lunes, 22 de diciembre de 2025

 

PROSA DE UN DÍA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

 

Se actualizó en aquel corto tiempo la remembranza de viejos tiempos. Pero igual que en las películas de antes de la era digital que se traían a los nuevos equipos, los fotogramas aparecían desvaídos, con fantasmas, los colores eran como aguadas de acuarela y, sin embargo, llenos de vívida emoción. Se llamaba la inmaculada pero todos la conocíamos como la “parroquial” vamos a ir a la parroquial a la misa de diez eran las palabras de la abuelita que, con una dispensa del papa Pío XII, conseguida por el Dr. Uribe quien sabe dónde, ella exhibía con orgullo, enmarcada en dorado, para no asistir a las misas de precepto; ésta era la única fecha en que dejaba la “casa blanca”, el casino de ingenieros que regentaba, en manos de sus ayudantas para asistir a la misa de celebración de la Inmaculada Concepción. Siempre nos turnábamos con mi hermana –y secretamente nos peleábamos-, un año yo, el siguiente ella, las vacaciones de una semana antes para disfrutar de esa casa misteriosa y refinada, con sus manjares, sus rincones llenos de sorpresas –alguna tarántula tiesa patas arriba, mariposas iridiscentes que surgían desde el monte, chapolas grandísimas que soltaban polvos dorados que nos llenaban de terror que compartíamos cuando nos llevaban juntos para que no nos enfadáramos- pero también su soledad que a los tres o cuatro días, luego de dar vueltas de exploradores en torno a la casa y algunas praderas cercanas, con el temor terrible de la advertencia: andar con cuidado no ir a pisar una culebra  pero que corríamos porque eran unas praderas plagadas de una flores parecidas a la lavanda y que daban unos pequeños cascabeles que recogíamos en ramilletes para abandonarlos al rato, nos llenaba de aburrimiento. Y así fueron desfilando recuerdos y recuerdos: Los huevos fritos en mantequilla de vaca, la sopa de tomate, el pudín de leche, la leche cremosa recién ordeñada. Las calle empedrada de nuestra casa con los andenes sin un solo espacio para una vela más, el olor fascinante de la pólvora envuelto en humos verdes, rojos, violetas, dorados de los volcanes, los buscaniguas,  las papeletas, los voladores, las sirenas. Después aparecieron nuestros orgullosos atuendos: unas gabardinas de tela impermeable china, lo que hoy sería el equivalente a las carpas de los motociclistas, que eran exclusivas de nosotros, los niños “ricos” de la cuadra. ¿Dónde irían a parar al menos dos anillos con piedra de rubí con que mi abuelita siempre quiso mantener mi dedo?

Ahora era todo tan diferente. Ya sabía, yo me lo había inventado, que la prosa era por-la-rosa, la búsqueda sinuosa entre los meandros de los pétalos, caminos intrincados, buscando el centro que mantiene la tensión y la expectativa, en la tersura del pétalo de la palabra escogida, inspirada, el sístole aquí, diástole allá, entre una y otra vuelta y la cosquilla en el estómago por avanzar, hasta llegar quizá no para decepción pero sí al punto donde todo vuelve a quedar ahí, opaco, acaso llamando a otros puntos que siempre van  a pertenecer a un pistilo, a una pista seguida amedias, a un estambre, a una ésta-hambre, insatisfecha.  Y el tiempo era un volver la mirada, una mirada tan distante, tan difusa, tan inútil.

Por eso es mejor mirar siempre adelante. Y ahí estaba, la misma iglesia, las mismas sillas, las mismas imágenes, pero ahora de otro pueblo, aún más alejado de aquel elusivo centro; un parque principal pintoresco pero pleno de lo que ahora se llama la aldea global; han bajado del páramo los lecheros que ya saben el centro del negocio de aguar la leche, rendir el queso y mezclar la mantequilla, los citadinos todavía atienden a la educación cívica, a las normas de etiqueta pero también están al acecho de la estafa cibernética y el polvo fácil. Las sillas que cada domingo cada cual elige más o menos a capricho ahora están reservadas para invitados especiales. Solo las naves laterales, que ya están atestadas, están disponibles para iniciar el viaje. Entonces entra por los aires  el invitado principal: Lo Solemne. Los aires que lo traen en andas son abanicos desaforados en caras airosas, pechos oprimidos, ojos vivaces en movimiento frenético. Aquí, el poderoso defiende su desdén en aire de decencia, el pobre su dignidad en traje limpio e igual en variado diseño que el del rico al uso de la moda, sólo que sin marca, el pícaro ha afeitado bien su faz de camaleón pero todos somos buenos cristianos aunque como en el verso de Serrat “gentes de cien mil raleas”.

