Amanezco,
parando la oreja encuentro una
dirección
un lienzo deletéreo insertado en el
silencio
del tiempo como muecas del eco
en la pantalla interior de un
murciélago,
o de un loco
ciento sesenta y cinco; y siento
extiendo los brazos del corazón
los años, abrazando un paraninfo
la avenida y la calle: 65; uno siente
esa fuente junto a la que se sentaron
contigo
tantas cópulas de café instantáneo
en venganza porque no se aprendían,
todavía
los silogismos y el natural delirio
permanente
viendo boquear con nuestras tristezas a
los peces,
pescando uno con la astucia del cuenco
de la mano
-aterrizar del suelo del agua en el
cielo-
para tu hijo
qué iba a entender de bailarinas del
conocimiento, él
que se extrañaba de que empezaras a
ver nítido
las sombras de los fantasmas de
antiguos teólogos
que purgaban sus pecados reales en las
ilusiones especulares
de los triviums y
cuatriviums....
y sus preguntas,
como orejas pegándose a la actualidad
de los edificios
donde muchachas díscolas
que escalados los lomos del espectro técnico
esconden en sus
apartamentos con la sombra de sus voces
la mentira y el
jadeo que viajan hasta hacerse gasas
sólo reproducidas
por el latir de los perros
pero que se van a
dormir y pagan hospedaje
a los cedazos que
recogen el oro en cintas de magneto
Las palmas seguramente recogen tu
grito, ahora
que la sintonía afina la lente en
semejante nebulosa
'Rodin no usa el color, por tanto no
es él;
tampoco Monet es el que descubre la
magia,
soy yo, el colorista que ha de abrir
el ojo de la adoración,
el pintor del futuro'
entonces, se van a
ese parque, las voces de los heresiarcas
-“quizás por sentirse
incomprendido”-
y descargan tu
temblor como un lugar común,
donde se mean y
escupen todos los intelectos cuando ya no hay donde:
Es-pe-culación,
con la que deslumbran a la mezquindad, esa piquiña
que no
te obliga a rascarte la humilde admiración:
«sólo
después de la muerte se reconocen los genios»
mientras,
desde allá, desde ese sésamo de interesantes bandidos
de
excelentes fijadores del miedo escénico,
se
echan a fundir en el crisol toneladas y toneladas de materia prima,
papel
moneda de las efigies de la sobremesa o de la cena
pero
se olvidan de espumar -al menos con un título- la escoria
que
curiosamente venció a Lot y a su mujer, esa bandida
y
se olvidó que yo, desde el principio de los principios ya tenía
la
cámara transmitiendo, en vivo y en directo,
sin
apuntador y sin ingeniero porque, contigo,
le
echó una pizca de tu oreja al huevo
que
eclosionaría en polilla de todos aquellos
sin
el dolor de parto del metro y el boceto
sin
la logística del reparto, sin el vaho del vino coctelero
sin
el diván de Freud y, sobre todo
con
la bendita gana de babearte, hasta el desayuno
en
mi blanquear los ojos.
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