Entonces,
la leche de la mujer amada ¿había cumplido su función, hace mucho?
Ahora todo cobraba sentido. Las imágenes se revolvían en su mente
como una nebulosa en un flash back desordenado.
El sueño de anoche, las volutas de humo asfixiante en un contexto
inaprensible; no deberías.
El
sol espléndido de los veranos repetidos pero siempre nuevos le
golpeaba con fuerza, pero siendo nuevo no dolía, dolía la
repetición, la rutina. Imaginó el subsuelo bajo el que ahora
caminaba, un ala de concreto robada al abismo para dar paso al
vértigo de la movilidad moderna de las autopistas; cuando se estaba
entre la gente era bueno ir con tiento; pero cuando se iba entre las
fieras... los turistas de la calle habían
colonizado esas catacumbas para recoger los desechos de sentido que
como cosechas de basura útil caían de las mesas de la dicha
moderna: Sexo, drogas, rock-and-roll, comida barata y modos imitados
del amor clásico reforzados con la catalítica velocidad de la
química: Conservantes, retardantes de la oxidación, frutos de la
tierra nacidos de semillas genéticamente modificadas; vitaminas
sintéticas recién vencidas, grasas saturadas que demoran en adoptar
el moho; y todos los metales, plásticos, joyas que habían perdido
su valor estético. Pero la reputación y su subproducto: el amor
verdadero -léase con arreglo-, las oportunidades, la serenidad eran
moneda escasa. Ellos, los lúcidos sonámbulos de la realidad
deberían estar sintiendo sus pasos sobre sus cabezas, por contra del
zumbido de la locura que se pavoneaba bien controlada allá arriba y
que intentaban reordenar a su modo. El mundo decente. Acaso
imaginarían un Neo a partir de las cintas de VHS que recuperaban y
veían en reproductores desechados conectados a energía que robaban
de un Estado ufano de controlarlo todo; pequeños palacios de cloaca
que en la noche dejaba salir a sus dueños en cuerpos astrales
semiconscientes en sus cohetes de crack, y que tenían sus héroes y
negocios metafísicos secretos. Si la autopista de la información
seguía su trajín con muy pequeñas novedades en el frente, ¿por
qué no se podría estar forjando la gran revolución de eones? Qué
importa, yo también estoy muy loco, se
dijo.
A
decir verdad no le había gustado la leche que le dio ella a probar
cuando nació su primer hijo. Esa aguasal dulcete tratando de copiar
el color de las perlas. Cómo brotaba de los alvéolos del pezón
como gotas de sudor producto de un esfuerzo maravilloso: El amor
trabajando como la hierba en los cuatro estómagos de la vaca y el
pezón cediendo al apremio de la mano generosa que le ponía el
chorro en la boca.
Se
había acostado con un apremio cardíaco que atribuía al dique de su
tristeza, de su rabia. Ahora que estaba muriendo (la razón objetiva,
médica, era una hipertensión pulmonar producto del continuo aspirar
humo de leña en su niñez; pero era culpa acumulada en sus carnes
adiposas, infladas de tiempo inane, angustiado, sin un cauce de
promesa. La cobardía de enfrentar lo que se viene sin mimar tanto el
deseo, el ideal) seguramente se había dado cuenta de que finalmente
había perdido la guerra. La
había ganado destilando su ponzoña de trabajar la mente y el
sentimiento de los niños para sacarles el plasma del vínculo, pero
ahora el viejo refrán cría cuervos...
volvía a confirmarse. Me lo llevo conmigo.
Eso debía pensar en sus noches angustiosas recibiendo la limosna de
la bombona de oxigeno; decía que no dormía nada, pero en realidad
ponía su cuerpo inútil, del mismo modo que ponía la gula del ocio
del raciocinio a comerse todas sus posibilidades de confiar en su
macho cuando aún podía unirse a su lucha, aferrado al débil hilo
de la voluntad de seguir, a un lado, y se iba con su gaseoso
inconsciente a deambular por los cielos astrales donde fantasmas,
almas delirantes, demonios, almas inocentes, almas desalmadas bien
armadas con el escudo de la intriga sólidamente en fuego forjada,
todas por igual, llevando su misterio por esa senda evanescente que
es el sueño.
Ahora
se echaba bajo uno de los tantos parajes de pinos que solía visitar.
A un lado, sentada en el dintel de la puerta para tomar el sol, vio a
aquella muchacha deliciosa, esos senos que ya su mirada ávida y
glauca había fotografiado; lo observaba a hurtadillas. Qué rico
manjar: joven, bonita, con las huellas de la inocencia arrastrándose
a los pies de la malicia. Pero estábamos en el mundo de la
apariencia. No era difícil imaginar, sólo que para corroborar era
preciso convocar a los delatores del gesto, del rictus, de la
actitud. Su psicología no le fallaba. Como aquella vez en misa;
siempre la veía llegar con ese padre maduro, airoso, pleno del
donaire del macho alfa, del amante latino. Morena, de formas
seductoras y gesto apasionado contenido en una expresión cohibida;
unos diecinueve años. Todos los domingos llegaban en punto de sonar
la campanilla; la misa del pueblo para el pueblo. Discretos; él con
su hija del brazo y, atrás, la pobre mujer avejentada, renqueante.
Pero hoy era día del padre y había llegado solo; cinco minutos
después llegaba ella, también sola, con aire rencoroso, conflictiva
y desafiante. Cuando él miró el rostro de despojo del crucificado
vino la premisa: Cuando se institucionalice en una sola
fecha el día del padre y el día del marido voy con usted del brazo.