Por la generosidad de un parroquiano que acompaña a su pariente, un muchacho down me es dado un palco lateral en medios de una abuela y su nieta que no llega a los cinco. Si decimos palco no decimos del gallinero del desaparecido “teatro Olympia“ , sino de una butaca en la que lo que primero se ofrece a la vista es una dama de rojo con su novio o esposo, parecen hermanitos (ese lugar común del amor que busca mirarse en el otro como en un espejo de signo contrario, estética de las simetrías para construir un espejo tallado en cristal de roca. Nosotros, en cambio, somos de tendencia opuesta, buscamos antípodas de bello, de noble, de dulce, para construir, quizás, espejos asimétricos pulidos en diamante con el buril de la oposición que hace de campana de la música de las esferas, pero por eso no buscamos la antípoda del fuego que viene a ser la presión enorme con que las entrañas comprimen el carbono para dar paso a los eones del diamante, ay… tiempo e ilusión).

Entonces se inició el desfile: Una fila interminable de pequeñas novias con sedas, velos, encajes, otras con humildes atuendos; no tantos novios: caballeritos muy tiesos y muy majos con la insignia en rl brazo derecho y la lanza ofreciéndose al cielo (una pequeña antorcha no encendida, aún. Todavía no había un signo de distinción entre cielo y firmamento. Finalmente el novio –como el invitado principal- era sólo uno). El marcial redoble de tambores que desde el palco que, muy discreto, muy sutil, se eleva desde el atrio, va marcando el paso como una fanfarria, los sigilosos pasos de un gato y un ratón atado: ¡¿?! Ya están encendidos los motores de las naves centrales; las tías, los amigos, los chismosos acechan con sus palos celulares desde los costados. La dama de rojo cuyo vestido es tan sobrio como su silueta esbelta que se entrelaza en la filigrana de los dedos de su compañero se sonríe discretamente  con la nueva compañera, su cutis es tremendamente limpio, se podría decir que brilla; además, sus facciones son armoniosas, su nariz es respingada como si, al contrario de las aguileñas que evocan la carroña que surge de la tierra, quisiese ofrecer el aroma de inciensos y mirras; de pronto se desanuda de la garra del hombre que discreto y sereno –además de orgulloso, sabe que la dama cuya tela del vestido enseña una hermosas piernas y un talle de avispa le es es un buen complemento- y recoge de la banca de adelante un llavero que indica que el puesto ya no está reservado. En la banca posterior otra dama, figura morena, adolescente, nerviosa ha abandonado su lugar para tomar aire fresco; ya ha regresado pero su lugar lo ocupa una pariente más vieja; se queda de piés y mira en rededor; la dama de rojo tiene una actitud hierática pero sus ojos están al tanto del balón. El oficiante ruega a los fotógrafos conservar la compostura. ¿cuántas veces se han cruzado, como saetas. las miradas de la dama de rojo y la morena? El cronista no podría decirlo pues también los puntos cardinales derecha, izquierda han requerido vigilancia discreta de camarón que duerme aunque no esté haciendo siesta. Aunque es muy común ya pero poco difundida la cualidad de la telepatía, el observante escucha que alguien ha dicho para sí: ah, ahora entiendo: tonto de solemnidad. El chico down se revuelve nervioso y matiza acomodando el cuello de la camisa de su edecán. La nena mueve de un lado a otro de las piernas del vecino, su pequeña cartera rosa como si reclamara un aire propio. Finalmente, la dama corpulenta de pechos ostentosos que parece haber comprado una recarga instantánea de juventud y hace parte del séquito de la dama de rojo, invita a un anciano que se ha ubicado en el hiato de bancas junto a la abuela,  a sentarse en el puesto libre: nada personal, es la lógica ¿no?

