viernes, 23 de febrero de 2018

LECHE DE LA MUJER AMADA



Entonces, la leche de la mujer amada ¿había cumplido su función, hace mucho? Ahora todo cobraba sentido. Las imágenes se revolvían en su mente como una nebulosa en un flash back desordenado. El sueño de anoche, las volutas de humo asfixiante en un contexto inaprensible; no deberías.

El sol espléndido de los veranos repetidos pero siempre nuevos le golpeaba con fuerza, pero siendo nuevo no dolía, dolía la repetición, la rutina. Imaginó el subsuelo bajo el que ahora caminaba, un ala de concreto robada al abismo para dar paso al vértigo de la movilidad moderna de las autopistas; cuando se estaba entre la gente era bueno ir con tiento; pero cuando se iba entre las fieras... los turistas de la calle habían colonizado esas catacumbas para recoger los desechos de sentido que como cosechas de basura útil caían de las mesas de la dicha moderna: Sexo, drogas, rock-and-roll, comida barata y modos imitados del amor clásico reforzados con la catalítica velocidad de la química: Conservantes, retardantes de la oxidación, frutos de la tierra nacidos de semillas genéticamente modificadas; vitaminas sintéticas recién vencidas, grasas saturadas que demoran en adoptar el moho; y todos los metales, plásticos, joyas que habían perdido su valor estético. Pero la reputación y su subproducto: el amor verdadero -léase con arreglo-, las oportunidades, la serenidad eran moneda escasa. Ellos, los lúcidos sonámbulos de la realidad deberían estar sintiendo sus pasos sobre sus cabezas, por contra del zumbido de la locura que se pavoneaba bien controlada allá arriba y que intentaban reordenar a su modo. El mundo decente. Acaso imaginarían un Neo a partir de las cintas de VHS que recuperaban y veían en reproductores desechados conectados a energía que robaban de un Estado ufano de controlarlo todo; pequeños palacios de cloaca que en la noche dejaba salir a sus dueños en cuerpos astrales semiconscientes en sus cohetes de crack, y que tenían sus héroes y negocios metafísicos secretos. Si la autopista de la información seguía su trajín con muy pequeñas novedades en el frente, ¿por qué no se podría estar forjando la gran revolución de eones? Qué importa, yo también estoy muy loco, se dijo.

A decir verdad no le había gustado la leche que le dio ella a probar cuando nació su primer hijo. Esa aguasal dulcete tratando de copiar el color de las perlas. Cómo brotaba de los alvéolos del pezón como gotas de sudor producto de un esfuerzo maravilloso: El amor trabajando como la hierba en los cuatro estómagos de la vaca y el pezón cediendo al apremio de la mano generosa que le ponía el chorro en la boca.

Se había acostado con un apremio cardíaco que atribuía al dique de su tristeza, de su rabia. Ahora que estaba muriendo (la razón objetiva, médica, era una hipertensión pulmonar producto del continuo aspirar humo de leña en su niñez; pero era culpa acumulada en sus carnes adiposas, infladas de tiempo inane, angustiado, sin un cauce de promesa. La cobardía de enfrentar lo que se viene sin mimar tanto el deseo, el ideal) seguramente se había dado cuenta de que finalmente había perdido la guerra. La había ganado destilando su ponzoña de trabajar la mente y el sentimiento de los niños para sacarles el plasma del vínculo, pero ahora el viejo refrán cría cuervos... volvía a confirmarse. Me lo llevo conmigo. Eso debía pensar en sus noches angustiosas recibiendo la limosna de la bombona de oxigeno; decía que no dormía nada, pero en realidad ponía su cuerpo inútil, del mismo modo que ponía la gula del ocio del raciocinio a comerse todas sus posibilidades de confiar en su macho cuando aún podía unirse a su lucha, aferrado al débil hilo de la voluntad de seguir, a un lado, y se iba con su gaseoso inconsciente a deambular por los cielos astrales donde fantasmas, almas delirantes, demonios, almas inocentes, almas desalmadas bien armadas con el escudo de la intriga sólidamente en fuego forjada, todas por igual, llevando su misterio por esa senda evanescente que es el sueño.

Ahora se echaba bajo uno de los tantos parajes de pinos que solía visitar. A un lado, sentada en el dintel de la puerta para tomar el sol, vio a aquella muchacha deliciosa, esos senos que ya su mirada ávida y glauca había fotografiado; lo observaba a hurtadillas. Qué rico manjar: joven, bonita, con las huellas de la inocencia arrastrándose a los pies de la malicia. Pero estábamos en el mundo de la apariencia. No era difícil imaginar, sólo que para corroborar era preciso convocar a los delatores del gesto, del rictus, de la actitud. Su psicología no le fallaba. Como aquella vez en misa; siempre la veía llegar con ese padre maduro, airoso, pleno del donaire del macho alfa, del amante latino. Morena, de formas seductoras y gesto apasionado contenido en una expresión cohibida; unos diecinueve años. Todos los domingos llegaban en punto de sonar la campanilla; la misa del pueblo para el pueblo. Discretos; él con su hija del brazo y, atrás, la pobre mujer avejentada, renqueante. Pero hoy era día del padre y había llegado solo; cinco minutos después llegaba ella, también sola, con aire rencoroso, conflictiva y desafiante. Cuando él miró el rostro de despojo del crucificado vino la premisa: Cuando se institucionalice en una sola fecha el día del padre y el día del marido voy con usted del brazo. La maldita culpa de esos momentos en que el apremio de la carne joven se rinde a los arreos abandonados de la moral se retrataba somatizada en un eccema de rostro candoroso y confuso. Así la muchacha del dintel. Era navidad; vamos a hacer compras; mamá se queda en casa; ya no luce en tan bonita pareja; pero me tienes que comprar lo que te dije. Y en esa cara se asomaba ese nubarrón que impide a la inteligencia ser toda ella ante el espejo de la seguridad. Pero acaso los determinantes de la clase, del entorno, del sistema; había que ir con cuidado. Los casos se contaban como racimos, sotto vocce, los usos y los disimulos se habían sofisticado. Sacó de su mochila aquel libro, también le habló como si hubiese estado en el sueño. Mañana te cumpliré una cita. El verso que trataba de una cierta lotería del éxito en Dónde vagaré lo dejó pasar; su autor también era uno de esos delirantes con dinero. Lo imaginó llamándola desde una orilla cercana. Jhon Ashbery no cumplía seis meses de muerto.