La maldita culpa de esos
momentos en que el apremio de la carne joven se rinde a los arreos
abandonados de la moral se retrataba somatizada en un eccema de
rostro candoroso y confuso. Así la muchacha del dintel. Era navidad;
vamos a hacer compras; mamá se queda en casa; ya no luce en tan
bonita pareja; pero me tienes que comprar lo que te dije. Y
en esa cara se asomaba ese nubarrón que impide a la inteligencia ser
toda ella ante el espejo de la seguridad. Pero acaso los
determinantes de la clase, del entorno, del sistema; había que ir
con cuidado. Los casos se contaban como racimos, sotto
vocce, los usos y los disimulos
se habían sofisticado. Sacó de su mochila aquel libro, también le
habló como si hubiese estado en el sueño. Mañana te cumpliré una
cita. El verso que trataba de una cierta lotería del éxito en Dónde
vagaré lo dejó pasar; su autor
también era uno de esos delirantes con dinero. Lo imaginó
llamándola desde una orilla cercana. Jhon Ashbery no cumplía seis
meses de muerto.
Era
increíble; al pasar por los dominios de los turistas
todavía se estaba debatiendo
con el dilema del despertar. En realidad la taquicardia era por el
cigarrillo que después de veinte años había vuelto a saber rico
conversando con la rabia y la tristeza; no era una solemne tontería,
también la maraña de los humos tenía su lenguaje cuando se
mezclaba con la sutileza del ambiente. Pasó junto a la escobita que
se encargaba de mantener limpia la cuneta de la autopista. Ella
también había sido escobita allá en la capital; en los malos
tiempos que siguieron a los buenos cuando la ternura se afianzaba en
los magros ingresos. Pero le tendió esa trampa que no quería verse
como él le decía, si era necesario en un andén pero juntos con sus
hijos y su amor. ¿Comprar vino, comprar cerveza; ron?, la maldita
cerveza era más barata pero más dañina, la fermentación era más
pobre que la destilación, cuestión de estilos: fe-re-tomen,
elementos no digeridos, fermentos. Destilar
era hundir el filo de las ganas en otra parte. Volvió a mirar a la
muchacha. Sacó el objeto que la escobita no quiso barrer pero se
puso a pensar en los poetas. Se supone que la misión de los poetas
es develar el misterio por medio de sus composiciones oraculares,
pero el poeta de hoy era otra cosa: Los genios que se dan
silvestres como frutas dudosas no nos interesan; cuestiones de
mercado, a menos que haya un interesante plan de negocios, un
emprendimiento finamente articulado con las instituciones apropiadas.
¿Artefactos de dinero? Si, lo que usted diga. Buena suerte.
- Créame que me siento muy contento de que esté mejor -le había dicho el día que fue a verla luego de enterarse de que estaba en cuidados intensivos. Ahora estaba en cuidados intermedios.
- Gracias
- lo que tiene que hacer usted es perdonarse a sí misma y, por mi parte, si es que yo le he causado algún daño, le pido perdón
- Y, usted, ¿qué es de su vida? -se quedó mirándole con ojos evasivos. Él se decidió.
- Mire que hay algo muy curioso. Haciendo cuentas de los tiempos en que yo empecé a decaer: me apareció una llaga en una pierna; una lora, como la llaman en su familia. Empezó como un pequeño rasguño y ahora mire – se levantó la pernera hasta la rodilla y dejó ver un eccema que se esforzaba en sanar. Se había confesado con el médico acerca de que tomaba la maldita agua del grifo que surtía un acueducto tomado de glaciares pero los malditos corruptos se gastaban el tratamiento en sus estúpidas orgías con queridas financieras y prostitutas sin mucho estilo, además que las ganancias de fermentar cebada con repollos en contenedores cuyos obreros se sentían explotados no daba muchos augurios de que las revoluciones intestinas no funcionaran viento en popa y unos antibióticos y metronidazol estaban haciendo lo correcto. Ay pero el sistema...
- Me he estado preguntando si usted en medio de su desesperación, acaso inconscientemente quiere que yo también... Bueno, me estoy acordando de esa historia que me contó cuando eramos novios, la de la oveja que le daba cabezazos cuando usted era niña e intentaba meterla a palos por el camino. Usted se vengó de ella y la hizo matar hostigándola hasta que la embistió pero usted se escudó tras una roca.
Dos
días atrás él había decidido botar aquella botella a la basura.
Había estado por años engalanando la nevera con una espiga de la
abundancia en su interior, por tierra habían metido sus hermanas
cuando lo querían y no lo habían tampoco abandonado, las lentejas
que se echan en los bolsillos y se regalan en noche vieja. Una de las
mismas que días después del nacimiento de su hijo había llevado
con la etiqueta de marca Liebfraumilch y
la imagen de Beethoven para estimular la producción de leche.
Era
una simple puntilla estriada.
Pero ahora era una jota de acero. Demasiado sofisticada en el
significante; por la fuerza había sido transformada de i
en j
que no se
dejaba mantener en el suelo sino que elevaba su nariz a lo alto. Te
admiro porque has arañado el mundo le
dijo una vez cuando ya nada de los dos tenía esperanzas. Ahora
podría servir de tirabuzón.
Cuando
sacó del bolsillo de la camisa el cigarrillo, luego de comprar la
botella de vino; la muchacha todavía no se cansaba de mirar a
hurtadillas, vio que estaba descoyuntado a la altura del filtro. El
filtro tenía una inscripción: RED EVD
podría significar Red-en-ver-diferente
y se
estremeció porque cuando recogió el objeto no notó que la escoba
tampoco había arrastrado mil fragmentos de vidrio color azul
cobalto, coba-de-lo-alto,
o color azul petróleo (insigth aún por determinar), la botella
todavía no quería irse a fundir con lo indiferenciado, los
múltiples puchos estripados en el cenicero del sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario