DYLAN
THOMAS (Una semblanza problemática)
Cuando el feto de la criatura Años Sesenta estaba en
plena efervecencia en el vientre de su madre Rebelión Psicodélica, quien había
sido preñada por ese enigmático, juquetón y lascivo ser llamado Destino de la
historia, un 9 de noviembre, en las gélidas calles de New York, el cuenco
palpitante llamado Dylan Thomas se derrumbó. Todo había sido resistencia,
sensibilidad exquisita, suerte de elegido y picardía por montón en este barco
ebrio en cuyas entrañas resonó uno de los ecos más desconcertantes de la poesía
inglesa. No había sido fácil el camino, lo que significa que debió recorrerlo
durante mucho tiempo con el sufrimiento propio del verdadero bardo para llegar
al más griego y anhelado de los destinos: La fama. Más esta especie de gorgona
no era la gloria, ese arribar a las islas bienaventuradas luego de atravesar el
río tenebroso que sólo pueden cruzar los muertos, el Estigia.
Sin embargo, habría que
pensar que se trataba de un caso de
predestinación, toda vez que no era el hecho de que el encanto de aquel
vozarrón electrizante que solía traer los duendes cautivadores menos en el
desconcierto de sus poemas y alocuciones para la BBC de Galés –y después del
mundo- que en las tabernas donde con infantil candor traía chispas monstruosas
de dicción y creatividad de espíritu y que hacía que los bolsillos se vaciaran
para el pobre hombre fanfarrón y al tiempo desdichado que siempre estaba sin
“blanca” y escatimaba a su pobre musa y esposa burguesa, sensible inteligente y
sacrificada de su propia voluntad de triunfo, Caitlin McNamara, hasta el mínimo
para los gastos domésticos, sino que los constantes líos con el alcohol, con
gente prestigiosa de quienes denostaba con cinismo pero gran alarde de esa
cualidad inglesa tan estimada: La flema, la elegancia en el decir. Debía estar
protegido por una fuerza sobrenatural.
Quizás este ruiseñor de
Swansea, el pueblito donde nació un 27 de octubre (hace 103 años que hoy se
conmemoran) y en el que supo hacerse distinguir entre las apacibles gentes que
solían ver como en aquel pueblo donde no
pasaba nada, como no fuese recoger ostiones en las rías agrestes de veranos
calcinantes e inviernos tediosos, e irse a emborrachar al pub donde sólo había
para comentar cómo el elegante señorito iba a Londres y se hacía enviar gordos
cheques de Edith Sitwell del mismo modo que se hacía notar de Sir Kingsley
Amis, ese otro fanfarrón buscapleitos con estilo y dinero y relaciones fatuas
que, no obstante mantuvo y mantiene la estética inglesa en un sitial de
predilección en el que los snobs y los trepadores se pierden, debía pensar que
se encontraba en esas islas bienaventuradas, pues muchos otros espíritus “selectos”,
Elliot entre ellos, lo favorecían con sus comentarios y lo relacionaban. Hasta
que llegó el “gran mundo”; el violento pero dulce fuego del alcohol se dejaba
consumir a bocanadas cada vez más desesperadas y frecuentes, sin que anunciase
su furia devastadora. Y así, también, iba entregando material plástico –podría
decirse piroplástico- para trabajar esas deslumbrantes, atronadoras y
melodiosas gemas de la dicción y el entendimiento. Esas gemas aún fulguran en
el vértigo del mundo de hoy, cada vez más novedoso pero más insensible para aceptar
que son los excesos los que matan como los que aquel día fatal, cuando, si
creemos a George Tremlett, su biógrafo más controvertido pero el más completo
hasta hoy, “acabo de echarme encima dieciocho vasos de whisky uno tras otro,
creo que es todo un récord”, testimonio
de una actriz protegida de Truman Capote, y que induce a parir la siguiente
reflexión: Las obras que trascienden en el mundo no son tanto aquellas que
descollan por su gran profundidad, vigor estético, su extrañeza; son las obras
en las que, después de que ven la luz, las gentes se reconocen camufladas,
disimuladas y desfiguradas y ya no se comenta lo hermosa o deslumbrante que es
sino aquella y esa otra escena corresponden a tal y tal circunstancia; así nace
la leyenda de los hombres célebres y
sus creaciones, no en vano leyenda evoca leyendo,
lo que en inglés, legend, el fin de
la pierna, leg-end, o a donde el leyendo lleva,
enrevesamientos de la lengua de los cuales aquí no es pertinente hablar pero en
los que Thomas era tan diestro como cuando dice, o mejor, escribe, “I who was shapeless as the water” y al
que el español solo puede responder con un “informe”
para el “shapeless” (“Yo era tan informe como el agua”). Así se diluía
entre los auditorios atestados como anuncio del nacimiento de los fenómenos del
espectáculo como los Beatles y las estrellas de rock y, más que intelectuales
con agentes literarios, hoy son creadores de ídolos con managers.
Acaso la verdadera bendición de Dylan Thomas fuese, del mismo
modo que para alguien los diez mandamientos pueden resumirse en dos: No regar el vaso de la sangre y Amar a Dios sobre todas las cosas, en
ellos se contienen los demás: Ser fiel a
sí mismo y lealtad y fidelidad para
el ser que nos entrega su corazón; pues si bien la leyenda habla de que
este hombre aniñado y hasta amanerado pero viríl hasta la saciedad en su forma
de enfrentar su vida y su vocación de poeta, afirma que seducía y se fornicaba
a cuanta mujer podía encontrarse, la evidencia más bien dice que cometía
adulterio con el alcohol en compañía de su mujer y con las fantasías de la
moral en las que todavía la época no permitía vulgarizarse hasta que llegó
alguien tan potente como Diana Spencer, más conocida como Lady Di; desde
entonces la realeza de la poesía y poesía de la realeza son otra cosa que aún
conserva su magia y su misterio por encima de todos los mercaderes de la
cultura. Véase no más la forma en que su majestad Felipe VI y la reina doña
Leticia siendo posmodernos y aun anodinos, todavía mantienen en el pueblo
español esa sensación de ser “todo un mundo” para el que la poesía no tiene
reino mas ella reina aunque le pese al mundo.
La noción de la poesía
hoy, tal y como los grandes medios la muestran, como una avalancha de
propuestas tan variopinta y baladí, tal que una pradera romántica donde la
enorme máquina tecnológica sólo muestra sus florecillas como excrecencias raras
nutridas con la deleznable savia del dinero, tienen en Dylan Thomas un buen
filón de contraste y reflexión de vanguardias y bribonadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario