PROSA
DE UN DÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
Se actualizó
en aquel corto tiempo la remembranza de viejos tiempos. Pero igual que en las
películas de antes de la era digital que se traían a los nuevos equipos, los
fotogramas aparecían desvaídos, con fantasmas, los colores eran como aguadas de
acuarela y, sin embargo, llenos de vívida emoción. Se llamaba la inmaculada
pero todos la conocíamos como la “parroquial” vamos a ir a la parroquial a la misa de diez eran las palabras de
la abuelita que, con una dispensa del papa Pío XII, conseguida por el Dr. Uribe
quien sabe dónde, ella exhibía con orgullo, enmarcada en dorado, para no
asistir a las misas de precepto; ésta era la única fecha en que dejaba la “casa
blanca”, el casino de ingenieros que regentaba, en manos de sus ayudantas para
asistir a la misa de celebración de la Inmaculada Concepción. Siempre nos
turnábamos con mi hermana –y secretamente nos peleábamos-, un año yo, el
siguiente ella, las vacaciones de una semana antes para disfrutar de esa casa
misteriosa y refinada, con sus manjares, sus rincones llenos de sorpresas
–alguna tarántula tiesa patas arriba, mariposas iridiscentes que surgían desde
el monte, chapolas grandísimas que soltaban polvos dorados que nos llenaban de
terror que compartíamos cuando nos llevaban juntos para que no nos enfadáramos-
pero también su soledad que a los tres o cuatro días, luego de dar vueltas de
exploradores en torno a la casa y algunas praderas cercanas, con el temor
terrible de la advertencia: andar con cuidado no ir a pisar una culebra pero que corríamos porque eran unas praderas
plagadas de una flores parecidas a la lavanda y que daban unos pequeños
cascabeles que recogíamos en ramilletes para abandonarlos al rato, nos llenaba
de aburrimiento. Y así fueron desfilando recuerdos y recuerdos: Los huevos
fritos en mantequilla de vaca, la sopa de tomate, el pudín de leche, la leche
cremosa recién ordeñada. Las calle empedrada de nuestra casa con los andenes
sin un solo espacio para una vela más, el olor fascinante de la pólvora
envuelto en humos verdes, rojos, violetas, dorados de los volcanes, los buscaniguas, las papeletas, los voladores, las sirenas.
Después aparecieron nuestros orgullosos atuendos: unas gabardinas de tela
impermeable china, lo que hoy sería el equivalente a las carpas de los
motociclistas, que eran exclusivas de nosotros, los niños “ricos” de la cuadra.
¿Dónde irían a parar al menos dos anillos con piedra de rubí con que mi
abuelita siempre quiso mantener mi dedo?
Ahora era
todo tan diferente. Ya sabía, yo me lo había inventado, que la prosa era por-la-rosa, la búsqueda sinuosa entre
los meandros de los pétalos, caminos intrincados, buscando el centro que
mantiene la tensión y la expectativa, en la tersura del pétalo de la palabra
escogida, inspirada, el sístole aquí, diástole allá, entre una y otra vuelta y
la cosquilla en el estómago por avanzar, hasta llegar quizá no para decepción
pero sí al punto donde todo vuelve a quedar ahí, opaco, acaso llamando a otros
puntos que siempre van a pertenecer a un
pistilo, a una pista seguida amedias, a un estambre, a una ésta-hambre, insatisfecha. Y
el tiempo era un volver la mirada, una mirada tan distante, tan difusa, tan
inútil.
Por eso es
mejor mirar siempre adelante. Y ahí estaba, la misma iglesia, las mismas
sillas, las mismas imágenes, pero ahora de otro pueblo, aún más alejado de
aquel elusivo centro; un parque principal pintoresco pero pleno de lo que ahora
se llama la aldea global; han bajado
del páramo los lecheros que ya saben el centro del negocio de aguar la leche,
rendir el queso y mezclar la mantequilla, los citadinos todavía atienden a la
educación cívica, a las normas de etiqueta pero también están al acecho de la
estafa cibernética y el polvo fácil. Las sillas que cada domingo cada cual
elige más o menos a capricho ahora están reservadas para invitados especiales. Solo
las naves laterales, que ya están atestadas, están disponibles para iniciar el
viaje. Entonces entra por los aires el
invitado principal: Lo Solemne. Los aires que lo traen en andas son abanicos
desaforados en caras airosas, pechos oprimidos, ojos vivaces en movimiento
frenético. Aquí, el poderoso defiende su desdén en aire de decencia, el pobre
su dignidad en traje limpio e igual en variado diseño que el del rico al uso de
la moda, sólo que sin marca, el pícaro ha afeitado bien su faz de camaleón pero
todos somos buenos cristianos aunque como en el verso de Serrat “gentes de cien mil raleas”.
