domingo, 11 de marzo de 2012

LA DISPUTA

Como por aquellos días Villa Peach Ant’s padecía de una terrible inercia debida a la reciente elección de alcalde, con lo cual el reacomodamiento de fuerzas, de dádivas, de tráfico de influencias, de auscultamientos del terreno –y también de ocultamientos de áreas de manejos malamente intervenidos o difícilmente encubribles antes de entregar el poder- ponía al pueblo a revolar como chapolas en torno al candil, Eugenio Montefrío se prometió darse una pasada –o cuantas fuesen necesarias-  por el Concejo Municipal; no sólo para gozarse de las vulgares y socarronas formas de repartirse las tajadas del pastel burocrático, sino también para presionar que reabrieran el Jardín de las Mi-(h)adas donde vegetaba su sobrino; y las bibliotecas, y los programas para la tercera edad y los proyectos de arte y cultura y...; pero antes debía ir de nuevo al hospital.
    —Entonces hoy no hay al lado mucho movimiento de GOMERS, doctora.
GOMER era el snob modo de copiar la inteligencia americana que significaba: Get Out Of  My Emergency Room y que simplemente designaba el modo en que los más inteligentes médicos se deshacían del trabajo enviando a sus pacientes a casa con una aspirina para poder disfrutar de la más cachondas noches, colegas y enfermeras; o en últimas a otra sección.
Había alcanzado a fijarse en las paredes recién pintadas y las nuevas des-organizaciones de muebles, oficinas, salas de espera, antes de pensar en el infierno y antes de notar la ausencia de Queruby.
Tuvo ganas de responder por la bella doctora de rostro virginal –góticamente virginal por la palidez-: «Quedaría mejor para GOMER: “Gánate Otra Mano de Mierda En tu Recto»; en cambio, al verla sentada en el escritorio en una ambigua pose de goce y tedio, escribiendo con la mano que dicen pertenece a los muy inteligentes, dijo (pensando el muy torpe en el Dr. House. Hubiese pensado digamos en Popeye el Marino o en Pelle “El Conquistador”, pero House; ¡bah, si la casa siempre está ardiendo de realismos fantásticos!):
  — ¿Acaso debo inferir, doctora, que hace usted las labores de secretaria? y de ser así, ¿a qué secreta-aria pertenece tal nobleza?
  —No, no señor. No debe inferir con tanta prisa­- Dijo con la altivez característica de los médicos, y eso que esta era odontóloga.
Decían que el piso inferior era el infierno (y eso que muy pocos oían del sótano): Alta tasa de mortalidad; inventarios paralelos de insumos, operaciones no autorizadas. «Pero si miramos el asunto desde el mero punto de vista arquitectónico, todo infierno debe tener su escalera de incendios », se dijo con ironía, al fin y al cabo la particular topografía del terreno era la que le había dado aquella configuración tan irónicamente metafórica de las jerarquías: Abajo los desgraciados que se situaban en el área de “pacientes delicados” (los protocolos clasificadores no permitían llamar cuidados intensivos a aquel pobre refugio de primer nivel de complejidad) y salas de pequeña cirugía;  en el medio la pobre burguesía de estadísticas, higiene oral, consulta externa y arriba en una mixtura tan cómica pero tan atinada: Los potentados que con intrigas e influencias reinaban con deleite en el área de urgencias  y el área de cuidados transitorios que consistía simplemente en espacios separados por biombos de las áreas de gineco-obstetricia, odontología y lactantes.
   — No. Están haciendo “vaca” para esta noche
Casi no pudo reprimir al tenderse, una carcajada histérica. Abrió la boca y empezó a recorrer el cielo raso con esforzados desvíos de reojo. La doctora escarbaba muy cerca en un gabinete de instrumental. Se alcanzaba a vislumbrar un pequeño arco de haz azul de la nalga; es decir, de la tela azul del uniforme en la nalga. Pensó en el sentimiento de lo inerme. Las prostitutas que se tienden ¿pensarán qué es más incómodo: abrir la boca o las piernas? Todo depende; la mayoría de las veces abrir la boca representa un aumento de la plusvalía. «Ese brillo en sus ojos». Invertía buenas raciones de fracción de segundo para revisar ese par de brillos sin expresión que tenía a centímetros. La doctora Ana y el doctor Jhon Winded; algo así como Juan Ventiado. Pero qué va; era un hombre centrado y sereno. Ella, Ana; nada especial, ni el nombre. Pero ana era una palabra importante en griego, y complicada. Algo así como lo top. Ellos pertenecían ahora a esa clase de los aplicados, de los tranquilos, de los que no refutan, de los que no cuestionan; esta noche irían a pasar a formar parte, por un rato, de la clase de los putos, de los rebeldes, de los que no tragan entero: “Ah, que te duele todo. Que quieres morirte. Que estas aquí por que no eres capaz de decir de frente y sin pasar por frívolo ni que te den la