No, no estaba mirando la diferencia entre lo
blanco y lo gro-ne. Y nadie lo podría
estar haciendo, porque el trasunto objetivo del texto era, simplemente, una
vidriera, un exhibidor. Por otra parte, que la diferencia entre lo exhibido y
lo visto fuese o no proporcionalmente equivalente entre la diferencia del
derecho a no sentir y la imposibilidad de no hacerlo, no tendría por qué presentarse
como acto de metiche en la circunstancia; si era simplemente un transeúnte más,
pegado en la miel del río que pasa o si se trataba de un pescador anhelante
camuflado entre la maleza del afán de una calle de pueblo, eso no tenía
importancia. Ahora bien, si había otros habituales frente a aquella vidriera
tan exhuberante, y no por los productos que exhibía, como otras que se
atiborraban de cachivaches -ésta podría ser la suma de los cachivaches exhibidos
en una vidriera-, tampoco comportaba la importancia de que su exhibición era
simbólica; por eso la mayoría pasaban frente a ella indiferentes; por eso
también, el personaje de rostro rubicundo y ceniciento, típico del alcohólico
irremediable que ahora pasaba frente a ella con gesto huidizo, igual que el
adolescente que pasa junto a su enamorada lleno de amor y deseo pero no quiere
delatarse, pasaba de ida y vuelta. En cambio, los transeúntes miraban curiosos,
vidriera contra vidriera aquella no-venta; claro, era una buena adquisición
gratuita el chisme de ver si este o aquel estaban libando penas y ridículos en
aquel local de mala muerte.
Había pedido un simple café cargado para liberarse
un poco de la cerveza y la lluvia de octubre pero cuando recordó que, meses
atrás había pasado por allí una Beatríz fugaz, decidió pedir algo más fuerte;
un güisqui podría haberle hecho buen honor al trasunto vivencial (estaba
leyendo una carnuda biografía acerca de Dylan Thomas en la que la ternura del
amor y la picardía de un poeta que se muere de hambre pero está harto de
prestigio, un prestigio que los voraces editores y la inacabable envidia del
respetable no acaba de consolidar) pero era altamente probable que el
atrevimiento snob en semejante lugar le propinaría un mal chasco metanalcohólico,
de modo que el orgulloso producto de la casa: ron.
De hecho se daba cuenta de que la Beatríz tenía
todo que ver con aquella vidriera. Era una rubiecita que bien habría podido
pasar por alemana con sus ojos equívoca e indefinidamente claros, sus formas
deliciosa y cuidadamente regordetas como si denunciacen el chucrut y el cerdo
de su ya degenerada cepa, se defendían bien en el trato y en el modo de denotar
la genética ridículamente lasciva enmascarada en una actitud mistica profundamente
espiritual, el idealismo alemán, Hegel escribiendo la fenomenología del
espíritu (o acaso su “lógica”, ¡qué ironía!, en su noche de bodas para después
morir víctima del cólera. No tenía más de cuarenta y cinco años y ya tenía cuatro
hijas y era abuela y no había encontrado el amor y era digna por más que
negociara con su cuerpo; aquella era una mala racha pero allí encontró su “príncipe”,
¿no lo habían sido los otros? Él dio una talla super triple xxx; cómo sabía
reñir y demostrar sus sentimientos sin herir la dignidad; cómo sabía anunciar
que lo que simplemente sería, en el momento de la verdad, un acto protocolario
más, podría convertirse en un insospechado escarceo de aquello conocido una vez
o, tal vez, nunca conocido. A veces me das risa, le decía, y luego pedía
permiso para ir al tocador y regresaba con ojos de vampiro; pero no era marihuanera
ni viciosa.
Cuán lejos estaban aquellos tiempos, tanto los de
más arriba como aquellos otros cuando el sitio apenas era una cafetería bohemia
y lo recibía para dar clases amacromáticas nocturnas a un extraño profesor del
colegio donde hacía su práctica para licenciarse como docente de literatura y
filosofía; él aprendíz dando lecciones al maestro; la excusa era que en el país
los profesores normalistas no tenían el mismo nivel de los licenciados, de modo
que este quería nivelarse. Pero el asunto era muy otro; no sólo era el asunto
de clase (ser universitario en los tiempos recientemente antiguos era para potentados),
era el hecho de ser un genio que parecía no darse cuenta de su circunstancia
como para exigir lo suyo, tanto que cada conversación suya, cada exposición
relacionada con la disputa anciens y
moderns, para la cual la revolución actual, mal llamada paradigma, pero que
en realidad era la finalización de una aceleración y saturación de la idea de
espacio y tiempo que finalizó en una explosión aterradora de fronteras y
concepciones que ahora era confusión pura, él era una conmovedora promesa de
resolución; pero apenas eso. Pedía una cerveza después que aquel hombre hubiese
puesto cuantas zancadillas cognitivas encontraba a su alcance y pagara un precio
razonable, alto para lo informal de la circunstancia, para salir desconcertado;
la red informática naciente a la que se conectaban otros profesores para
analizar aquel fenómeno y que pagaban una cuota, también lo estaba y él no lo
sabía. Luego pedía otra u otras dos y se iba ufano y seguro de su triunfo
futuro sin necesidad de exigirlo. Para cuando la Beatríz hizo su hermosa
aparición ya era un pobre despojo de rabia contenida que se atenuaba en
alcohol.
Ahora las tetas y los orgullos desfilaban igual de
exuberantes y cínicos según la resolución ética de clase; pero aquello era sólo
el topless de tela sintética o de apostura virtual. Ahora estaba mirando en
resolución realidad destinada sólo a los elegidos; ¿si, a los elegidos; a los
elegidos cuáles, a los que miraban el lar que les otorgaba la muerte con su
símbolo que medra en lo desconocido; o los elegidos que la miran con ojos ningunos, como no sean
aquellos que su ser nato y sensitivo nato, que no era sensato, según los
cánones del miedo, sino sólo según los dictados de un deseo sin cortapisas y
sin maldad entendida como oposición? Porque ahora se configuraba una especie de
pudor escénico que si hubiese sido de pornografía, hubiese sido retratado con
risas; pero no, el pudor era el pasar de las gentes mirando sólo de soslayo, y
eso que a dos o tres escasos metros se vendían unos pasteles llamados em-pa-nadas hacia los cuales, sin
importar que la imágen de la muerte con su imágen de cañones recortados, de
chalecos antibalas y miradas aviesas realizara su acto. Si, él no estaba viendo
que esos ojos que lo miraban desde dentro, insistentemente, desde hacía rato y acompañadas
de un pobre niño, frente a la taquilla de un ejecutivo de cuenta, un pobre niño
general, eran lo negro, lo ideal dirigido por unos líderes atrasados; una red
puesta en el acaso bajo un río de conceptos convincentes pero nunca
emocionalmente elaborados; quién, casi nadie, podría concluir que, igual que
los derechos de cuarta, o de quinta, mejor dicho de infinita generación,
estuviese debatiendose en su narices y que junto a ellos estaba lo blanco, es
decir, l(o)-banco , con su actitud
apacible de rasgos toscos, a decir verdad feos pero carismáticos, llenos de ese
humo extraño que comporta la humildad, esperando que la puerta del destiempo se
abriera. Todo el mundo estaba pendiente de la fascinante parafernalia de una
empresa de valores recogiendo sus intereses.
Y el buscarle la comba al palo era una simple
canción para que caiga.
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