viernes, 27 de octubre de 2017

UNA SEMBLAN ZA DE DYLAN THOMAS

DYLAN THOMAS (Una semblanza problemática)
Cuando el  feto de la criatura Años Sesenta estaba en plena efervecencia en el vientre de su madre Rebelión Psicodélica, quien había sido preñada por ese enigmático, juquetón y lascivo ser llamado Destino de la historia, un 9 de noviembre, en las gélidas calles de New York, el cuenco palpitante llamado Dylan Thomas se derrumbó. Todo había sido resistencia, sensibilidad exquisita, suerte de elegido y picardía por montón en este barco ebrio en cuyas entrañas resonó uno de los ecos más desconcertantes de la poesía inglesa. No había sido fácil el camino, lo que significa que debió recorrerlo durante mucho tiempo con el sufrimiento propio del verdadero bardo para llegar al más griego y anhelado de los destinos: La fama. Más esta especie de gorgona no era la gloria, ese arribar a las islas bienaventuradas luego de atravesar el río tenebroso que sólo pueden cruzar los muertos, el Estigia.
Sin embargo, habría que pensar que se trataba de  un caso de predestinación, toda vez que no era el hecho de que el encanto de aquel vozarrón electrizante que solía traer los duendes cautivadores menos en el desconcierto de sus poemas y alocuciones para la BBC de Galés –y después del mundo- que en las tabernas donde con infantil candor traía chispas monstruosas de dicción y creatividad de espíritu y que hacía que los bolsillos se vaciaran para el pobre hombre fanfarrón y al tiempo desdichado que siempre estaba sin “blanca” y escatimaba a su pobre musa y esposa burguesa, sensible inteligente y sacrificada de su propia voluntad de triunfo, Caitlin McNamara, hasta el mínimo para los gastos domésticos, sino que los constantes líos con el alcohol, con gente prestigiosa de quienes denostaba con cinismo pero gran alarde de esa cualidad inglesa tan estimada: La flema, la elegancia en el decir. Debía estar protegido por una fuerza sobrenatural.
Quizás este ruiseñor de Swansea, el pueblito donde nació un 27 de octubre (hace 103 años que hoy se conmemoran) y en el que supo hacerse distinguir entre las apacibles gentes que solían ver como en aquel pueblo donde  no pasaba nada, como no fuese recoger ostiones en las rías agrestes de veranos calcinantes e inviernos tediosos, e irse a emborrachar al pub donde sólo había para comentar cómo el elegante señorito iba a Londres y se hacía enviar gordos cheques de Edith Sitwell del mismo modo que se hacía notar de Sir Kingsley Amis, ese otro fanfarrón buscapleitos con estilo y dinero y relaciones fatuas que, no obstante mantuvo y mantiene la estética inglesa en un sitial de predilección en el que los snobs y los trepadores se pierden, debía pensar que se encontraba en esas islas bienaventuradas, pues muchos otros espíritus “selectos”, Elliot entre ellos, lo favorecían con sus comentarios y lo relacionaban. Hasta que llegó el “gran mundo”; el violento pero dulce fuego del alcohol se dejaba consumir a bocanadas cada vez más desesperadas y frecuentes, sin que anunciase su furia devastadora. Y así, también, iba entregando material plástico –podría decirse piroplástico- para trabajar esas deslumbrantes, atronadoras y melodiosas gemas de la dicción y el entendimiento. Esas gemas aún fulguran en el vértigo del mundo de hoy, cada vez más novedoso pero más insensible para aceptar que son los excesos los que matan como los que aquel día fatal, cuando, si creemos a George Tremlett, su biógrafo más controvertido pero el más completo hasta hoy, “acabo de echarme encima dieciocho vasos de whisky uno tras otro, creo que es todo un récord”,  testimonio de una actriz protegida de Truman Capote, y que induce a parir la siguiente reflexión: Las obras que trascienden en el mundo no son tanto aquellas que descollan por su gran profundidad, vigor estético, su extrañeza; son las obras en las que, después de que ven la luz, las gentes se reconocen camufladas, disimuladas y desfiguradas y ya no se comenta lo hermosa o deslumbrante que es sino aquella y esa otra escena corresponden a tal y tal circunstancia; así nace la leyenda de los hombres célebres y sus creaciones, no en vano leyenda evoca leyendo, lo que en inglés, legend, el fin de la pierna, leg-end, o a donde el leyendo lleva, enrevesamientos de la lengua de los cuales aquí no es pertinente hablar pero en los que Thomas era tan diestro como cuando dice, o mejor, escribe, “I who was shapeless as the water” y al que el español solo puede responder con un “informe” para el  “shapeless” (“Yo era tan informe como el agua”). Así se diluía entre los auditorios atestados como anuncio del nacimiento de los fenómenos del espectáculo como los Beatles y las estrellas de rock y, más que intelectuales con agentes literarios, hoy son creadores de  ídolos con managers.  
Acaso la verdadera  bendición de Dylan Thomas fuese, del mismo modo que para alguien los diez mandamientos pueden resumirse en dos: No regar el vaso de la sangre y Amar a Dios sobre todas las cosas, en ellos se contienen los demás: Ser fiel a sí mismo y lealtad y fidelidad para el ser que nos entrega su corazón; pues si bien la leyenda habla de que este hombre aniñado y hasta amanerado pero viríl hasta la saciedad en su forma de enfrentar su vida y su vocación de poeta, afirma que seducía y se fornicaba a cuanta mujer podía encontrarse, la evidencia más bien dice que cometía adulterio con el alcohol en compañía de su mujer y con las fantasías de la moral en las que todavía la época no permitía vulgarizarse hasta que llegó alguien tan potente como Diana Spencer, más conocida como Lady Di; desde entonces la realeza de la poesía y poesía de la realeza son otra cosa que aún conserva su magia y su misterio por encima de todos los mercaderes de la cultura. Véase no más la forma en que su majestad Felipe VI y la reina doña Leticia siendo posmodernos y aun anodinos, todavía mantienen en el pueblo español esa sensación de ser “todo un mundo” para el que la poesía no tiene reino mas ella reina aunque le pese al mundo. 
La noción de la poesía hoy, tal y como los grandes medios la muestran, como una avalancha de propuestas tan variopinta y baladí, tal que una pradera romántica donde la enorme máquina tecnológica sólo muestra sus florecillas como excrecencias raras nutridas con la deleznable savia del dinero, tienen en Dylan Thomas un buen filón de contraste y reflexión de vanguardias y bribonadas.





                             

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