limosna de la lástima, que necesitas consuelo; que este mundo es un mundo hijueputa. Ah, no, no; si no te mimaron tus papaítos, pues muy de malas, nosotros ya lamimos suelas y comimos mierda suficiente”  Era el intercambio de papeles cotidiano que no tenía en cuenta esta pequeña maqueta de las jerarquías. La otra, la real, la de los grandes putos de delicados lenguajes, recios modales y buenas chequeras (con amuletos de buenas gónadas guardados en la secreta), la habían desperdiciado, o se les había pasado por en medio de las piernas, en la universidad cuando la premisa clave de que hay que ser rebelde, emputecerse, destapar, refutar, quitar, tenía, como todo producto de éxito, su ingrediente secreto (irónica e inversamente, el aguardiente de col tan famoso en la localidad y allende las fronteras, tenía como ingrediente secreto el sudor de pies; pero no era que publicitaran entre las gentes que se dejaran crecer unas pecuecas soberanas para comprar calcetines por toneladas, sino que una cepa especial cultivada del fundador de la industria, fomentada y fermentada en un tipo especial de tela, se guardaba y aplicaba con celo desde el principio) y ellos, bueno, era como con las enfermeras: ellas podían ingresar al exclusivo club, pero no era que porque, como decía el Dr. House: “el hecho de que mi salchicha esté por la noche en tu panecito, no quiere decir que tu elijas qué y cómo haces conmigo” , si acaso conservar el puesto y un trato decente y digno.
Se imaginó como invitado a la fiesta de la noche:  «¿Acaso creen que Obama va a ser el mismo sin Osama pero con Nethan Yahu? ¡no es lo mismo un coño que recibe la descarga negativa que un coño y una polla que intercambian su voluntad de poderío! » y acaso no faltaría quien le replicara: «¡Ah, entonces porque la polla es negra va ser eternamente todo poderosa; los negros son los que más sufren cáncer de próstata!»
Se odió a sí mismo cuando percibió el ruido de la fresa: tzzzzzm, tzzzzzm. Haberse dejado infectar de la caries. Recordó el estribillo de la canción: ¡Agúzate, que te están velando! Pero no alcanzó a elucubrar el sentirse burlado porque ya el cielo raso lo había invadido de nuevo con el contraste de paredes relucientes de fresca pintura y aquellas hondonadas de canales de aluminio empaquetadas en caucho cristalizado y la gran mancha –casi ya imperceptible- seguramente producto de una explosión de pus y sangre de un absceso que algún gomer habría provocado. ¿Qué había al otro lado?, seguramente bichos, telarañas y un odio inmemorial de la luz. ¿Qué telarañas asintomáticas habría tras la doctorcita; acaso un papi autoritario y una inmensa pena por un pene?  Era el orgasmo del mal. Y ¡qué escasos los orgasmos del bien!. Todas esas acumulaciones interiores: de ignorancia, de negligencia, de tiranía, de ganas satisfechas de hacer lo que se nos antoje y pagar el impuesto de imprevisión...
Cuando se encontró de frente con los ojos de esmeralda y jade (para poder decir del verde o intenso y como el cuchilleo de jade de jadeo en ese brillo, no se puede decir que como de sapo en tomatera) de Queruby  -extraña mezcla de querubín, queer y rubí que un loco padre de las designaciones dio en el clavo de las atracciones-  le disparó a quemarropa: “Me pregunto si sabrá a qué me refiero si le pregunto si ese color de cabello es del tipo Abril Lavigne”  ella hizo un guiño malicioso e inquirió a su vez: “¿Gabin Davinci?”. “Ay, Querube, ¡una niñita que canta una canción!. So Complicated”. Juan Ventiado miró esta vez con un sutil recelo. Ana hizo temblar de un puntapié el biombo. Ante la expectación general se decidió esta vez  a imaginar que sacaba su tarro de espinacas;: “Oiga, Ana; ¿ha visto usted ese aviso de un camión repartidor que dice ¿Sabes de que tengo ganas?”. La mujer trinó por dentro; no sabía; pero si decía que no delataría su estado de ánimo; si reaccionaba perdería su compostura de autoridad. “Si, ¿y?”. Se acercó y le dijo al oído “Pues tengo un gran problema: No es moreno, no tiene puchecas lindas, pero ese Choco-ramo tengo ganas de comérmelo”. La mujer sonrió con delicadeza y como quien agarra por las orejas un pequeño conejito cortazariano, le agarró de una manga de la camisa y, sin alardes, le sacó del  área y abrió la puerta donde decía Rayos X. Se  bajó los panties y se acostó en la camilla: “Venga cómaselo. Si es que le fluye así de fácil y de rápido como le fluye su atrevimiento”. “Bueno, pero vamos con calma, preciosa”. Trató de acariciarla pero recibió un puñetazo  y aquello que se irguió desde las obscuras profundidades no fue precisamente un conejito saltarín. El diagnóstico fue delirio psicótico que le puso un año en el psiquiátrico.













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