Era increíble; al pasar por los dominios de los turistas todavía se estaba debatiendo con el dilema del despertar. En realidad la taquicardia era por el cigarrillo que después de veinte años había vuelto a saber rico conversando con la rabia y la tristeza; no era una solemne tontería, también la maraña de los humos tenía su lenguaje cuando se mezclaba con la sutileza del ambiente. Pasó junto a la escobita que se encargaba de mantener limpia la cuneta de la autopista. Ella también había sido escobita allá en la capital; en los malos tiempos que siguieron a los buenos cuando la ternura se afianzaba en los magros ingresos. Pero le tendió esa trampa que no quería verse como él le decía, si era necesario en un andén pero juntos con sus hijos y su amor. ¿Comprar vino, comprar cerveza; ron?, la maldita cerveza era más barata pero más dañina, la fermentación era más pobre que la destilación, cuestión de estilos: fe-re-tomen, elementos no digeridos, fermentos. Destilar era hundir el filo de las ganas en otra parte. Volvió a mirar a la muchacha. Sacó el objeto que la escobita no quiso barrer pero se puso a pensar en los poetas. Se supone que la misión de los poetas es develar el misterio por medio de sus composiciones oraculares, pero el poeta de hoy era otra cosa: Los genios que se dan silvestres como frutas dudosas no nos interesan; cuestiones de mercado, a menos que haya un interesante plan de negocios, un emprendimiento finamente articulado con las instituciones apropiadas. ¿Artefactos de dinero? Si, lo que usted diga. Buena suerte.

  • Créame que me siento muy contento de que esté mejor -le había dicho el día que fue a verla luego de enterarse de que estaba en cuidados intensivos. Ahora estaba en cuidados intermedios.
  • Gracias
  • lo que tiene que hacer usted es perdonarse a sí misma y, por mi parte, si es que yo le he causado algún daño, le pido perdón
  • Y, usted, ¿qué es de su vida? -se quedó mirándole con ojos evasivos. Él se decidió.
  • Mire que hay algo muy curioso. Haciendo cuentas de los tiempos en que yo empecé a decaer: me apareció una llaga en una pierna; una lora, como la llaman en su familia. Empezó como un pequeño rasguño y ahora mire – se levantó la pernera hasta la rodilla y dejó ver un eccema que se esforzaba en sanar. Se había confesado con el médico acerca de que tomaba la maldita agua del grifo que surtía un acueducto tomado de glaciares pero los malditos corruptos se gastaban el tratamiento en sus estúpidas orgías con queridas financieras y prostitutas sin mucho estilo, además que las ganancias de fermentar cebada con repollos en contenedores cuyos obreros se sentían explotados no daba muchos augurios de que las revoluciones intestinas no funcionaran viento en popa y unos antibióticos y metronidazol estaban haciendo lo correcto. Ay pero el sistema...
  • Me he estado preguntando si usted en medio de su desesperación, acaso inconscientemente quiere que yo también... Bueno, me estoy acordando de esa historia que me contó cuando eramos novios, la de la oveja que le daba cabezazos cuando usted era niña e intentaba meterla a palos por el camino. Usted se vengó de ella y la hizo matar hostigándola hasta que la embistió pero usted se escudó tras una roca.
Dos días atrás él había decidido botar aquella botella a la basura. Había estado por años engalanando la nevera con una espiga de la abundancia en su interior, por tierra habían metido sus hermanas cuando lo querían y no lo habían tampoco abandonado, las lentejas que se echan en los bolsillos y se regalan en noche vieja. Una de las mismas que días después del nacimiento de su hijo había llevado con la etiqueta de marca Liebfraumilch y la imagen de Beethoven para estimular la producción de leche.
Era una simple puntilla estriada. Pero ahora era una jota de acero. Demasiado sofisticada en el significante; por la fuerza había sido transformada de i en j que no se dejaba mantener en el suelo sino que elevaba su nariz a lo alto. Te admiro porque has arañado el mundo le dijo una vez cuando ya nada de los dos tenía esperanzas. Ahora podría servir de tirabuzón.

Cuando sacó del bolsillo de la camisa el cigarrillo, luego de comprar la botella de vino; la muchacha todavía no se cansaba de mirar a hurtadillas, vio que estaba descoyuntado a la altura del filtro. El filtro tenía una inscripción: RED EVD podría significar Red-en-ver-diferente y se estremeció porque cuando recogió el objeto no notó que la escoba tampoco había arrastrado mil fragmentos de vidrio color azul cobalto, coba-de-lo-alto, o color azul petróleo (insigth aún por determinar), la botella todavía no quería irse a fundir con lo indiferenciado, los múltiples puchos estripados en el cenicero del sueño.





No hay comentarios:

Publicar un comentario