Por la
generosidad de un parroquiano que acompaña a su pariente, un muchacho down me es dado un palco lateral en
medios de una abuela y su nieta que no llega a los cinco. Si decimos palco no
decimos del gallinero del desaparecido “teatro
Olympia“ , sino de una butaca en la que lo que primero se ofrece a la vista
es una dama de rojo con su novio o esposo, parecen hermanitos (ese lugar común
del amor que busca mirarse en el otro como en un espejo de signo contrario,
estética de las simetrías para construir un espejo tallado en cristal de roca.
Nosotros, en cambio, somos de tendencia opuesta, buscamos antípodas de bello,
de noble, de dulce, para construir, quizás, espejos asimétricos pulidos en
diamante con el buril de la oposición que hace de campana de la música de las
esferas, pero por eso no buscamos la antípoda del fuego que viene a ser la
presión enorme con que las entrañas comprimen el carbono para dar paso a los
eones del diamante, ay… tiempo e ilusión).
Entonces se
inició el desfile: Una fila interminable de pequeñas novias con sedas, velos,
encajes, otras con humildes atuendos; no tantos novios: caballeritos muy tiesos
y muy majos con la insignia en rl brazo derecho y la lanza ofreciéndose al
cielo (una pequeña antorcha no encendida, aún. Todavía no había un signo de
distinción entre cielo y firmamento. Finalmente el novio –como el invitado
principal- era sólo uno). El marcial redoble de tambores que desde el palco
que, muy discreto, muy sutil, se eleva desde el atrio, va marcando el paso como
una fanfarria, los sigilosos pasos de un gato y un ratón atado: ¡¿?! Ya están
encendidos los motores de las naves centrales; las tías, los amigos, los
chismosos acechan con sus palos celulares desde los costados. La dama de rojo
cuyo vestido es tan sobrio como su silueta esbelta que se entrelaza en la
filigrana de los dedos de su compañero se sonríe discretamente con la nueva compañera, su cutis es
tremendamente limpio, se podría decir que brilla; además, sus facciones son
armoniosas, su nariz es respingada como si, al contrario de las aguileñas que
evocan la carroña que surge de la tierra, quisiese ofrecer el aroma de
inciensos y mirras; de pronto se desanuda de la garra del hombre que discreto y
sereno –además de orgulloso, sabe que la dama cuya tela del vestido enseña una
hermosas piernas y un talle de avispa le es es un buen complemento- y recoge de
la banca de adelante un llavero que indica que el puesto ya no está reservado.
En la banca posterior otra dama, figura morena, adolescente, nerviosa ha
abandonado su lugar para tomar aire fresco; ya ha regresado pero su lugar lo
ocupa una pariente más vieja; se queda de piés y mira en rededor; la dama de
rojo tiene una actitud hierática pero sus ojos están al tanto del balón. El
oficiante ruega a los fotógrafos conservar la compostura. ¿cuántas veces se han
cruzado, como saetas. las miradas de la dama de rojo y la morena? El cronista
no podría decirlo pues también los puntos cardinales derecha, izquierda han
requerido vigilancia discreta de camarón que duerme aunque no esté haciendo
siesta. Aunque es muy común ya pero poco difundida la cualidad de la telepatía,
el observante escucha que alguien ha dicho para sí: ah, ahora entiendo: tonto de solemnidad. El chico down se revuelve nervioso y matiza
acomodando el cuello de la camisa de su edecán. La nena mueve de un lado a otro
de las piernas del vecino, su pequeña cartera rosa como si reclamara un aire
propio. Finalmente, la dama corpulenta de pechos ostentosos que parece haber
comprado una recarga instantánea de juventud y hace parte del séquito de la
dama de rojo, invita a un anciano que se ha ubicado en el hiato de bancas junto
a la abuela, a sentarse en el puesto
libre: nada personal, es la lógica ¿no?
