jueves, 7 de diciembre de 2017

PISTOLITA

PISTOLITA
No, no era que la pistola estuviese amenzando. El caso es que la pistola ahí estaba.
-      Cómo es que nunca te había visto antes
-      Pues, no sé
-      Pero vives allí, a la vuelta
-      ¿A la vuelta de dónde?
-      De la esquina ésta
-      No, de muchas esquinas más allá de ésta... Por el parque Villa Diana
Acaso fue el inmenso abismo que se abría a los pìes de los dos y que los encontró mirándolo a través de la exigua valla de alambre, ella paseando las necesidades de los perros, tratando de manejar los chandosos suyos interiores, él. O acaso el lindo sol de invierno.
-      Ah, entonces es eso –se puso a pensar si acaso el perro asomado a la ventana que ladraba furioso le estaría ladrando a él, al ver como trataba de ajustar, por detrás, el elástico gastado a la precisa quietud del cinturón.
-      Debe ser que, siendo yo un asiduo mirón de este vecindario, porque no vienes mucho por acá, no te había registrado –lo miró sin pestañar y no supo bien qué fue primero, si el darse cuenta de que le gustaban esos vellos delgadísimos y negros cayendo como melenas de sus brazos o el subir el pómulo izquierdo para esbozar una sonrisa disimulada en guiño.
-      Y ¿estudias en la U. de Caldas?
-      Y también en la Universidad Nacional de Colombia –dijo con un énfasis que también parecía de pistola.
Sólo caminaron unos pocos metros, treinta como mucho, pero pasó media hora volando. Y esa media hora disparó más pistolas de las que alguien pudiera haber imaginado. Disparó, por ejemplo, en la esquina donde termina el barrio y empieza un camino terciario en el que alemanes de dudosa estirpe hacen turismo sexual y otros torcidos, que al bueno de Abel ya le había llegado la hora de meterse en el pellejo de su hermano (estudiaba física aplicada e ingeniería de alimentos), igual que cualquier enredadera que quiera florecer, le es preciso, primero, agenciarse un tronco, de lo contrario, deberá morir arrastrándose (así se le arrastraban a él adentro los perros de la rabia y la edad), en este caso el Estado, que lo era, providente, no porque tuviese sabia y equitativamente organizada la movida, sino porque sabía lo que es el estado de un cañón de pistola humeante en el pellejo. Se llamaba Isabel, IsA-bel, Andrea Isabel, mujera isa-Abel y había sido desplazada por la violencia.
-      ¿Usted tiene asegurada la sonrisa?
-      No –esta vez la sonrisa tuvo un destello de arrebato- cómo así?
-      Bueno, porque es que, en vista de que su sonrisa pareciera ser tan valiosa, yo podría asegurarsela de modo que nunca le falte
-      Asi las cosas, no cree usted que sería un mal negocio para mí, toda vez que si no me falta la sonrisa cualquiera podrá llevársela.

Entonces, cuando se fue oliéndose la mano que acababa de estrechar y que todo el tiempo había estado metida dentro del lado corazón del cinturón, se dio cuenta de que era una pistolita de la única idea legible en la cual aterrizan todas las inquietudes y empresas de los hombres –y mujeres-.     

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