el vértigo de la modernidad y por la debacle de las costumbres,
antes bien, ha usado toda su mitología, toda su parafernalia alógica, mística, de
misteriosa solidaridad de manada de lobos; y ahí es donde tal vez nuestra
historia sólo tal vez esté empezando a despertar.
Me
pregunté si ese hombre que hasta hoy me doy cuenta es tímido, nervioso,
cobarde, vio también en mí sus características y entonces tuvo miedo de sus
privilegios, los mismos que el sistema ha estado usando con los que son impresionables y tienen algún talento y para
mantener su status quo los adoctrinan
en mansedumbre, y la vieja táctica de palo, pan y zanahoria. También me percaté
de que los pueblos con tradición e historia todavía usan el mecenazgo, acaso de
una manera muy diferente que incluye hoy las parafernalias del capitalismo
salvaje y bandido, pero también recordé el relato de Robert Walser Los artistas en el que retrata la corte
de un príncipe a donde llega una compañía de representantes de todas las bellas
artes y los instala allí, poniendo a su disposición sus bodegas, sus cocinas y
recomendando a sus aúlicos y cortesanos tratarlos como a seres dignos de
admiración y respeto, y a tal punto llegó la fascinación en ese principado que
la duquesa preferida del príncipe fue seducida por el poeta quien luego ferió
su golosa realeza enamorándose de una de las sirvientas. Pero ese no es el
punto: Fue tal la vida regalada y llena de placeres que la compañía degeneró en
un hastío y una apatía terribles que los obligó a pedir al príncipe les
otorgara el permiso de ir a seguir buscando la utopía, a seguir guerreando con
el acaso, a buscar las musas en la necesidad y la carencia. Qué diferencia con
la vida del artista moderno, ese parásito cabildeante de las mieles podridas de
una cultura relamida, llena de remilgos y encima degenerada en canibalismo
mutuo que disimula sus aromas putrefactos con el perfume del mutuo elogio. Al
único nobel que este país ha tenido lo salvó de ese triste destino de
lamesuelas el saber combinar la malicia mestiza con el riesgo constante de
contar con gracia y sin miedo, eso sí
con la tontería del que sabe guardar el pan para la leche.
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