El gentío se revuelve entre sus gestos solemnes que atienden a las palabras del oficiante y sus propios signos interiores. Ya es la homilía: voy a contarles una historia «este era un matrimonio muy feliz que tenían un niño muy lindo y muy majo. Están felices porque hace muy poco les ha llegado un integrante más a la familia; una preciosa bebé. El niño exige que le permitan tener un encuentro a solas con su hermanita; ellos recelan que pueda tener una actitud agresiva porque, claro, ya no va a tener la exclusiva de la atención y se niegan pero el niño insiste, de modo que deciden dejarlo que visite a su hermanita con un vigilancia de cerca para ver cómo se desarrollan las cosas. El niño se acerca a la cuna y le habla a la niña tomándole sus manitas hermanita, estoy muy contento de que hayas venido del cielo a hacernos compañía, eres una bebé muy hermosa pero quiero pedirte un favor ya que estás tan recién bajada del cielo y es que guardes muy bien el recuerdo de cómo es Dios para que cuando puedas hablar me cuentes porque yo ya no me acuerdo.» El sacerdote hace una exhortación a cultivar esos sentimientos y actitudes inocentes por el contrario de la costumbre moderna de tomar los rituales como ceremonias tontas y vacías; recuerda cómo el descreimiento va haciendo cada vez más estragos en la vida social y familiar; el año pasado fueron 273 niños los que para esta misma fecha se presentaron para su primer encuentro con el creador; este año ¿saben cuántos vinieron? 270 pero en las otras parroquias mis colegas me dicen padre, escasamente tres han querido hacer su comunión en la iglesia del barrio. El embeleco del espectáculo, la exclusividad, el cuarto de hora de fama. La mente del espectador atento, como buen dilentante de la filosofía no puede dejar de hacer su cálculo cabalístico: dos y siete, nueve y tres, doce, ce-do, cedo, poco a poco al demonio mass media; dos y siete, nueve, el número último de la serie de los naturales, ya viene el cero y todo comienza de nuevo. La gente y la posición no le permiten ver el altar donde una serie de niños escogidos –palco VIP- encienden sus cirios y recuerda confusamente otras ocasiones, antes de que hicieran arreglos locativos para tapar goteras y arreglar desastres ocasionados por las termitas, que el rayo de sol que incidía precisamente sobre el centro de la iglesia, delante del altar donde uno o dos niños dejan que las volutas de humo de sus cirios se eleven tan significativamente entre el rayo de sol, ya no está y, por alguna razón extraña recuerda a aquella niña que, años atrás, aparecía en vallas publicitarias y afiches con una particular cara de belleza pero con un enfado convincente: ¡pólvora, ni riesgos! Y a la que tiempo después –tiene que ser la misma pues conserva ese rictus enfadado en sus facciones acaso con la decepción de una ilusión de fama y poder ofrecida por algún político depredador- ha visto hecha toda una mujer.

El chico down hace toda una exhibición de canto del hosanna y el entorno menos aplomado se vuelve; un chico espectador que no es de los protagonistas se le ríe en la cara y él muy afianzado en su papel histriónico se trata de arreglar los puños de la camisa que tienen un aderezo con botón, como se embarulla, el observador se decide a ayudar y éste le hace un mohín de desprecio. La chiquilla de la abuela, recostada en sus piernas mira de reojo con ese brillo nítido y vivaz de los niños después que ha preguntado con cierta sagacidad inocente: abuela, ¿hay segunda comunión?  Cuando el que repasa y registra se ha levantado del arrodillarse en la elevación y va a sentarse para los preparativos del ofertorio, se sienta encima de la pequeña cartera que la niña ha puesto en su espacio como protestando por la suerte de ocupar un espacio que ya no había para él.

Todo acaba en un tremendo zafarrancho de parientes que quieren tomar fotos, ver cómo reciben la hostia, indicaciones a distancia, esguinces de los mirones que se han elegido mutuamente para tener su secreta guerra y las cafeterías aledañas se preparan para que la emoción dure un poco más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario