Simón
el bonito, reciente viejito, salió ésta mañana
con
ilusiones muy pocas, una mala pata y un poco de rabia;
razones
tenía muchas y muy pocas ganas de por las buenas
o
por la fuerza de las balas hacerse sentir de aquellas patrañas.
Y,
si me muestras, padre, le dijo a un viento que pasaba
tu
mano de hombre verdadero al estilo weimariano
'callado
y ceñudo de niño, de altivo espíritu maduro,
sereno
y sin objeciones de viejo en el desengaño';
y
si mostraras, sobrina, de niña la caña que te pescó, danzante
en
la ingle un día de las ganas verdaderas,
las
de la risa difícil, trágica, mágica, la de la sabiduría
del
camino tortuoso, la de la sincera lágrima,
la
de la embriaguez poco común, sin etiquetas
y
mucho alcohol de razón en los pedales de la pose
al
fin, que bufa la cobra y resopla el pura sangre...
Simón
el bonito vio, de pronto, la gran pantalla.
Simón
el bonito, y no por la plástica
disposición
de la arruga rebelde al pincel
de
la luz firme en la sombra, si no
por
la simétrica voluntad transparente
de
su sonrisa, del contento del cubo
a
mil millas del mar, con mil peces fantásticos
y
mil colores dándole besos de perras en celo
mientras
los duros en su pierna restregaban las ganas
con
placidez de hiena hambrienta
y
dignidad de loba adinerada
en
el parque de las vanidades desfilaba la alcahueta
falda
gitana de nubes míseras tapando bendiciones prohibidas
que
hablaban el idioma del silencio
de
transgresiones festivas, mientras la dicha esclerótica
se
pudría en las manos de fáciles sonrisas
y
opíparas mesas de oxidadas fuerzas
de
ritmos frenéticos que ya en Dioniso no pensaban
y
que por lo mismo de su hechizo nada sacaban, nada sabían.
Simón
el bonito atardeció la mañana
preguntándole
a un mandarino
si
el sol vestido de luna perruna le había desposado
y
entonces los parajes torcaces donde las tragedias antiguas
conspiraban
acerca
de los próximos gemidos del coro
interpuesto
al velo rasgado de todas las mañas,
dijeron: Nada.
dijeron: Nada.
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