El gentío se
revuelve entre sus gestos solemnes que atienden a las palabras del oficiante y
sus propios signos interiores. Ya es la homilía: voy a contarles una historia «este era un matrimonio muy feliz que
tenían un niño muy lindo y muy majo. Están felices porque hace muy poco les ha
llegado un integrante más a la familia; una preciosa bebé. El niño exige que le
permitan tener un encuentro a solas con su hermanita; ellos recelan que pueda
tener una actitud agresiva porque, claro, ya no va a tener la exclusiva de la atención
y se niegan pero el niño insiste, de modo que deciden dejarlo que visite a su
hermanita con un vigilancia de cerca para ver cómo se desarrollan las cosas. El
niño se acerca a la cuna y le habla a la niña tomándole sus manitas hermanita,
estoy muy contento de que hayas venido del cielo a hacernos compañía, eres una
bebé muy hermosa pero quiero pedirte un favor ya que estás tan recién bajada
del cielo y es que guardes muy bien el recuerdo de cómo es Dios para que cuando
puedas hablar me cuentes porque yo ya no me acuerdo.» El sacerdote hace una exhortación a cultivar esos sentimientos y
actitudes inocentes por el contrario de la costumbre moderna de tomar los
rituales como ceremonias tontas y vacías; recuerda cómo el descreimiento va
haciendo cada vez más estragos en la vida social y familiar; el año pasado
fueron 273 niños los que para esta misma fecha se presentaron para su primer
encuentro con el creador; este año ¿saben cuántos vinieron? 270 pero en las
otras parroquias mis colegas me dicen padre,
escasamente tres han querido hacer su comunión en la iglesia del barrio. El
embeleco del espectáculo, la exclusividad, el cuarto de hora de fama. La mente
del espectador atento, como buen dilentante de la filosofía no puede dejar de
hacer su cálculo cabalístico: dos y siete, nueve y tres, doce, ce-do, cedo, poco a poco al demonio mass media; dos y siete, nueve, el
número último de la serie de los naturales, ya viene el cero y todo comienza de
nuevo. La gente y la posición no le permiten ver el altar donde una serie de
niños escogidos –palco VIP- encienden sus cirios y recuerda confusamente otras
ocasiones, antes de que hicieran arreglos locativos para tapar goteras y
arreglar desastres ocasionados por las termitas, que el rayo de sol que incidía
precisamente sobre el centro de la iglesia, delante del altar donde uno o dos
niños dejan que las volutas de humo de sus cirios se eleven tan
significativamente entre el rayo de sol, ya no está y, por alguna razón extraña
recuerda a aquella niña que, años atrás, aparecía en vallas publicitarias y
afiches con una particular cara de belleza pero con un enfado convincente: ¡pólvora, ni riesgos! Y a la que tiempo
después –tiene que ser la misma pues conserva ese rictus enfadado en sus
facciones acaso con la decepción de una ilusión de fama y poder ofrecida por
algún político depredador- ha visto hecha toda una mujer.
El chico down hace toda una exhibición de canto
del hosanna y el entorno menos
aplomado se vuelve; un chico espectador que no es de los protagonistas se le
ríe en la cara y él muy afianzado en su papel histriónico se trata de arreglar
los puños de la camisa que tienen un aderezo con botón, como se embarulla, el
observador se decide a ayudar y éste le hace un mohín de desprecio. La
chiquilla de la abuela, recostada en sus piernas mira de reojo con ese brillo
nítido y vivaz de los niños después que ha preguntado con cierta sagacidad
inocente: abuela, ¿hay segunda comunión?
Cuando el que repasa y registra se ha levantado
del arrodillarse en la elevación y va a sentarse para los preparativos del
ofertorio, se sienta encima de la pequeña cartera que la niña ha puesto en su
espacio como protestando por la suerte de ocupar un espacio que ya no había
para él.
Todo acaba
en un tremendo zafarrancho de parientes que quieren tomar fotos, ver cómo
reciben la hostia, indicaciones a distancia, esguinces de los mirones que se
han elegido mutuamente para tener su secreta guerra y las cafeterías aledañas
se preparan para que la emoción dure un poco más.


